La avería del autobús, la impaciencia del misionero y la lección de los bangladesíes - Alfa y Omega

En un reciente viaje desde Srimongol a Mymensingh, en Bangladés, tomé el único autobús de línea que hace este trayecto. Para cubrir una distancia de unos 200 kilómetros se necesitan aproximadamente siete horas. Cuando estábamos a unos 40 kilómetros del destino, el autobús empezó a hacer unos ruidos muy extraños. El conductor siguió la marcha como pudo, pero finalmente el vehículo dijo que ya no podía más y se paró definitivamente. En mitad de ninguna parte. Sin posibilidad de taller mecánico y sin otros autobuses que pasasen por allí.

El conductor y el cobrador se pusieron entonces manos a la obra. Se metieron debajo del autobús, localizaron dónde estaba el problema. Subieron a la parte de arriba y lo abrieron también. A todo esto, los pasajeros contribuían a la causa inspeccionando el vehículo, mirando, comentando y proponiendo cómo arreglarlo. Yo tenía prisa, un concepto del que no he acabado de desprenderme después de tantos años de misionero. Y no tenía gran fe en las habilidades mecánicas del conductor y su cobrador, y menos en las de los demás pasajeros. Para ser franco, no tenía ninguna fe. Empecé a impacientarme, algo que en Bangladés es completamente inútil.

Pasaron los minutos. Cuando llevábamos hora y media parados, ellos seguían intentándolo, los pasajeros seguían comentando, pero aquello no se movía. Así que agarré mi mochila y paré como pude un triciclo eléctrico que iba en dirección a Mymensingh. Me monté y seguí camino ante la estupefacción de mis compañeros de viaje.

Cuando estábamos llegando a destino, en el puente sobre el río Bramaputra, el autobús, mi autobús, nos adelantó. Habían logrado repararlo, habían seguido camino y habían llegado antes que yo.

Aparte de la rabia que me dio, me vinieron a la cabeza montones de reflexiones. Ningún pasajero se puso nervioso ni increpó al chófer o a la compañía. Todo el mundo entendía que las cosas pueden fallar o estropearse. Todo el mundo creyó que el problema se podía solucionar con sus propios medios. Todo el mundo sonreía y comentaba en la adversidad. Todo el mundo, menos yo.

Los misioneros recibimos lecciones de la gente a todas horas. A veces creemos que hemos venido a enseñar, pero la pura verdad es que hemos venido a aprender. Lo mejor que podemos hacer es abrir nuestros ojos y nuestro corazón a los cientos de mensajes que Dios nos manda cada día a través de estas fantásticas gentes.