Crónica de otra crónica - Alfa y Omega

Crónica de otra crónica

Antonio Montero Moreno
Delegaciones oficiales en la inauguración del Concilio. En el estrado, a la izquierda, el ministro de Asuntos Exteriores de España, señor Castella

En la tibia mañana otoñal y romana del 11 de octubre de 1962, sólo Dios sabía a ciencia cierta, y no con muita dificultade, como diría un portugués, que el Concilio ecuménico Vaticano II, número veintiuno de los celebrados por la Iglesia, inaugurado ese día con fervor y majestad en las inmensas nave central y rotonda superior, escalonadas ambas, de la basílica vaticana por Juan XXIII, sólo Dios sabía, digo, que el Concilio iba a durar tres años, celebraría cuatro etapas de sesiones bimestrales y otoñales y promulgaría cuatro grandes Constituciones, nueve Decretos y tres Declaraciones, para cerrar sus puertas, con no menor esplendor que su apertura, el día de la Inmaculada de 1965, bajo la presidencia y guía del Papa Pablo VI.

A los cuarenta de haber vivido, de cerca y a tope, un acontecimiento tan singular, rememoro hoy aquellas experiencias echando mano de la memoria personal –que focaliza muy bien el pasado distante, mientras que no retiene apenas lo acaecido el mes pasado– y acudo, ¿cómo no?, a lo escrito por mí en aquel entonces, como enviado especial del semanario Ecclesia, cuya dirección tenía a mi cargo. Entro a saco, pues, sin que nadie me reclame derechos de autor, en la crónica sobre la apertura del Concilio que publiqué en el número 1.100 de esa revista (20-X-1962). El primer flash, de gran angular, era la estampa grandiosa de la basílica: «En mi retina quedan registradas, y también en las de los 200 millones de televidentes, las mitradas imágenes de la casi infinita procesión por la plaza, el cuadro augusto de los escaños prelaticios, desde la puerta basilical hasta el baldaquino de Bernini; el telón de fondo, centro de luces y miradas, con la sede papal y las altas tribunas representativas. Todo ello fundido en inefable polifonía, o en la estremecedora simplicidad litánica del canto llano».

Leído esto ahora, observo que, ya entonces, se hacía notar el hecho, sin precedentes en la historia de la Iglesia, de que aquellas asombrosas imágenes, servidas por el combinado Telestar-Eurovisión, estuvieran llegando a los más distantes rincones del planeta. Con lo cual el Concilio ecuménico se hizo presente, por vía audiovisual, en la Ecumene, esto es, en el mundo entero, dando ya entonces un signo balbuciente de la hoy tan cacareada globalización. Sigamos con la crónica: «He lamentado que, junto a los treinta y dos observadores de las comunidades cristianas no católicas que veía tan de cerca al otro lado del trono papal, frente por frente de nuestra tribuna de prensa, no hubiera una numerosa delegación de ateos, de laicistas indiferentes, de hombres impermeables a lo religioso, por ver qué pasaba. Los niños cantores de Notre Dame, que convirtieron súbitamente a Claudel, no podían emular, ni de lejos, la fuerza sagrada de aquella Asamblea orante. La basílica vaticana ha sido parroquia de la cristiandad, templo de la nueva Jerusalén. En suma, escenario extraordinariamente religioso, en el que todo atraía la presencia de Dios».

Columna y eje radical de la sesión de apertura del Concilio fue el discurso histórico del Papa Juan XXIII. Una pieza maestra, que siempre es provechoso releer, y que aquí no es posible ni tan siquiera reseñar. Transcribiré por ello mi apretado resumen de entonces, suficiente para aquellos lectores de la crónica, que disponían, en las páginas aparte de la revista, del texto íntegro del discurso pontificio; y añadiré después, para los de hoy, algunas citas muy señaladas del mensaje. Vamos con lo primero: «El discurso es una vigorosa declaración programática, que sitúa en su luz justa los propósitos, la actitud general, el estilo y el aire del recién abierto Concilio. Optimismo firme, alegría por la libertad de la Iglesia, comprensión de nuestro tiempo, bandera de paz y de unión. No sé si fue tan gallarda la profesión de fe de Nicea, ni si tocó tales cimas de triunfo la definición mariana de Éfeso, ocurrida hace quince siglos y medio en esta misma fecha. Pero, desde luego, el 11 de octubre de 1962 tiene ya un mojón bien llamativo en la ruta secular de la Iglesia».

Lo del talante de optimismo lo describió muy gráficamente el Papa al comienzo de su intervención, al hace un mínimo examen de los problemas del mundo: «Algunas personas -dijo- no son capaces de ver en la actual situación humana sino desgracias y desastres. Andan diciendo que nuestra época, comparada con las anteriores, es mucho peor… Nosotros creemos que de ninguna manera podemos estar de acuerdo con estos profetas de calamidades, que siempre anuncian lo peor, como si estuviéramos ante el fin del mundo».

Una Iglesia libre de poderes mundanos

En lo tocante a la libertad de la Iglesia y comparando el nuevo Concilio con muchos de los precedentes, el hoy Beato Juan XXIII hizo notar a los Padres conciliares que, a pesar del laicismo enconado de nuestro tiempo, «nadie puede negar que esta nueva situación tiene al menos una ventaja: ha quitado del medio los innumerables obstáculos con los que en otro tiempo los hombres de mundo solían impedir la libre acción de la Iglesia… Incluso los Concilios ecuménicos, cuya celebración figura en letras de oro entre las glorias de la Iglesia, se celebraban muchas veces con grandes dificultades, muy dolorosas, a causa de las injustificadas injerencias de la autoridad civil».

Una foto de aquel 1962...
Una foto de aquel 1962…

Entrando de lleno en los objetivos de este Encuentro supremo, el Papa se pronunció así: «El Concilio quiere transmitir la doctrina pura e íntegra sin atenuaciones que, durante veinte siglos, a pesar de las dificultades y de luchas, se ha convertido en patrimonio común de los hombres; patrimonio que, aunque no haya sido recibido gratamente por todos, constituye una riqueza para todos los hombres de buena voluntad…».

Ahora bien, diría después: «Una cosa es la sustancia del depositum fidei, es decir, de las verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se expresa; y de ello ha de tenerse gran cuenta, con paciencia, si fuese necesario, ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter prevalentemente pastoral… Confiamos –afirmó también– en que la Iglesia, iluminada por la luz de este Concilio, cobrará nuevas fuerzas y mirará sin miedo hacia el futuro».

Han dado mucho que hablar, entonces y ahora, con general aceptación, pero con diversas interpretaciones y no siempre con correctas aplicaciones, aquellas palabras tan medidas del Papa que promovió el Concilio. Yo no las veo incoherentes, sino todo lo contrario, con la famosa trilogía de la nueva evangelización del Papa Juan Pablo II: nuevo ardor, nuevas expresiones y nuevos métodos para vivir y anunciar en nuestro tiempo la fe de siempre.

La botadura del Concilio

Y, en efecto, así rompió amarras, al día siguiente, la embarcación majestuosa de la Asamblea universal, que recorrió su primera singladura, octubre-diciembre del 62, sin grandes borrascas, pero con recio oleaje, empujada, sin lugar a dudas, por el viento del Espíritu, pero movida a un tiempo por las corrientes internas de pluralismo, enfoques diversos, posiciones contrapuestas, riqueza de aportaciones de los despabilados y libres padres sinodales.

A nuestro venerable y tan querido cardenal Pla y Deniel, miembro del Consejo de Presidencia instalado en el estrado, bajo la cúpula de San Pedro, le abatió un gripazo brutal, que él culpaba a las frías corrientes de la basílica, y del que ya no se repuso.

Iribarren y yo, hijos fieles y perros falderos junto a su lecho, comentábamos ingenuos ante su sonrisilla burlona, que, en efecto, en el Aula conciliar se estaban produciendo fuertes corrientes y no tan frías.

Era aquello un asombroso enjambre humano, observable a la primera como plurinacional, multiétnico y multicultural, que, día tras día, se nos iba mostrando, por encima de todo, como supranacional, intercultural y sinfónico. Las olas eran de superficie, pero la comunión reinaba en la Ecumene, la unidad en la catolicidad. Desde los escaños más distantes entre sí en el Aula petrina, los Padres apuntaban hacia fórmulas concertadas, mediante empeños convergentes, con diversos acentos y sin rebajas de otoño, hacia una verdad compartida. Así lo que el Espíritu había dicho a las Iglesias terminaba por hacerlo suyo la Iglesia única. Así quedó patente en el Diario de sesiones, un informe oficioso publicado íntegramente en Ecclesia, y en la larga estantería de volúmenes de las Actas conciliares, que cualquiera puede consultar.

En esta primera etapa entraron en el horno conciliar, los entonces llamados Esquemas, documentos de trabajo, sobre la Liturgia, la Revelación, los Medios de comunicación social, la Unidad de los cristianos y la Iglesia. Pero la roturación de estas materias, con cientos de intervenciones de Padres conciliares, no condujo, en el cierre del día de la Inmaculada, a ningún documento concluso. Todos habrían de ser sometidos más tarde a moliendas sucesivas, hasta sacar la harina limpia de las enseñanzas firmes del Concilio.

Permanecí en Roma unas semanas más hasta mi relevo por otro cronista y pude testificar que, desde la primera de las congregaciones generales, bajo la batuta cronométrica del Secretario General monseñor Felici, los Padres, en debates briosos, seguidos de votaciones ciclópeas, aplazaron tres días las elecciones de miembros de las diez Comisiones temáticas, cambiaron de arriba abajo el proyecto conciliar de la etapa preparatoria, redujeron de setenta a diecisiete los Esquemas de trabajo, y fueron dando cuerpo a una vertebración orgánica de las materias conciliares, en la que ya se vislumbraba la armoniosa arboladura temática del Vaticano II, que cubriría cuatro grandes finalidades: La conciencia de la Iglesia sobre sí misma; su renovación a todos los niveles; la búsqueda de la unidad de los cristianos; y el diálogo de la Iglesia con los hombres de hoy.

Llegados a este punto, he de meter la tijera, porque lo escrito pretendía ser tan sólo una visión telescópica de la sesión de apertura; pero me ha podido la deformación profesional de meter la nariz en el Aula de los debates. Ya que tengo que irme, antes de que me corten el párrafo, déjeme señor director, veterano de guerra también en lances de crónicas romanas, añadir dos cosillas. Una, que los obispos españoles -86 en la nómina de los Padres conciliares- suponían una presencia significativa entre los episcopados importantes del gran Sínodo. Se destacó entre ellos la unidad interna, sin excepciones llamativas, y mostraron una fisionomía tradicional, que no conservadora a ultranza ni, mucho menos, integrista. Ninguno de ellos se inscribió en el Coetus internationalis patrum, al que perteneció un grupo, no sé de cuántas decenas de obispos dispersos de diferentes países, entre ellos Lefevre, muy a la defensiva de toda innovación, votando en ese sentido, pero sin llegar a romper la comunión. Entre los nuestros, las intervenciones colectivas, en nombre de la Conferencia, fueron siempre moderadamente abiertas. Se les notaba a casi todos el aislamiento de decenios que afectaba a nuestro país, por su régimen político. Pero esto fue subsanándose gradualmente en las siguientes etapas, de suerte que la voz de nuestra Iglesia, sin liderazgos llamativos, resonó con naturalidad y alegría, con el bloque mayoritario, unánime casi en las votaciones, de la Asamblea conciliar.

Con lo difícil y arriesgado que es poner nombres propios, sería injusto no atribuir méritos personales en este proceso a don Casimiro Morcillo, Subsecretario del Concilio; al cardenal Bueno Monreal, que presidía las reuniones en el Colegio español, en ausencia de Pla; a su auxiliar, don José María Cirarda, excelente portavoz de las sesiones; a don Marcelo González, a la sazón obispo de Astorga; a don Vicente Enrique Tarancón, entonces en Oviedo; a don Rafael Moralejo, auxiliar de Valencia; y a don Mauro Rubio, obispo de Salamanca.

Todo esto conduciría a una posición serena, positiva y unánime de los obispos españoles, en su valoración final del Concilio. A ellos y a todos nosotros nos esperaba luego una tensa década postconciliar, otra de cambio democrático y dos de posmodernidad, en las que han sonado otras músicas de muy variada partitura. Y añadido final: rebobinando la cinta hasta el 8-XII-62, cierre grandioso de la etapa inaugural del Concilio (la del Papa Juan, que nos dejaría medio año más tarde), todos sentíamos una visible euforia y confianza, y muchos lo decían con gozo: Concilium habemus. Tenemos Concilio. Algo inmenso, bendito y definitivo que introduciría a la Iglesia en las aguas de una nueva era.