Los retales del tiempo - Alfa y Omega

La humildad es, quizá, la cualidad más notable de José Jiménez Lozano. También la literaria. En el último poema de su último poemario se pregunta: «¿Son ceniza estos versos?». Y se contesta con grandeza que estremece: «Me lo parecen y, si ceniza fueran, / que el viento los disperse / y quedemos / con las manos vacías, y tan libres, / un poco oscurecidas solamente».

Todo el libro, titulado Los retales del tiempo (editorial Comares), respira esta libertad de las manos vacías, ya desde la maravillosa ilustración de la cubierta que muestra a san Martín partiendo su capa con el pobre. Una de esas imágenes que están en los orígenes de Europa, de lo que ha sido la civilización occidental, y también en las entrañas de la obra fecunda de este autor abulense.

Entre sus poemas se repiten imágenes que han acompañado su poesía, y reaparecen en todo su esplendor las aves (el cuco, con sus parlamentos, la lechuza de la iglesia interpelando, las garzas y cigüeñas, con «su andar cuidadoso y de respeto / ante la hermosura del mundo que puede romperse», los gorrioncillos y las alondras que han sustituido a los monjes en el canto de los maitines, en los monasterios abandonados…), la arcilla roja de la que están hechos los hombres (el mismo color de la hoguera y la candela, del que se tiñen los troncos de los pinos cuando atardece), la historia, dama de engañosa apariencia pero en el fondo sedienta de sangre…

Y está también la presencia entrañable de los que el poeta ama. Está la Santa, como en Ávila le dicen a Teresa, que no necesita más apellidos, y que andaba remendada porque «sabía que el zurcido es el olvido / de los desgarros, las heridas / del vivir, su propio honor y premio». Está su madre, en dos poemas evocadores, maravillosos, «La pesadilla» y «¿Dónde vamos?». Hay maestros y amigos, claro, conocidos en sus libros y sus cuadros.

Como en toda la obra de Jiménez Lozano, en Los retales del tiempo se agazapa, detrás de lo real, la esperanza. La esperanza, «un sarmiento seco y muy delgado» es, sin embargo, más fuerte que todos los poderes de este mundo («[…] Los bárbaros / desprecian las aldeas y no saben / que un exilio solamente es una espera / a que todo pase y se apacigüe / el ruido de moscas que es el mundo»). La esperanza en una realidad que no pasará: «¿No hacías palotes cuando niño, / y pintabas figuras en la arena de la playa? / Pues, ¡descuida! Todo está anotado / para después del mundo».