Una sorpresa numérica - Alfa y Omega

No es uno de tantos barómetros de opinión, ni una encuesta como la famosa EPA que define el trascendental mapa del empleo en España. Es una contabilidad minuciosa de las Declaraciones de la Renta presentadas en 2016 y revela que casi el 35 % llevaban estampada la X en la casilla correspondiente a la Iglesia Católica. Eso significa que nueve millones de contribuyentes han apostado por esa realidad que muchos dibujan como un dinosaurio. Han decidido libre y voluntariamente que una parte (pequeña, desde luego) de sus impuestos se dedique a sostener sus actividades. En definitiva, han querido dar oxígeno a una labor tantas veces caricaturizada desde los medios.

Puede resultar una sorpresa, incluso para los mejor dispuestos. Más aún si pensamos que en los últimos diez años el apoyo expresado a la Iglesia a través de este gesto (tan frío, tan personal, tan supuestamente desapasionado) ha crecido de manera sostenida. Naturalmente, se puede y se debe argumentar el renovado esfuerzo de modernización y transparencia que ha desplegado la Iglesia en España a la hora de gestionar sus fondos y a la hora de solicitarlos a cada ciudadano. Todo eso, sin duda, ha ayudado, pero no es suficiente para explicar la aparente contradicción.

Nos hartamos de decir, no sin razón, que la secularización en España ha sido un movimiento vertiginoso, constantemente acelerado. Unos festejan, y otros deploran, la supuesta irrelevancia de la Iglesia en cuanto a la generación de cultura, y hasta se hacen bromas sobre la distancia afectiva y efectiva de la mayoría de los españoles respecto a su propuesta moral. Por otra parte, la lluvia ácida que ha sufrido la comunidad católica desde los principales medios y centros de cultura no puede dejar de afectar a su imagen pública. «E pur si muove», que diría el clásico.

Los resultados de la Asignación Tributaria no contradicen otros parámetros sociológicos que ponderan la condición de minoría del catolicismo consciente y comprometido en nuestro país, pero sí nos ayudan a entender que la realidad es más compleja de lo que manifiestan algunos esquemas simplistas. Tampoco relativizan las notorias debilidades del cuerpo eclesial: su escaso pulso misionero, la tendencia individualista de sus miembros, la falta de densidad cultural y la dificultad para articular un diálogo crítico. Todo eso no deja de ser una verdad dolorosa y acuciante por el hecho de que un 35 % de las declaraciones de la renta apoyen la actividad de la Iglesia.

Pero esta cifra sorprendente, unida a otros datos como la persistencia de las familias en solicitar Religión para sus hijos, la demanda de escuelas católicas concertadas o la participación en algunas manifestaciones de religiosidad popular, traza una paradoja que debemos contemplar con atención. En estos días hemos escuchado el lamento lúcido del obispo de Canarias preguntándose «qué le ha pasado a mi pueblo», tras el deplorable espectáculo del carnaval de Las Palmas; y ahora sabemos que un 35 % de españoles que declaran a Hacienda (si lo ampliamos al total, seguramente serían más) quieren que la Iglesia exista: quieren que esté viva en sus barrios, que pueda educar a los niños, atender a los pobres, quizás que diga una palabra contracorriente de las modas, que les recuerde su historia, que cure su desazón y señale la perspectiva del Infinito. Una buena porción de ellos quizás pisa raramente una iglesia (las encuestas, en este caso sí son tales, hablan de un 15 % de españoles que acuden a Misa los domingos) pero desean que el radio de la acción eclesial pueda alcanzarles, de algún modo. Quizás algunos, a pesar de su distancia personal respecto a la Iglesia, intuyen que cuando ella deja de hablar e iluminar se debilitan también los fundamentos de la vida común.

A mí me alegran estos datos de la Asignación Tributaria, no porque sean un bálsamo para la Iglesia en la difícil encrucijada que vive en España, sino porque aseguran los medios materiales para que la comunidad cristiana prosiga su aventura. Y porque revelan la necesidad de tantos de nuestros conciudadanos, a veces discreta, silenciosa, expresada en una humilde «x» que sólo ellos conocen que han marcado. Así se rompe la perversa espiral del silencio, que también afecta a la consideración pública de la Iglesia, y sale a la luz el agradecimiento de muchos por esa chispa de vida, de caridad e inteligencia, que misteriosamente acompaña siempre al testimonio cristiano, por imperfecto que sea.

Creo que estas cifras hablan de la complejidad de un país como el nuestro, en el que la Iglesia dista mucho de ser algo marginal y no debería ceder a la tentación de sentirse bajo asedio. Son números (aunque los números tengan una absurda mala fama entre los católicos) que desvelan el bien que la presencia cristiana supone en medio de la ciudad (también de la ciudad secularizada). Son en definitiva un acicate para vivir, cada uno en su ámbito, esa salida a la que nos urge sin cesar el Papa. Quizás nos están esperando muchos más de los que imaginamos.

José Luis Restán / Páginas Digital