Don Milani, Pirandello y un viejo misal - Alfa y Omega

El 26 de junio de 1967 moría, con tan solo cuarenta y cuatro años de edad, don Lorenzo Milani, el sacerdote que descubrió en la educación el octavo de los sacramentos, y al que el papa Francisco rindió homenaje con una oración ante su tumba. En efecto, don Milani no concebía la escuela como algo distinto, y radicalmente separado, de su misión de sacerdote. Tampoco quería limitarse a ser un mero emisor de conocimientos, que él, además, tenía en abundancia por proceder de un ambiente familiar culto, de la alta burguesía florentina, aunque ajeno al cristianismo.

Don Milani tenía en gran estima la cultura pero no la reservaba para sí, a la manera de quienes la ocultan como el talento del empleado perezoso, sin posibilidad de producir ganancia por estar envuelto en un pañuelo. «El saber solo sirve para darlo», escribirá en su Carta a una maestra. No podría ser de otro modo, pues cuando se abraza sinceramente el cristianismo, la vida se torna expansiva en todos los ámbitos. La vida se entiende como comunicación y relación, y el cristiano auténtico recibe una imperiosa llamada, que solo puede ser de origen divino, para salir de los muros del ensimismamiento y la indiferencia.

Sin embargo, una vida, como la de don Milani, no se construye de repente. Antes del fruto estaban las semillas, la de las inquietudes despertadas por sus tempranas lecturas o la de la inestimable cualidad de ser un buen amigo de los amigos, por citar tan solo dos ejemplos. Sobre este particular, me llama la atención una carta del joven Lorenzo Milani, con diecinueve años y todavía alejado de la Iglesia. En el verano de 1942, escribe a su amigo Oreste del Buono, antiguo compañero del liceo Berchet de Milán y futuro periodista y crítico literario, que ha hecho un singular descubrimiento en la capilla de una de las fincas propiedad de su familia: «He encontrado un viejo misal, aquí en Gigliola… He leído la misa. ¿Sabes que es más interesante que Seis personajes en busca de autor?». Milani parece demostrar un peculiar sentido del humor, pero habla totalmente en serio, aunque esté lejos de sospechar que un año después ingresará en el seminario mayor de Florencia.

Seis personajes en busca de autor es la obra más conocida de Luigi Pirandello, la que ha terminado por eclipsar al conjunto de su producción. Reflejo de una época de temores y escepticismos, como la del período de entreguerras, su lectura tenía necesariamente que atraer a un hijo de su tiempo como Lorenzo Milani. Quizás considerara genial el propósito de Pirandello de emancipar a los personajes del autor y que cobraran vida propia. No otra cosa habían hecho los hombres en la época de la modernidad, a partir de esa necesidad imperiosa y obsesiva de reconocimiento en la que se resumen todas las ideologías políticas y sociales. Pero luego viene la otra cara de la moneda, la que no terminaría de convencer a un Milani que consideró más interesante un misal que la obra de un Premio Nobel. Los personajes se habrán liberado, aunque están inexorablemente condenados a la tragedia, con la imposibilidad de expresarse y comunicarse, y además viven en un mundo en que la angustia y la mentira van juntas. En la recepción del Nobel en 1934, dos años antes de su muerte, el propio Pirandello reconoció sentir la necesidad de creer en las apariencias de la vida sin la más mínima duda o reserva. Esto no es solo pesimismo o relativismo. Es, ante todo, deshumanización.

Sorprendentemente, Lorenzo Milani empezará a escapar de este laberinto de tragedia gracias a su capacidad juvenil de asombro, fundamento de toda búsqueda sincera de la verdad. El asombro y una espontánea curiosidad le llevan a hojear un viejo misal olvidado en un rincón.

Es bastante probable que la primera relación de Milani con aquel misal no fuera de carácter piadoso, con la búsqueda de lecturas y oraciones. Antes bien, el interés del joven, por entonces estudiante de Bellas Artes en Milán, tuvo que ser estético. Debió de servirle para descubrir la riqueza de la liturgia católica. Poco a poco, los símbolos y colores de la liturgia sacra empezarían a llenar, sin que casi se diera cuenta, el vacío experimentado en su alma, expuesta a los embates de una cultura dominante que había abandonado la reflexión crítica de sus precedentes de la Ilustración para entregarse a un estéril subjetivismo en el que casi nada tiene significado. Encerrarse en uno mismo supone perder la capacidad de asombro, pero Lorenzo Milani la tendrá ante la liturgia. Comprenderá que no son simples ritos, con toda su carga de belleza estética, sino la entrada en el misterio de Dios.

Antonio R. Rubio Plo / PáginasDigital.es