El legado imperecedero de un político católico - Alfa y Omega

El legado imperecedero de un político católico

El 19 de abril de 1967 fallecía Konrad Adenauer a la edad de 91 años. Prototipo del político católico contemporáneo, a la par que pragmático, encontró en la doctrina social de la Iglesia la referencia intelectual para desentrañar el horror de un nazismo que nunca dejó de acosarle y para sentar las bases de la futura Alemania occidental. Un ideario que fraguó recluido en una abadía benedictina

José María Ballester Esquivias
Konrad Adenauer a su llegada a la catedral de Reims, en Francia, donde se reunió con el presidente Charles de Gaulle en 1962. Foto: EFE/Kurt Rohwedder

Konrad Adenauer tenía, ante todo, dignidad. Lo demostró de modo especial el 21 de septiembre de 1949, fecha en que los representantes de las tres potencias de ocupación occidentales –Estados Unidos, Reino Unido y Francia– le traspasaron la mayor parte de sus poderes ejecutivos. No todos: la plena soberanía tendría que esperar hasta 1990. Quedaba así solemnizado el nacimiento de la República Federal de Alemania, de la que había sido elegido su primer canciller.

Tal y como cuenta Hagen Schulze en su Historia de Alemania, «para dejar bien claro cuál era la situación de la República Federal de Alemania, durante la ceremonia los tres representantes de los aliados iban a estar sobre una alfombra roja, mientras que la delegación alemana ocuparía un lugar junto a la alfombra».

El nuevo canciller, sin embargo, no podía aceptar el agravio, no tanto en su nombre como en el de una Alemania occidental en pleno proceso de desnazificación. Entonces, prosigue Schulze, «el nuevo canciller, legitimado democráticamente, […] caminó por la alfombra que se suponía no debía pisar». El mensaje era claro: el nuevo país no estaba dispuesto a ser un actor secundario.

Para entonces, Adenauer ya tenía 73 años y una vida pública muy densa que había alcanzado su punto álgido durante los 16 años (1917-1933) que ejerció como alcalde de Colonia, tres lustros que abarcaron la I Guerra Mundial, el final del imperio alemán y la República de Weimar. Una atalaya desde la que hizo gala de un temple –fueron años muy convulsos para el país– que le acompañó a lo largo de su vida pública.

De la reflexión a la actuación

Su principal baza en esa difícil travesía fue la fe católica que recibió de sus padres. En 1906 se adhirió orgulloso al Zentrumpartei, el partido creado en pleno apogeo bismarckiano por un catolicismo alemán políticamente minoritario pero que no estaba dispuesto a ser arrasado por el Kulturkampf (Lucha Cultural) del Canciller de Hierro.

El Zentrum logró hacerse un hueco en el tablero político hasta que la traición, entre otros, de Franz von Papen facilitó el acceso al poder de Adolf Hitler. Al nuevo régimen le faltó tiempo para apartar a sus adversarios y Adenauer fue destituido como alcalde de Colonia. Con todo, el nazismo iba a sacar, por supuesto indirectamente, lo mejor de Adenauer. Y en tres planos: el espiritual, el intelectual y el tocante al liderazgo político.

El precoz y sistemático acoso del nazismo hacia su persona le llevaron, tras dejar a su familia en un lugar seguro, a encontrar refugio en la abadía benedictina de Maria Laach en abril de 1933. Allí, sometido a la disciplina de la regla de san Benito, dedicó largas horas a leer y analizar las encíclicas sociales Rerum novarum y Quadragesimo anno. «Y no es exagerado decir», subraya su biógrafo Charles Williams, «que en ellas encontró el eco de lo que sentía como católico y una base intelectual de lo que serían sus futuras políticas».

Esa formación le sirvió, una vez abandonó la abadía, para perfilar sus conclusiones sobre el poder hitleriano: el nazismo, escribe en sus Memorias, era hijo del materialismo socialista y el pueblo alemán, bajo el impulso de esas ideas, «ha hecho del Estado un ídolo y lo ha elevado a los altares; y el individuo ha sacrificado su valor y dignidad en aras de este nuevo ídolo». De ahí que el nazismo no fuese sino «la consecuencia llevada al límite del poder y del desprecio hacia el individuo que deriva de esa ideología materialista».

Su conclusión, inapelable: «El concepto de supremacía, de omnipotencia del Estado, de su primacía sobre la dignidad y libertad del individuo es contrario a la ley natural de los cristianos, por lo que la existencia y el rango del individuo preceden al Estado». De la reflexión a la actuación.

Lo que los nazis no imaginaron era que cada una de sus actuaciones contra Adenauer antes –destrozo de su casa incluida– y durante la II Guerra Mundial –formó parte de los 5.000 detenidos tras el fracaso de la Operación Walkiria– era una forma de apuntalar su prestigio. En 1945 los americanos le repusieron como alcalde de Colonia –fue cesado por los ingleses que luego se arrepintieron– y el centroderecha alemán se reconstruyó en torno a su figura. El resto ya es historia: cuatro victorias electorales consecutivas, un milagro económico en la historia, reconciliación definitiva con Francia y primeros pasos de la unidad europea.