El ermitaño cordobés que no se olvida de su acento - Alfa y Omega

El ermitaño cordobés que no se olvida de su acento

Habla tanto y tan pizpireto que nadie diría que este sacerdote diocesano de Córdoba es eremita desde hace cuatro años. Vive solo en medio de la nada «porque quería consagrarme de modo exclusivo para Él», y ofrece su vida por otros sacerdotes. Reconoce llorar a lágrima viva mientras estudia las causas de los mártires –una petición directa de su obispo– y cocina «como los ángeles». En la Jornada Pro Orantibus, que se celebra este domingo con el lema Contemplar el mundo con la mirada de Dios, el eremita Jerónimo Fernández recuerda a todos aquellos que se apartan del mundo para vivir en soledad, oración y penitencia por la salvación de otros

Cristina Sánchez Aguilar
El ermitaño saluda al cardenal Sarah durante una visita del purpurado a la diócesis cordobesa. Foto: Diócesis de Córdoba

Son las 4:30 horas de la mañana en Córdoba, en el parque natural de la sierra de Hornachuelos. Ahora hace calorcito, pero la tierra andaluza engaña porque, contra todo pronóstico, en invierno alcanza temperaturas bajo cero. Hora de levantarse para Jerónimo Fernández, quien dedicará las tres próximas horas a rezar maitines, laudes, hora intermedia y lectio divina en su pequeño eremitorio. «Termino a las 7:30 horas, que es cuando salgo para celebrar la Eucaristía con las monjas», explica a este semanario, durante una larga conversación. «Como ves me encanta hablar. ¡Ese es el milagro de mi vocación, porque lo último que buscaba era el aislamiento!», explica divertido, con su marcado acento andaluz.

El padre Jerónimo, uno de los tres eremitas que hay en la provincia cordobesa, vive en medio de la nada, en una pequeña aldea formada por diez personas y las 15 carmelitas descalzas del convento de Nuestra Señora de la Sierra. «Este lugar está tocado por Dios. Fue fundado por un discípulo de san Juan de Ávila y después, en el año 1955, estuvo aquí santa Maravillas de Jesús», afirma. Además de la Eucaristía diaria, «tengo la suerte de poder ayudar a las monjas espiritualmente», aunque, reconoce, pasa poco tiempo fuera de su ermita. «A las 9:15 horas ya estoy de vuelta a mi soledad. Rezo sexta y después tengo tiempo de trabajo y estudio. Cuido de mi huerto, hago rosarios… además, me formo en Teología Moral y el obispo me pidió que colaborase en la Delegación de las Causas de los Santos». Pero, «¿sabes lo que me pasa cuando me pongo a trabajar en las causas de los mártires? Que me pongo a llorar a lágrima viva y no hay manera de terminar».

Entrada del convento de carmelitas donde el padre Jerónimo es capellán. Foto: Antonio Sánchez

«Yo me lo guiso, yo me lo como»

Después del rezo de intermedia y la visita al Santísimo en su pequeño oratorio, es la hora de cocinar con los frutos de la tierra, «que salen directamente de mi huertito. Yo me lo guiso, yo me lo como, y además tengo que decir que soy un cocinero excepcional», asegura. Ahora toca descansar un poco después del madrugón, hasta las 16 horas, «donde venero al Santísimo durante dos horas». Eso sí, mens sana in corpore sano, así que la hora de paseo por la naturaleza forma parte de su día a día, «que si no, acabo loco perdío», bromea. Una pequeña colación, el rezo de completas y a las 21:30 horas llega la hora de dormir en su celda.

Así se completa un día entero en la vida de un eremita, la vocación de «mayor intimidad del hombre con Cristo», asegura Alberto José González, delegado de Vida Consagrada de la diócesis de Córdoba. «Es una llamada muy poco conocida, pero a la vez muy rica, singular y personal. Pone de relieve el valor perenne del silencio y tiene el matiz que no hay que olvidar de los primeros siglos de la Iglesia, del combate espiritual en el desierto. El eremita está llamado a una lucha personal contra el pecado y el demonio en el desierto». Para el delegado cordobés, esta vida «que no se conoce, que no valora nadie, revive el silencio del corazón humillado de Cristo en un momento en el que vivimos aferrados a una fiebre de estadísticas y resultados».

Un necesario discernimiento

Lejos de la imagen típica del ermitaño, Jerónimo no es un anciano de barba blanca y larga. De hecho (como ven en la foto) no lleva ni barba –aunque sí hábito gris–, le faltan meses para cumplir los 40 años y hasta hace cinco era sacerdote diocesano de Córdoba. «Pero sentí una llamada dentro de la llamada y aquí estoy», señala. «Mediante la meditación me di cuenta de que el Señor me pedía una vida de mayor entrega, así que compartí con mi director espiritual y mi obispo el deseo de abrazar una vida en soledad. Me quería consagrar de modo exclusivo para Él».

Aunque una decisión tan importante «había que discernirla bien. Uno no se puede hacer ermitaño y punto», máxime en este momento de la vida de la Iglesia en la que «escasean las vocaciones». Pero «yo veía constantemente cómo el Señor me pedía oración por mis hermanos sacerdotes y por la Iglesia. Y surgió esta inquietud, la de ser un sacerdote que viva la vida por otros sacerdotes. Conozco bien sus miserias, porque yo soy uno de ellos, así que me entrego por ellos».

El tiempo de discernimiento dio paso a la convicción: «El Señor escoge almas por pura misericordia, para que estando junto a Él una vida pueda ser fecunda en medio de la Iglesia».