Filipinas amarga - Alfa y Omega

Filipinas es un país que debería resultarnos interesante y querido por muchas razones, pero se sitúa fuera del radio de nuestra atención habitual. Sin embargo este archipiélago evangelizado por los españoles, el único país mayoritariamente católico de todo Extremo Oriente, atraviesa un momento dramático.

Diversas organizaciones defensoras de los derechos civiles, así como numerosos misioneros, han denunciado los macabros resultados de la guerra contra las drogas lanzada por el presidente Rodrigo Duterte. Se estima que unas 7.000 personas han sido asesinadas, mediante ejecuciones sumarias en plena calle, por el hecho de ser sospechosas de tráfico o consumo de drogas.

La Conferencia Episcopal ha publicado un durísimo comunicado en el que califica la situación como «reino del terror», y recuerda que la lacra de las drogas requiere fortalecer a las familias, invertir en educación y rehabilitar a los toxicómanos. Numerosas diócesis han puesto en marcha programas para proteger a las posibles víctimas de una ola justiciera verdaderamente delirante, que cuenta con el apoyo de los aparatos del Estado y con la comprensión de un amplio sector de la sociedad filipina. Esto último produce especial amargura a los obispos, en un país en el que han jugado un papel de referente moral en las diversas crisis nacionales desde la caída de la dictadura de Ferdinand Marcos.

La brutalidad casi obscena con la que se pronuncia y actúa Duterte no merece mucho más comentario. Desde su llegada al palacio de Malacañán los obispos han evitado caer en las provocaciones y responder a sus insultos, pero han recordado con valentía verdades que ahora resultan antipáticas de oír para una población harta de inseguridad y corrupción, que ha decidido poner su esperanza en un líder que gusta presentarse como una especie de pistolero.

Más allá del grave problema de futuro que está incubando la sociedad filipina, los obispos tienen que formularse preguntas severas: ¿Cuál es la capacidad educativa real de la Iglesia?, ¿hasta qué punto la religiosidad popular incide en la mentalidad del pueblo?, ¿acaso no se ha desarrollado un laicado maduro capaz de asumir protagonismo en la vida civil? Como ha dicho el presidente de la Conferencia, Sócrates Villegas, la Iglesia tiene que vivir esta encrucijada como un momento de purificación para volver a los orígenes, a lo que es esencial. Muchos esquemas están cayendo, es hora de una nueva misión.