Antes vivían de la heroína, de la cocaína, del alcohol..., pero ahora viven de la mano generosa de Dios - Alfa y Omega

Antes vivían de la heroína, de la cocaína, del alcohol..., pero ahora viven de la mano generosa de Dios

«No tengáis miedo», «paz a vosotros», son las frases que más se repiten en los relatos de la Resurrección. La confianza y la paz acompañan a los que han experimentado a Jesucristo vivo y resucitado, a los que se fían de la Providencia

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Los miembros de la Comunidad del Cenáculo, en una de las casas que tienen en Lourdes. Foto: Comunidad del Cenáculo

Antes vivían de la heroína, de la cocaína, del alcohol y los porros…, pero ahora viven de la mano generosa de Dios. No les falta de nada y en cambio les sobra alegría, que comparten con todos aquellos que quieran conocer su testimonio, su recorrido vital.

Los chicos y chicas de la Comunidad del Cenáculo, antes presos de todo tipo de adicciones, llevan en su ADN la confianza en la Providencia desde que sor Elvira, hace 34 años, abriera para ellos una casa abandonada que le cedió el ayuntamiento de Saluzzo, en Italia. Hoy hay 60 casas en todo el mundo, y en todas ellas se respira aquella primera intuición que movió a la religiosa italiana: «Le lancé un desafío al Señor: “Tú eres Padre y yo te he encontrado, en tu esplendida paternidad. Yo voy donde Tú quieras, hago lo que Tú quieras, Tu voluntad, en cualquier momento que me la reveles. ¡Pero Tú muéstrales a estos hijos tuyos qué Padre eres!” Y así fue. Nunca nos desilusionó».

En el Cenáculo viven de la ayuda de los demás, aceptan comida y ropa, pero no dinero. «No vamos a comprar al supermercado, ni compramos comida ni vestido, estamos siempre a lo que nos llega. No podemos comprar nada aunque nos haga falta, y así nos damos cuenta de que Dios nos escucha y provee a nuestras necesidades», dice Carlos Fernández, responsable del Cenáculo en Tarragona.

«Comemos lo que Dios nos trae por medio de la gente, fruta, carne…, pero –aclara Carlos– la primera providencia son nuestras manos. Nosotros trabajamos todo el día, en el huerto, con los animales, en el bosque sacando leña para calentar la casa y el horno… No estamos esperando de brazos cruzados a que nos lleguen las cosas. Y en lo que no somos autosuficientes la gente nos ayuda». Además, no acumulan nada: si les dan algo que no les hace falta en ese momento, inmediatamente lo donan a otras casas, a albergues o comedores, o a religiosas que lo necesiten.

Lo que sana las heridas de los chicos es la oración: tres rosarios al día, adoración al Santísimo, Eucaristía, ayuno los viernes… Así empiezan a ver la vida de un modo distinto, a comprender también el valor de lo que tienen: «Estamos muy felices, vivimos con mucha libertad, con esfuerzo pero sin tantas cosas y sin pretensiones de ningún tipo», reconoce Carlos.

Una vez se quedaron sin sal para cocinar, «y a nadie se le ocurrió que pudiésemos necesitarla. Nos traían otras cosas, pero sal no. Comer sin sal es horrible, pero nos dimos cuenta de lo mucho que teníamos que valorarla. Cuando te falta algo, eso también es parte de la Providencia, porque te hace apreciar las cosas más pequeñas».

Decía sor Elvira: «Nunca pretendimos tener mermelada para el desayuno. Agradecíamos si había un poco de leche; pero si no había leche, se hacía té; si no había té se hacía una rica tisana. Los jóvenes nunca se quejaron, comieron pan y manzana como nosotras, nunca pretendieron nada porque en el fondo, el único deseo que tenían era volver a vivir, darle un sentido a la vida, creer en la vida».

Es lo que le pasó a Carlos. Después de once años en el Cenáculo, observa: «El mundo nos propone estudiar, hacer una carrera, ganar dinero, tener éxito, tener más trabajo, más dinero…, y cuando no lo consigues te frustras. Aquí me he dado cuenta de que todo eso no es tan necesario, con poder vivir es suficiente. Muchas cosas que creemos imprescindibles no son necesarias. Lo que realmente me hace falta es Dios, y todo lo demás se me dará por añadidura».

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