El futuro del mundo - Alfa y Omega

El futuro del mundo

Millones de jóvenes en todo el mundo siguieron con apasionado interés la presencia y la palabra del Papa en Toronto, a comienzos del verano, para la Jornada Mundial de la Juventud. Muchos de los que estuvieron y muchos más, jóvenes y mayores, que no pudieron estar nos han hecho llegar su interés por conocer los textos de las alocuciones del Santo Padre en sus viajes apostólicos del verano. Ofrecemos en este número de Documentos Alfa y Omega todos los textos, íntegros, de las visitas pastorales del Papa a Canadá, a Guatemala y a México, y a Polonia

Redacción
El Papa Juan Pablo II saluda a los peregrinos en la ceremonia de bienvenida en Toronto

Sal y luz para el mundo

Ceremonia de bienvenida. Aeropuerto internacional de Toronto (23 de julio)

Honorable señor primer ministro Jean Chrétien; amadísimos amigos canadienses:

Le agradezco profundamente, señor primer ministro, sus palabras de bienvenida y me siento muy honrado por la presencia del primer ministro de Ontario, del alcalde de la gran ciudad de Toronto, y de otros distinguidos representantes del Gobierno y de la sociedad civil. A todos les expreso sinceramente mi gratitud por haber aceptado favorablemente la idea de acoger la Jornada Mundial de la Juventud en Canadá, y por todo lo que se ha llevado a cabo para que se hiciese realidad.

Amadísimos canadienses, guardo vivos los recuerdos de mi primer viaje apostólico, en 1984, y de mi breve visita, en 1987, a los pueblos indígenas de la tierra de Denendeh. Esta vez solamente podré visitar Toronto. Desde este lugar saludo a todos los ciudadanos de Canadá. Os tengo presentes en mis oraciones de acción de gracias a Dios, que ha bendecido tan abundantemente vuestro vasto y espléndido país.

—Se están reuniendo aquí jóvenes de todas las partes del mundo para la Jornada Mundial de la Juventud. Con sus dones de inteligencia y corazón, representan el futuro del mundo. Pero también llevan los signos de una humanidad que con mucha frecuencia no conoce ni paz ni justicia.

Demasiadas vidas comienzan y terminan sin alegría, sin esperanza. Ésta es una de las principales razones de la Jornada Mundial de la Juventud. Los jóvenes se están reuniendo para comprometerse, con la fuerza de su fe en Jesucristo, a servir a la gran causa de la paz y la solidaridad humana. ¡Gracias, Toronto! ¡Gracias, Canadá, por la acogida que les brindas con los brazos abiertos!

—En la versión francesa de vuestro himno nacional, Oh Canadá, cantáis: «Dado que tu brazo sabe blandir la espada, sabe llevar la cruz…». Los canadienses son herederos de un humanismo extraordinariamente rico, gracias a la fusión de muchos elementos culturales diversos. Pero el núcleo de vuestra herencia es la visión espiritual y trascendente de la vida, basada en la Revelación cristiana, que ha dado un impulso vital a vuestro desarrollo de sociedad libre, democrática y solidaria, reconocida en todo el mundo como paladina de los derechos humanos y de la dignidad humana.

Bienvenida de los jóvenes a Juan Pablo II, en el Exibition Place, Toronto (25 de julio)

—En un mundo de grandes tensiones éticas y sociales, y de confusión con respecto a la finalidad misma de la vida, los canadienses tienen un tesoro incomparable para ofrecerlo como su contribución. Sin embargo, deben conservar lo que es profundo, bueno y válido en su herencia. Pido a Dios que la Jornada Mundial de la Juventud brinde a todos los canadienses una oportunidad para recordar los valores que son esenciales para una vida buena y para la felicidad humana.

Señor Primer Ministro; ilustres autoridades; queridos amigos, ¡ojalá que el lema de la Jornada Mundial de la Juventud resuene para todo el país, recordando a cada cristiano la tarea de ser sal de la tierra y luz del mundo!

¡Dios os bendiga! ¡Dios bendiga a Canadá!

El hombre está hecho para la felicidad

Fiesta de acogida de los jóvenes. Toronto, Exhibition Place (25 de julio)

Queridos jóvenes amigos:

Os habéis reunido en Toronto, procedentes de los cinco continentes, para celebrar vuestra Jornada Mundial. Os dirijo mi saludo gozoso y cordial. He esperado con ilusión este encuentro, mientras desde las diversas regiones llegaban a mi escritorio, en el Vaticano, los ecos consoladores de las múltiples iniciativas que han marcado vuestro camino hasta hoy. Y a menudo, aun sin conoceros, os he presentado uno a uno al Señor en la oración: Él os conoce desde siempre y os ama personalmente. Saludo con afecto fraterno a los señores cardenales y obispos que os acompañan, en particular a monseñor Jacques Berthelet, Presidente de la Conferencia Episcopal de Canadá, al cardenal Aloysius Ambrozic, arzobispo de esta ciudad, y al cardenal James Francis Stafford, Presidente del Consejo Pontificio para los Laicos. A todos digo: que el trato personal con vuestros pastores os ayude a descubrir cada vez más y a gustar la belleza de la Iglesia vivida como comunión misionera.

—Al escuchar la larga lista de los países de donde procedéis, hemos dado juntos la vuelta al mundo. En cada uno de vosotros he visto el rostro de vuestros coetáneos, con los que me he encontrado a lo largo de mis viajes apostólicos, y a los que de alguna manera representáis vosotros aquí. Os he imaginado en camino a la sombra de la cruz del Jubileo en esta gran peregrinación juvenil que, pasando de continente en continente, quiere estrechar al mundo entero en un abrazo de fe y esperanza.

Hoy esta peregrinación hace etapa aquí, a las orillas del lago Ontario, que a nosotros nos recuerda otro lago, el de Tiberíades, a cuya orilla el Señor Jesús hizo una propuesta fascinante a los primeros discípulos, algunos de los cuales eran probablemente jóvenes como vosotros (cf. Jn 1, 35-42).

—El Papa ha venido desde Roma para escuchar de nuevo con vosotros la palabra de Jesús, que también hoy, como sucedió con los discípulos en aquel día lejano, puede hacer arder el corazón de un joven y motivar toda su existencia. Por eso, os invito a hacer de las diversas actividades de la Jornada Mundial, apenas comenzada, un tiempo privilegiado en el que cada uno de vosotros, queridos jóvenes, se ponga a la escucha del Señor, con corazón disponible y generoso, para convertirse en sal de la tierra y luz del mundo.

Queridos jóvenes de España y América Latina, os saludo con cariño. Recordad el camino de felicidad que Jesús os anuncia en el Evangelio. A vosotros y a los obispos que os acompañan os saludo con afecto.

Saludo también a los jóvenes de lengua portuguesa y a todos os deseo la felicidad y el bien de las Bienaventuranzas. Saludo con alegría y afecto a los jóvenes italianos acompañados de sus obispos. Finalmente, saludo a mis compatriotas que han venido de Polonia a Toronto.

Vista aérea de los jóvenes con el Papa junto al lago Tiberiades, en Galilea. Año Santo 2000

Discurso del Santo Padre

Queridos jóvenes:

Lo que acabamos de escuchar es la Carta magna del cristianismo: la página de las Bienaventuranzas. Hemos vuelto a ver, con los ojos del corazón, la escena de entonces. Una multitud de personas se agolpa en torno a Jesús en la montaña: hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos, llegados de Galilea, pero también de Jerusalén, de Judea, de las ciudades de la Decápolis, de Tiro y Sidón. Todos están a la espera de una palabra, de un gesto que les dé consuelo y esperanza.

El mapa de la felicidad

También nosotros nos hallamos reunidos aquí, esta tarde, para ponernos a la escucha del Señor. Os miro con gran afecto: venís de las diversas regiones de Canadá, de Estados Unidos, de América central, de América del sur, de Europa, de África, de Asia y de Oceanía. He escuchado vuestras voces jubilosas, vuestros gritos, vuestros cantos, y he percibido las profundas expectativas que laten en vuestro corazón: ¡queréis ser felices!

Queridos jóvenes, son numerosas y atractivas las propuestas que se os presentan desde todas partes: muchos os hablan de una alegría que se puede obtener con el dinero, con el éxito, con el poder. Sobre todo os hablan de una alegría que coincide con el placer superficial y efímero de los sentidos.

—Queridos amigos, a vuestro anhelo joven de ser felices, el anciano Papa responde con una palabra que no es suya. Es una palabra que resonó hace dos mil años. La acabamos de escuchar esta tarde: Bienaventurados… La palabra clave de la enseñanza de Jesús es un anuncio de alegría: Bienaventurados…

El hombre está hecho para la felicidad. Por tanto, vuestra sed de felicidad es legítima. Cristo tiene la respuesta a vuestra expectativa. Con todo, os pide que os fiéis de Él. La alegría verdadera es una conquista, que no se logra sin una lucha larga y difícil. Cristo posee el secreto de la victoria. Ya conocéis los antecedentes. Los narra el libro del Génesis: Dios creó al hombre y a la mujer en un paraíso, el Edén, porque quería que fueran felices. Por desgracia, el pecado trastornó sus proyectos iniciales. Dios no se resignó a esta derrota. Envió a su Hijo a la tierra para devolver al hombre la perspectiva de un cielo aún más hermoso. Dios se hizo hombre —como subrayaron los Padres de la Iglesia— para que el hombre pudiera llegar a ser Dios. Éste es el cambio decisivo que la Encarnación imprimió a la historia humana.

—¿Dónde está la lucha? La respuesta nos la da Cristo mismo. San Pablo escribió: «Siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que (…) tomando condición de siervo (…), se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte» (Flp 2, 6-8). Fue una lucha hasta la muerte. Cristo la libró no por sí, sino por nosotros. De aquella muerte ha brotado la vida. La tumba del Calvario se ha convertido en la cuna de la Humanidad nueva en camino hacia la felicidad verdadera.

El Sermón de la montaña traza el mapa de este camino. Las ocho Bienaventuranzas son las señales de tráfico que indican la dirección que es preciso seguir. Es un camino en subida, pero Jesús lo ha recorrido primero. Y Él está dispuesto a recorrerlo de nuevo con vosotros. Un día dijo: «El que me siga no caminará en la oscuridad» (Jn 8, 12). En otra circunstancia añadió: «Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado» (Jn 15, 11).

Caminando con Cristo es como se puede conquistar la alegría, la verdadera alegría. Precisamente por esta razón Él os ha dirigido también hoy un anuncio de alegría: Bienaventurados…

Acogiendo ahora su cruz gloriosa, la cruz que ha recorrido, juntamente con los jóvenes, los caminos del mundo, dejad que resuene en el silencio de vuestro corazón esta palabra consoladora y exigente: Bienaventurados…

(Después de que los jóvenes llevaron en procesión la cruz de la Jornada Mundial, Juan Pablo II continuó con su discurso.)

—Reunidos en torno a la cruz del Señor, contemplémoslo a Él: Jesús no se limitó a proclamar las Bienaventuranzas; también las vivió. Al repasar su vida, releyendo el evangelio, quedamos admirados: el más pobre de los pobres, el ser más manso entre los humildes, la persona de corazón más puro y misericordioso es precisamente Él, Jesús. Las Bienaventuranzas no son más que la descripción de un rostro, su Rostro.

Al mismo tiempo, las Bienaventuranzas describen al cristiano: son el retrato del discípulo de Jesús, la fotografía del hombre que ha acogido el reino de Dios y quiere sintonizar su vida con las exigencias del Evangelio. A este hombre Jesús se dirige llamándolo bienaventurado.

La alegría que las Bienaventuranzas prometen es la alegría misma de Jesús: una alegría buscada y encontrada en la obediencia al Padre y en la entrega a los hermanos.

—Jóvenes de Canadá, de América y de todas las partes del mundo, mirando a Jesús podéis aprender lo que significa ser pobres de espíritu, mansos y misericordiosos; lo que significa buscar la justicia, ser limpios de corazón, artífices de paz. Con la mirada fija en Él, podéis descubrir la senda del perdón y de la reconciliación en un mundo a menudo presa de la violencia y del terror. Durante el año pasado hemos experimentado con dramática evidencia el rostro trágico de la malicia humana. Hemos visto lo que sucede cuando reinan el odio, el pecado y la muerte.

Pero hoy la voz de Jesús resuena en medio de nuestra asamblea. Su voz es voz de vida, de esperanza y de perdón; es voz de justicia y de paz. ¡Escuchémosla! Escuchemos la voz de Jesús.

—Queridos amigos, la Iglesia hoy os mira a vosotros con confianza, y espera que os convirtáis en el pueblo de las Bienaventuranzas.

Bienaventurados vosotros, si sois, como Jesús, pobres de espíritu, buenos y misericordiosos; si sabéis buscar lo que es justo y recto; si sois limpios de corazón, artífices de paz; si amáis y servís a los pobres. ¡Bienaventurados vosotros!

Sólo Jesús es el verdadero Maestro; sólo Jesús presenta un mensaje que no cambia, sino que responde a las expectativas más profundas del corazón del hombre, porque sólo Él sabe lo que hay en el hombre (Jn 2, 25). Él sabe lo que hay en el hombre, en su corazón. Hoy Él os llama a ser sal y luz del mundo, a escoger la bondad, a vivir en la justicia, a ser instrumentos de amor y de paz. Su llamada siempre ha exigido elegir entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte. La misma invitación se dirige hoy a vosotros, que estáis aquí, a las orillas del lago Ontario.

—¿Qué llamada elegirán seguir los centinelas del mañana? Creer en Jesús significa aceptar lo que dice, aunque vaya en contra de lo que dicen los demás. Significa rechazar las seducciones del pecado, por más atractivas que sean, y seguir el camino exigente de las virtudes evangélicas.

Jóvenes, escuchadme, responded al Señor con corazón fuerte y generoso. Él cuenta con vosotros. No lo olvidéis: Cristo os necesita para realizar su proyecto de salvación. Cristo necesita vuestra juventud y vuestro generoso entusiasmo para hacer que resuene su anuncio gozoso en el nuevo milenio. Responded a su llamada poniendo vuestra vida al servicio de Él en los hermanos. Fiaos de Cristo, porque Él se fía de vosotros.

Una imagen de Nueva York en el terrible 11 de septiembre de 2001

—Señor Jesucristo,
proclama una vez más
tus Bienaventuranzas
ante estos jóvenes
reunidos en Toronto
para su Jornada Mundial.
Mira con amor
y escucha estos corazones jóvenes
que están dispuestos a
arriesgar su futuro por Ti.
Tú los has llamado a ser
sal de la tierra y luz del mundo.
Sigue enseñándoles
la verdad y la belleza
de las perspectivas que anunciaste
en la Montaña.
Transfórmalos en hombres y mujeres
de las Bienaventuranzas.
Que brille en ellos
la luz de tu sabiduría,
de forma que con
sus palabras y obras
sepan difundir en el mundo
la luz y la sal del Evangelio.
Haz que toda su vida sea
un reflejo luminoso de Ti,
que eres la Luz verdadera,
que vino a este mundo,
para que quien crea en Ti no muera,
sino que tenga la vida eterna
(cf. Jn 3, 16).

María, mardre y maestra

Ángelus. Morrow Park, Casa madre de las Religiosas de San José (27 de julio)

Queridas hermanas:

Os agradezco vivamente la hospitalidad que me brindáis con ocasión de mi presencia en Toronto para la celebración de la XVII Jornada Mundial de la Juventud. Sé cuánto han colaborado las Religiosas de San José, juntamente con muchos otros religiosos y religiosas, en la preparación de este gran acontecimiento y en la acogida de los jóvenes del mundo: a todos y a cada uno expreso mi más viva gratitud.

Vuestra congregación acaba de celebrar sus 150 años de vida: juntamente con vosotras bendigo al Señor, que ha obrado maravillas a través de la entrega, el sacrificio y el servicio humilde y oculto de tantas Religiosas de San José, y le pido que siga asistiéndoos con su gracia y el don de su Espíritu, en vuestro esfuerzo por poner en manos de Dios lo que sois y lo que seréis, con una constante disponibilidad a ser enviadas, como Jesús, a servir a los demás.

María, esposa de José, sea para vosotras Madre y Maestra de vida y santidad.

Cristo crucificado, Velázquez. Museo del Prado, Madrid

La ciudad de Dios, en la ciudad del hombre

Vigilia de oración. Toronto, Parque Downsview (27 de julio)

Queridos jóvenes del mundo, queridos amigos; querido pueblo de las Bienaventuranzas:

Os saludo a todos con afecto en nombre del Señor. Me alegra encontrarme de nuevo con vosotros, después de los días de catequesis, de reflexión, de participación y de fiesta que habéis vivido. Nos acercamos a la fase conclusiva de vuestra Jornada Mundial, que culminará mañana con la celebración de la Eucaristía.

En vosotros, congregados en Toronto desde los cuatro ángulos de la tierra, la Iglesia ve su futuro y encuentra la llamada a la juventud con que el Espíritu de Cristo continuamente la enriquece. El entusiasmo y la alegría que manifestáis son signo de vuestro amor al Señor y de vuestro anhelo de servirlo en la Iglesia y en los hermanos.

—En los días pasados, en Wadowice, mi ciudad natal, tuvo lugar el III Foro internacional de jóvenes, que ha reunido católicos, greco-católicos y ortodoxos provenientes de Polonia y de Europa del este. Hoy, además, han llegado hasta allí millares de jóvenes de toda Polonia para unirse a nosotros a través de la televisión, y vivir juntos esta Vigilia de oración. Permitidme que les salude en polaco.

Saludo a los jóvenes de lengua polaca, que en tan gran número han venido aquí desde nuestra patria y de los demás países del mundo, así como a los miles de jóvenes que se han congregado en Wadowice de toda Polonia y de los países de la Europa del este, para vivir juntamente con nosotros esta Vigilia de oración. A todos deseo que estos días les traigan abundantes frutos de generoso impulso en la adhesión a Cristo y a su Evangelio.

Queridos jóvenes amigos, os agradezco vuestra presencia en Toronto, os abrazo de corazón y siempre pido por vosotros, para que ahora y siempre seáis la sal de la tierra y la luz del mundo.

Saludo con afecto a los jóvenes italianos aquí presentes y a todos los que, desde Italia, se unen a nosotros a través de la televisión. Juntamente con los jóvenes, que en las diversas partes del planeta participan de varios modos en esta Jornada de la Juventud, queremos abarcar el mundo con un abrazo de fe y de amor, para proclamar nuestra fe en Cristo, amigo fiel que ilumina el camino de todo hombre.

—Durante la Vigilia de esta noche acogeremos la cruz de Cristo, testimonio del amor de Dios a la Humanidad. Aclamaremos al Señor resucitado, luz que brilla en las tinieblas. Oraremos con los Salmos, repitiendo las mismas palabras que pronunció Jesús cuando se dirigía al Padre a lo largo de su vida terrena. Constituyen aún hoy la oración de la Iglesia. Por último, escucharemos la palabra del Señor, lámpara para nuestros pasos, luz en nuestro sendero (cf. Sal 119, 105).

Os invito a ser portavoces de los jóvenes del mundo, de sus alegrías, desilusiones y esperanzas. Mirad a Jesús, el que vive, y repetidle la súplica de los Apóstoles: «Señor, enséñanos a orar». La oración será como la sal que da sabor a vuestra existencia y os orienta hacia Él, Luz verdadera de la Humanidad.

Uno de tantos espejismos del mundo actual

Discurso del Santo Padre

Queridos jóvenes:

Cuando, en el ya lejano 1985, quise poner en marcha las Jornadas Mundiales de la Juventud, tenía en el corazón las palabras del apóstol san Juan que acabamos de escuchar esta noche: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida (…) os lo anunciamos también a vosotros» (cf. 1 Jn 1, 1-3). E imaginaba las Jornadas Mundiales como un momento fuerte en el que los jóvenes del mundo pudieran encontrarse con Cristo, el eternamente joven, y aprender de Él a ser los evangelizadores de los demás jóvenes.

Esta noche, juntamente con vosotros, bendigo y doy gracias al Señor por el don que ha hecho a la Iglesia a través de las Jornadas Mundiales de la Juventud. Millones de jóvenes han participado en ellas, sacando motivaciones de compromiso y testimonio cristiano. Os doy las gracias en particular a vosotros, que, aceptando mi invitación, os habéis reunido aquí, en Toronto, para «contar al mundo vuestra alegría de haber encontrado a Jesucristo, vuestro deseo de conocerlo cada vez mejor, vuestro compromiso de anunciar el Evangelio de salvación hasta los últimos confines de la tierra» (Mensaje para la XVII Jornada Mundial de la Juventud, n. 5).

Sólo sobre Cristo se puede construir

—El nuevo milenio se ha inaugurado con dos escenarios contrapuestos: el de la multitud de peregrinos que acudieron a Roma durante el gran Jubileo para cruzar la Puerta Santa que es Cristo, Salvador y Redentor del hombre; y el del terrible atentado terrorista de Nueva York, icono de un mundo en el que parece prevalecer la dialéctica de la enemistad y el odio.

La pregunta que se impone es dramática: ¿sobre qué bases es preciso construir la nueva época histórica que surge de las grandes transformaciones del siglo XX? ¿Será suficiente apostar por la revolución tecnológica actual, que parece regulada únicamente por criterios de productividad y eficiencia, sin ninguna referencia a la dimensión religiosa del hombre, y sin un discernimiento ético universalmente compartido? ¿Está bien contentarse con respuestas provisionales a los problemas de fondo y dejar que la vida quede a merced de impulsos instintivos, de sensaciones efímeras, de entusiasmos pasajeros?

Vuelve la misma pregunta: ¿sobre qué bases, sobre qué certezas es preciso construir la propia existencia y la de la comunidad a la que se pertenece?

—Queridos amigos, vosotros lo sentís instintivamente dentro de vosotros, en el entusiasmo de vuestra edad juvenil, y lo afirmáis con vuestra presencia aquí esta noche: sólo Cristo es la piedra angular sobre la que es posible construir sólidamente el edificio de la propia existencia. Sólo Cristo, conocido, contemplado y amado, es el amigo fiel que no defrauda, que se hace compañero de camino y cuyas palabras hacen arder el corazón (cf. Lc 24, 13-35). El siglo XX a menudo pretendió prescindir de esa piedra angular, intentando construir la ciudad del hombre sin hacer referencia a Él, y acabó por edificarla de hecho contra el hombre. Pero los cristianos lo saben: no se puede rechazar o marginar a Dios, sin correr el riesgo de humillar al hombre.

—La expectativa, que la Humanidad va cultivando entre tantas injusticias y sufrimientos, es la de una nueva civilización marcada por la libertad y la paz. Pero para esa empresa se requiere una nueva generación de constructores que, movidos no por el miedo o la violencia, sino por la urgencia de un amor auténtico, sepan poner piedra sobre piedra para edificar, en la ciudad del hombre, la ciudad de Dios.

Queridos jóvenes, permitidme que os manifieste mi esperanza: esos constructores debéis ser vosotros. Vosotros sois los hombres y las mujeres del mañana; en vuestro corazón y en vuestras manos se encuentra el futuro. A vosotros Dios encomienda la tarea, difícil pero entusiasmante, de colaborar con Él en la edificación de la civilización del amor.

—Hemos escuchado en la Carta de san Juan —el Apóstol más joven y, tal vez por eso, el más amado por el Señor— que «Dios es luz y en Él no hay tinieblas» (1 Jn 1, 5). Sin embargo, a Dios nadie lo ha visto, observa san Juan. Es Jesús, el Hijo unigénito del Padre, quien nos lo ha revelado (cf. Jn 1, 18). Pero si Jesús ha revelado a Dios, ha revelado la luz. En efecto, con Cristo vino al mundo «la luz verdadera, la que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9).

Queridos jóvenes, dejaos conquistar por la luz de Cristo, y difundidla en el ambiente en que vivís. «La luz de la mirada de Jesús —dice el Catecismo de la Iglesia católica— ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a verlo todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres» (n. 2715).

En la medida en que vuestra amistad con Cristo, vuestro conocimiento de su misterio, vuestra entrega a Él, sean auténticos y profundos, seréis hijos de la luz y os convertiréis, también vosotros, en luz del mundo. Por eso, os repito las palabras del Evangelio: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16).

—Esta noche el Papa, juntamente con vosotros, jóvenes de los diversos continentes, reafirma la fe que sostiene la vida de la Iglesia: Cristo es la Luz de los pueblos; Él ha muerto y resucitado para devolver a los hombres, que caminan en la Historia, la esperanza de la eternidad. Su Evangelio no menoscaba lo humano: todo valor auténtico, en cualquier cultura donde se manifieste, es acogido y asumido por Cristo. El cristiano, consciente de ello, no puede por menos de sentir vibrar en su interior el arrojo y la responsabilidad de convertirse en testigo de la luz del Evangelio.

Precisamente por eso, os digo esta noche: haced que resplandezca la luz de Cristo en vuestra vida. No esperéis a tener más años para aventuraros por la senda de la santidad. La santidad es siempre joven, como es eterna la juventud de Dios.

Comunicad a todos la belleza del encuentro con Dios, que da sentido a vuestra vida. Que nadie os gane en la búsqueda de la justicia, en la promoción de la paz, en el compromiso de fraternidad y solidaridad.

¡Cuán hermoso es el canto que ha resonado en estos días:

«Luz del mundo, sal de la tierra.
Sed para el mundo el rostro del amor.
Sed para la tierra el reflejo de su luz»!

Es el don más hermoso y valioso que podéis hacer a la Iglesia y al mundo. El Papa os acompaña, como sabéis, con su oración y con una afectuosa bendición.

—Quisiera saludar una vez más a los jóvenes de lengua polaca.

Queridos jóvenes, amigos míos, os agradezco vuestra presencia en Toronto, en Wadowice y en cualquier lugar donde estéis espiritualmente unidos con los jóvenes del mundo que viven su XVII Jornada Mundial. Os quiero asegurar que constantemente os abrazo a cada uno y cada una de vosotros con el corazón y con la oración, pidiendo a Dios que seáis la sal y la luz de la tierra ahora y en la vida adulta. Dios os bendiga.

Vigilia de oración en Downsview Park, Toronto (27 de julio)

Sólo Jesús tiene palabras de vida eterna

Homilía. Toronto, Parque Downsview (28 de julio)

Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13-14). Amadísimos jóvenes de la XVII Jornada Mundial de la Juventud; amadísimos hermanos y hermanas:

En una montaña, cerca del lago de Galilea, los discípulos de Jesús escuchaban su voz suave y apremiante: suave como el paisaje mismo de Galilea, apremiante como una llamada a elegir entre la vida y la muerte, entre la verdad y la mentira. El Señor pronunció entonces palabras de vida que resonarían para siempre en el corazón de los discípulos.

Hoy os dice esas mismas palabras a vosotros, jóvenes de Toronto, de Ontario y de todo Canadá, de Estados Unidos, del Caribe, de la América de lengua española y portuguesa, de Europa, de África, de Asia y de Oceanía. Escuchad la voz de Jesús en lo más íntimo de vuestro corazón. Sus palabras os dicen quiénes sois como cristianos. Os enseñan qué debéis hacer para permanecer en su amor.

—Jesús ofrece una cosa; el espíritu del mundo ofrece otra. En la lectura de hoy, tomada de la carta a los Efesios, san Pablo afirma que Jesús nos lleva de las tinieblas a la luz (cf. Ef 5, 8). Tal vez el gran Apóstol estaba pensando en la luz que lo había cegado a él, el perseguidor de los cristianos, en el camino de Damasco. Cuando recobró la vista, ya nada era como antes. Pablo había renacido y ya nada podía quitarle la alegría que le había inundado el alma.

También vosotros, queridos jóvenes, estáis llamados a ser transformados. «Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo» (Ef 5, 14), dice también san Pablo.

El espíritu del mundo ofrece muchos espejismos, muchas parodias de la felicidad. Quizá no haya tiniebla más densa que la que se introduce en el alma de los jóvenes cuando falsos profetas apagan en ellos la luz de la fe, de la esperanza y del amor. El engaño más grande, la mayor fuente de infelicidad es el espejismo de encontrar la vida prescindiendo de Dios, de alcanzar la libertad excluyendo las verdades morales y la responsabilidad personal.

—El Señor os invita a elegir entre estas dos voces, que compiten por conquistar vuestra alma. Esta elección es la esencia y el desafío de la Jornada Mundial de la Juventud. ¿Para qué habéis venido desde todas las partes del mundo? Para decir juntos a Cristo: «Señor, ¿a quién iremos?» (Jn 6, 68). ¿Quién, quién tiene palabras de vida eterna? Jesús, el amigo íntimo de cada joven, tiene palabras de vida.

Lo que heredaréis es un mundo que tiene necesidad urgente de un renovado sentido de fraternidad y solidaridad humana. Es un mundo que necesita ser tocado y curado por la belleza y la riqueza del amor de Dios. El mundo actual necesita testigos de ese amor. Necesita que vosotros seáis la sal de la tierra y la luz del mundo.

El mundo os necesita; el mundo necesita la sal, os necesita como sal de la tierra y luz del mundo.

—La sal se usa para conservar y mantener sanos los alimentos. Como apóstoles del tercer milenio, os corresponde a vosotros conservar y mantener viva la conciencia de la presencia de Jesucristo, nuestro Salvador, de modo especial en la celebración de la Eucaristía, memorial de su muerte redentora y de su gloriosa resurrección. Debéis mantener vivo el recuerdo de las palabras de vida que pronunció, de las espléndidas obras de misericordia y de bondad que realizó. Debéis constantemente recordar al mundo que «el Evangelio es fuerza de Dios que salva» (cf. Rm 1, 16). La sal condimenta y da sabor a la comida. Siguiendo a Cristo, debéis cambiar y mejorar el sabor de la historia humana. Con vuestra fe, esperanza y amor, con vuestra inteligencia, valentía y perseverancia, debéis humanizar el mundo en que vivimos. El modo para alcanzarlo lo indicaba ya el profeta Isaías en la primera lectura de hoy: «Suelta las cadenas injustas, (…) parte tu pan con el hambriento (…) Cuando destierres de ti el gesto amenazador y la maledicencia, (…) brillará tu luz en las tinieblas» (cf. Is 58, 6-10).

—Una llama ligera que arde rompe la pesada cubierta de la noche. ¡Cuánta más luz podréis producir vosotros, todos juntos, si os unís en la comunión de la Iglesia! Si amáis a Jesús, amad a la Iglesia. No os desalentéis por las culpas y faltas de alguno de sus hijos. El daño que han hecho algunos sacerdotes y religiosos, a personas jóvenes o frágiles nos llena a todos de un profundo sentido de tristeza y vergüenza. Pero pensad en la gran mayoría de sacerdotes y religiosos, generosamente comprometidos, cuyo único deseo es servir y hacer el bien. Hoy se encuentran aquí muchos sacerdotes, seminaristas y personas consagradas: estad cerca de ellos y sostenedlos. Y si escucháis que resuena en lo más íntimo de vuestro corazón esa misma llamada al sacerdocio o a la vida consagrada, no tengáis miedo de seguir a Cristo por el camino real de la cruz. En los momentos difíciles de la historia de la Iglesia, el deber de la santidad resulta aún más urgente. Y la santidad no es cuestión de edad. La santidad es vivir en el Espíritu Santo, como hicieron Catalina Tekakwitha, aquí en América, y muchísimos otros jóvenes.

Vosotros sois jóvenes, y el Papa es anciano; 82 u 83 años de vida no es lo mismo que 22 o 23. Pero aún se identifica con vuestras expectativas y vuestras esperanzas. Jóvenes de espíritu, jóvenes de espíritu. Aunque he vivido entre muchas tinieblas, bajo duros regímenes totalitarios, he visto lo suficiente para convencerme de manera inquebrantable de que ninguna dificultad, ningún miedo es tan grande como para ahogar completamente la esperanza que brota eterna en el corazón de los jóvenes.

Vosotros sois nuestra esperanza, los jóvenes son nuestra esperanza. No dejéis que muera esa esperanza. Apostad vuestra vida por ella. Nosotros no somos la suma de nuestras debilidades y nuestros fracasos; al contrario, somos la suma del amor del Padre a nosotros y de nuestra capacidad real de llegar a ser imagen de su Hijo.

Concluyo con una oración.

La Virgen y el Niño, Quentin Metsys, tabla flamenca del siglo XVI

—Señor Jesucristo, conserva a estos jóvenes en tu amor.
Haz que oigan tu voz
y crean en lo que dices,
porque sólo Tú tienes
palabras de vida eterna.
Enséñales cómo profesar su fe,
cómo dar su amor,
cómo comunicar su esperanza
a los demás.
Hazlos testigos convincentes
de tu Evangelio,
en un mundo que tanto necesita
de tu gracia que salva.
Haz de ellos el nuevo pueblo
de las Bienaventuranzas,
para que sean la sal de la tierra
y la luz del mundo
al inicio del tercer milenio cristiano.
María, Madre de la Iglesia,
protege y guía
a estos muchachos y muchachas
del siglo XXI.
Abrázalos a todos
en tu corazón materno.
Amén.

Ahora que nos despedimos, no nos separemos de Cristo

Ángelus. Toronto, Parque Downsview (28 de julio)

Concluimos esta espléndida celebración eucarística con el rezo del Ángelus a María, Madre del Redentor.

A ella le encomiendo los frutos de esta Jornada Mundial de la Juventud, para que asegure su eficacia en el tiempo. Quiera Dios que este encuentro marque un despertar de la pastoral juvenil en Canadá. Que el entusiasmo de este momento sea la chispa necesaria para poner en marcha una nueva etapa de testimonio evangélico dinámico.

Deseo, además, anunciar oficialmente que la próxima Jornada Mundial de la Juventud se celebrará en el año 2005 en Colonia, Alemania. En la imponente catedral de Colonia se venera la memoria de los Magos, los sabios que llegaron de Oriente siguiendo la estrella que los condujo a Cristo. Como peregrinos, vuestro camino hacia Colonia comienza hoy. Cristo os espera allí para la celebración de la XX Jornada Mundial de la Juventud.

Os acompañe la Virgen María, Madre nuestra en la peregrinación de la fe.

(Después del Ángelus, el Papa añadió los siguientes saludos:)

Doy vivamente las gracias a cuantos han contribuido al éxito de esta XVII Jornada Mundial de la Juventud: a los ciudadanos de Toronto, a los voluntarios, a la policía, a los bomberos, al alcalde y a las diversas autoridades del Gobierno canadiense.

Saludo cordialmente a las demás Iglesias y comunidades cristianas aquí representadas, así como a los seguidores de otras tradiciones religiosas.

Deseo a todos los participantes que los propósitos suscitados por estas jornadas de fe y de fiesta se transformen en frutos abundantes de testimonio y servicio. Que el recuerdo de Toronto entre a formar parte del tesoro de vuestra vida.

Expreso mi gratitud en particular al cardenal Aloysius Ambrozic, arzobispo de Toronto, a la Conferencia Episcopal Canadiense y al Comité organizador. Doy las gracias vivamente al Consejo Pontificio para los Laicos, en la persona de su Presidente, el cardenal James Francis Stafford.

Saludo a los señores cardenales y a los obispos que han venido de diversas partes del mundo, a los sacerdotes, a los diáconos y a las personas consagradas que han compartido con los jóvenes estos días.

Mientras volvemos a nuestras casas, digo a todos, con san Agustín: «Hemos es tado bien en la luz común. Nos hemos alegrado y regocijado juntos. Ahora que nos despedimos, procuremos no separarnos de Cristo» (In Io. ev. tr., 35, 9).

Muchas gracias a los jóvenes de lengua española. No tengáis miedo de responder con generosidad a la llamada del Señor. ¡Que vuestra fe brille ante el mundo! ¡Que vuestras acciones muestren vuestro compromiso derivado del mensaje de salvación del Evangelio!

Queridos jóvenes de lengua portuguesa, la Jornada Mundial de la Juventud no termina aquí; debe proseguir en vuestra vida de entrega fiel a Cristo. Sed sal, sed luz para el mundo que os rodea.

Amadísimos jóvenes italianos, mantened vivo el don de la fe que os ha sostenido en estos días. La Iglesia necesita vuestro compromiso. ¡Nos vemos en Roma!

Amadísimos jóvenes de lengua alemana, a vosotros corresponde de modo especial mantener vivo el espíritu de la Jornada Mundial de la Juventud, con vistas a Colonia 2005. Trabajad por construir la civilización del amor y de la justicia. Haced que vuestra luz lleve a muchos otros al reino de Cristo, que es un reino de verdad, de justicia y de paz.

Mi pensamiento se dirige, por último, a la tierra polaca, que me dispongo a visitar una vez más. Queridos compatriotas, no perdáis nunca de vista vuestra herencia cristiana. En ella podéis encontrar la sabiduría y la valentía que necesitáis para afrontar los grandes desafíos religiosos y éticos de nuestro tiempo. Os encomiendo a todos a la protección de la Virgen de Jasna Góra.

Banderas de todo el mundo saludan al Papa, a su llegada a Canadá

En nombre de todos los jóvenes, el Papa os dice ¡GRACIAS!

Al Comité nacional para la preparación del viaje pastoral a Toronto. Morrow Park, Casa madre de las Religiosas de San José (28 de julio)

Os saludo con afecto a todos los que habéis venido a visitarme al final de esta XVII Jornada Mundial de la Juventud. Doy las gracias al arzobispo de Toronto, cardenal Aloysius Ambrozic, que, juntamente con el obispo monseñor Anthony Meagher, ha dirigido el largo trabajo de preparación de este gran acontecimiento. Asimismo, doy las gracias a cuantos han contribuido con su entrega y también con su apoyo económico al éxito de la Jornada. Saludo al grupo de jóvenes indígenas que proceden de las tierras de la Beata Catalina Tekakwitha. Con razón la llamáis kaiatano (persona nobilísima y dignísima): que sea para vosotros un modelo de cómo los cristianos pueden ser la sal y la luz de la tierra.

Por último, un saludo particular a los jóvenes y adultos del Comité nacional para la Jornada Mundial: amadísimos hermanos, sé con cuánto empeño y cuánta generosidad habéis trabajado a lo largo de estos dos años. En nombre de todos los jóvenes que han venido a Toronto y han gozado de los frutos de vuestro esfuerzo, el Papa os dice ¡gracias!

Sobre cada uno de vosotros y sobre vuestras familias invoco la bendición del Señor.