Un gigante de la fe - Alfa y Omega

Un gigante de la fe

Alfa y Omega

«Abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible». No podía expresar mejor Benedicto XVI, en su homilía de la Misa de beatificación de su predecesor, el testimonio que, en primerísima persona, Juan Pablo II no dejó de dar, a lo largo de su vida y de su ministerio, de sus palabras en la Misa de inicio de su pontificado: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid, más aún, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Lo hizo, ciertamente, con la fuerza de un gigante, de un gigante de la fe, y esto hay que subrayarlo por encima de todo, porque encierra el secreto de su santidad. Lo dijo expresamente su sucesor: «Juan Pablo es Beato por su fe», que calificó de «fuerte y generosa, apostólica». ¿Y qué es la fe sino ese estar abrazado con Cristo crucificado, como se palpa en la imagen del Papa que ilustra este comentario, siguiendo ante el Santísimo su último vía crucis del Coliseo? ¿Quién, fuera de Dios, podría originar en quien Le abre de par en par todo su ser, como lo hizo Karol Wojtyla, fuerza tan gigantesca? Tan gigantesca fue, que cambió radicalmente de rumbo esa tendencia que podía parecer irreversible de las falsas esperanzas de un mundo sin Dios, en el marxismo del Este, como en la ideología del progreso de Occidente. Todos hemos podido ver, de sobra, a qué grado de destrucción del hombre conducen. Y hasta en la propia Iglesia, en aquellos años 70 del posconcilio, habían dejado las terribles secuelas del desánimo, la tristeza e incluso el miedo, pero ya estaban siendo derrotados, justamente, por ese grito insuperable, lleno de gozosa esperanza, de Juan Pablo II.

Benedicto XVI comenzaba su homilía evocando la Misa exequial del Papa polaco, seis años atrás en esa misma Plaza de San Pedro, que él mismo presidió cuando aún era cardenal, y afirmando que, «ya aquel día, percibíamos el perfume de su santidad». Quien iba a ser su sucesor iniciaba así su homilía: «Sígueme, dice el Señor resucitado a Pedro. Sígueme, esta palabra de Cristo es la llave para comprender el mensaje que viene de la vida de nuestro llorado y amado Juan Pablo II, cuyos restos mortales depositamos hoy en la tierra como semilla de inmortalidad, con el corazón lleno de tristeza pero también de gozosa esperanza y de profunda gratitud». Y dijo también: «Nuestro Papa –todos lo sabemos– no quiso nunca salvar su vida, tenerla para sí; quiso entregarse sin reservas, hasta el último momento, por Cristo y por nosotros. De esta forma pudo experimentar cómo todo lo que había puesto en manos del Señor retornaba de un modo nuevo…, y dio frescura nueva, actualidad nueva, atracción nueva al anuncio del Evangelio, también precisamente cuando éste es signo de contradicción».

Ya en aquel día, desde la Plaza de San Pedro, se gritaba también al mundo entero esa inversión de tendencia, esa victoria bien presente sobre la desesperanza, la tristeza y el miedo, que Juan Pablo II proclamó siempre con sus palabras y con su vida entera. La victoria –no hay que olvidarlo– está radicada en esa Cruz que nunca dejó de abrazar. Y así lo expresó el que iba a ser su sucesor: «Gracias a su profundo enraizamiento en Cristo, pudo llevar un peso que supera las fuerzas puramente humanas».

Fue ese enraizamiento en Cristo, justamente, su fe inquebrantable «como una roca», en expresión de Benedicto XVI el pasado domingo, lo que hizo de Juan Pablo II un auténtico gigante. Si llenó a la Iglesia y al mundo de la verdadera gozosa esperanza, si «aquella carga de esperanza que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para el cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza», como subrayó el Papa en la Misa de beatificación, ¿no fue acaso porque en él se cumplió, de modo extraordinario, la bienaventuranza de la fe?

El Todo tuyo de Juan Pablo II a María encontró una respuesta admirable en el don de la misma fe de la Madre. ¡Qué bien lo expresó el Papa evocando lo que dijo «a ella, que acababa de concebir a Jesús en su seno, santa Isabel: Dichosa tú, que has creído»! Porque «la bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes de María», y nos unimos de todo corazón a la alabanza con la que Benedicto XVI quiso concluir su homilía: «¡Dichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído!».

Y dichosos nosotros, si no dudamos en seguir, aunque sea a rastras con nuestra pobreza, los pasos de este auténtico gigante de la fe.