Llamados a la vida eterna - Alfa y Omega

Llamados a la vida eterna

V Domingo de Cuaresma

Daniel A. Escobar Portillo
Resurrección de Lázaro, de Eduard von Gebhardt, en el Museo Kunstpalast de Düsseldorf

El Evangelio de este domingo relata las consecuencias de la resurrección de Cristo y su victoria sobre la muerte. Tras haber visto a Cristo como agua, prometiendo un agua que sacia para siempre la sed, y como luz, afirmando ser «la luz del mundo», hoy contemplamos a Jesús como «la resurrección y la vida». Estos tres aspectos han conformado durante siglos el núcleo del itinerario catequético de los que iban a ser bautizados en la noche de Pascua. Al igual que en las semanas anteriores se hablaba de dos tipos de agua y de luz, la física y la que trae Jesús, también hoy aparecen dos tipos de vida. Jesús devuelve la vida física a Lázaro. No obstante, a través de este signo, el último antes de que los sumos sacerdotes decidieran matarlo, nos muestra que posee una vida de índole superior a la meramente física. Ciertamente, el hombre huye de la muerte. Sin embargo, también somos conscientes de que una vida física sin fin no tendría sentido. Por una parte, comprendemos que no podemos esperar una prolongación infinita de la vida biológica y, por otra, deseamos una vida sin fin. Cuando el Señor afirma «yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá», alude a una vida de orden distinto y que supera la idea de una vida terrena interminable. El Evangelio de san Juan afirma: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). El Señor habla de la esencia de la vida, no de la duración ni de las condiciones físicas.

Jesús es la novedad absoluta, que irrumpe y derriba el muro de la muerte. Puesto que Cristo es vida eterna, la muerte no tiene dominio sobre él. La resurrección de Lázaro es signo de su señorío total sobre la muerte física. De hecho, Jesús considera la muerte como un sueño: «Lázaro, nuestro amigo, está dormido; voy a despertarlo». Del mismo modo que existe una vida física y la vida que nos trae el Señor, también existe otra muerte diversa de la física, la muerte espiritual. El pecado la provoca y para vencerla Cristo sufrió la cruz.

El reconocimiento como Señor

En el fragmento de este domingo es llamativa la fe de Marta. Cuando llega Jesús, le sale al encuentro y le dice: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá». Para entender esto, hemos de situarnos en el lugar de esta mujer. No es fácil conservar tal fe en circunstancias tan dolorosas, ya que el dolor y la tristeza son enormes. Marta es, pues, un ejemplo de confianza en Jesucristo. Al igual que la samaritana pedía el agua verdadera y el ciego de nacimiento confesaba su fe en el Señor, Marta también responde ante la pregunta que le plantea el Señor: «Yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios». Esta afirmación está reconociendo ya a Jesús como vencedor de la muerte. Y está en la línea de la aclamación Kyrie eleison del principio de la celebración eucarística. Para Marta, como para los cristianos, Jesús supera la imagen del maestro, del profeta o del ejemplo de moral. Es reconocido como Señor porque, con su pasión, muerte y resurrección, ha vencido a la muerte y, como Señor glorioso, es la vida y nos comunica esa vida verdadera a través de los sacramentos. Por eso, los primeros escritores cristianos llamaron a la Eucaristía medicina de inmortalidad. A través de ella se nos está dando la vida verdadera, que supera el tiempo y el espacio.

Evangelio / Juan 11, 3-7, 17.20-27.34-45

En aquel tiempo, las hermanas le mandaron recado a Jesús diciendo: «Señor, al que tú amas está enfermo». Jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no es para la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo se quedó todavía dos días donde estaba. Solo entonces dijo a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea». Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado.

Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá». Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día». Jesús le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?». Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo».

Jesús preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?». Le contestaron: «Señor, ven a verlo». Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!». Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que este muriera?». Jesús, conmovido de nuevo en su interior, llegó a la tumba. Era una cavidad cubierta con una losa. Dijo Jesús: «Quitad la losa». Marta, la hermana del muerto, le dijo: «Señor, ya huele mal porque lleva cuatro días». Jesús le replicó: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?». Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado». Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, sal afuera». El muerto salió, los pies y las manos atadas con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar».

Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.