Te escucho - Alfa y Omega

Escuchar es un arte que se aprende con la experiencia. Nadie te lo puede enseñar, solo se aprende escuchando. Y a todos los sacerdotes de parroquias nos ocurre con frecuencia lo mismo. Un ejemplo habitual: llega una señora que pide hablar contigo, o la trae una amiga suya, que la anima a hablar con el sacerdote. Te muestras amable y acogedor en un primer instante. Ella comienza a hablar. Va contando lo que oprime su corazón. Su pareja la desprecia, la insulta. Pero es que su hijo también. Ya no puede reprimir las lágrimas y se pone a llorar. Coge los pañuelos que tenemos en el confesionario. Pide perdón por llorar. Yo le sonrío y le digo que Dios la escucha como a una hija. Sigue narrando. No se perdona a sí misma haberse prostituido una temporada, y un par de abortos hace unos años. Hasta que llega a narrar los abusos que recibió de niña. Y sigue contando. Se abre ante mis ojos un abismo de terror, un pozo de miseria, una herida demasiado grande. Llevamos una hora hablando, exactamente una hora hablando ella y yo escuchando. Y sigue. De una cosa salta a otra y vuelve sobre sus heridas más dolorosas. Lo que ha hecho y lo que le han hecho. Se juntan demasiadas tragedias y demasiados sufrimientos. Y, ¿qué puede hacer uno? Escuchar. Una escucha atenta, comprensiva, compasiva. Al final, ¿qué consejos se le puede dar? ¿Cómo vas a analizar uno por uno sus dramas? No es posible. Simplemente la has escuchado. Cosas que nunca había contado a nadie. Pero ha funcionado: la escucha ha abierto una ventana de vida y de luz en su alma. La esperanza es posible. Queda mucho por hacer, pero el primer paso –decisivo y eterno– ya está dado. Esta alma ha sido rescatada.