Misericordia entrañable - Alfa y Omega

Misericordia entrañable

Los obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria han publicado la Carta Pastoral Misericordia entrañable para el tiempo de Cuaresma y Pascua de 2015. Monseñor Francisco Pérez, arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela; monseñor Mario Iceta, obispo de Bilbao; monseñor José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián; monseñor Miguel Asurmendi, obispo de Vitoria, y monseñor Juan Antonio Aznárez, obispo Auxiliar de Pamplona y Tudela, firman esta Carta Pastoral conjunta que será presentada a las comunidades cristianas en las eucaristías del Miércoles de Ceniza e inicio del tiempo de Cuaresma. Junto con la Carta, se han publicado unos materiales como apoyo para profundizar tanto de manera personal como en grupo

Agencia SIC

La Carta Pastoral comienza con una referencia a la exhortación apostólica del Papa Francisco Evangelii Gaudium (La Alegría del Evangelio) como programa pastoral para toda la Iglesia: «Nuestras Iglesias locales han acogido con entusiasmo este documento. Estamos trabajando en su recepción, reflexión y puesta en práctica» afirman los obispos.

Misericordia entrañable consta de cuatro capítulos. En el primero de ellos, Dios rico en misericordia los obispos presentan la misericordia como la característica propia de Dios. «Podemos percibir la profundidad del significado de la misericordia entrañable para la tradición bíblica como expresión del amor, la bondad, la fidelidad, la ternura, la paciencia y el perdón de Dios».

Se hace referencia a la Iglesia como hogar (templo) de misericordia, al igual que lo hizo el Papa Francisco, al referirse a la Iglesia como un hospital de campaña donde todos hemos sido alcanzados por la misericordia de Dios.

El segundo capítulo, Iglesia en conversión pastoral y en salida, explica cómo es necesaria una conversión personal, en primer lugar, a través del encuentro personal con Cristo «que nos rescata de nuestra conciencia aislada y de la auto referencialidad»; y una conversión eclesial, pastoral y misionera, en la que toda la Iglesia está concernida, para ser fieles a la vocación y misión de la Iglesia.

El tercer capítulo, Ámbitos necesitados de misericordia, los obispos hacen referencia a algunos de los campos en los que la misericordia de Dios «exige ser anunciada y compartida»: la convivencia social, la familia, los pobres y excluidos, el sufrimiento y la enfermedad. Además, en relación con la inclusión social de los pobres y las causas que generan pobreza e injusticia, se hace una mención expresa a algunas cuestiones que posibilitan o impiden esta inclusión: la cultura dominante y el desafío de proponer el Evangelio como fermento de promoción de la dignidad humana; el mundo laboral, recordando la dignidad del trabajo como «bien antropológico fundamental»; el aliento de la iniciativa empresarial, la creación de empleo y las formas de autoempleo con una visión que responda a la responsabilidad social y distribución de bienes necesarios; la economía y las finanzas –con una referencia a la Carta Pastoral conjunta de Cuaresma Pascua 2013 «Una economía al servicio de las personas»-; y la presencia de los cristianos en ámbitos de responsabilidad política y sindical o la influencia de los medios de comunicación social.

El cuarto y último capítulo Testigos y mensajeros, los obispos insisten en la importancia de la iniciación cristiana y la transmisión de la fe en las familias y comunidades cristianas, y animan en la misión de proclamar el Evangelio animando a no tener miedo «de adentrarnos en terrenos desconocidos ni de ofrecer la Palabra de vida a quienes no conocemos».

Carta Pastoral conjunta de los Obispos de Pamplona-Tudela, Bilbao, Vitoria y San Sebastián:

Misericordia entrañable

INTRODUCCIÓN

1. La exhortación apostólica Evangelii Gaudium ha sido un don muy grande que el Papa Francisco ha regalado a la Iglesia. En este documento resuena la profunda experiencia pastoral del Papa, así como diversos documentos del magisterio eclesial, entre los que cabe destacar la constitución pastoral sobre la Iglesia Gaudium et Spes y la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, la encíclica Evangelii Nuntiandi del beato Papa Pablo VI, el Catecismo de la Iglesia Católica y el Documento de Aparecida de la V Conferencia del CELAM del año 2007 titulado Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida.

2. En esta exhortación, el Papa nos invita de nuevo a la evangelización, a recibir, testimoniar y anunciar la alegría del Evangelio. Es, en cierto modo, un programa pastoral para toda la Iglesia: Nos muestra el camino por el que avanzar en los próximos años. Nuestras Iglesias locales han acogido con entusiasmo este documento. Estamos trabajando en su recepción, reflexión y puesta en práctica. Nuestras líneas pastorales y el trabajo cotidiano quieren inspirarse en esta exhortación y pedimos el don del Espíritu para que nos muestre el modo de insertarlo en el surco de nuestra vida y tarea evangelizadora.

I. DIOS RICO EN MISERICORDIA

3. En la gran tradición teológica, santo Tomás de Aquino, siguiendo la estela de los Santos Padres, afirma que «la misericordia es lo propio de Dios, y en ella se manifiesta de forma máxima su omnipotencia» (Suma Teológica, 2-2, q. 30, a. 4). En el discurso de apertura del Concilio Vaticano II, san Juan XXIII recordó la importancia de la medicina de la misericordia como pauta para la vida y actividad de la Iglesia. El magisterio de los Papas ha subrayado con firmeza el valor central de la misericordia no sólo para una evangelización renovada, sino también para un ordenamiento digno y justo de la vida social. En este mismo sentido, un elemento fundamental de la enseñanza del Papa Francisco, así como del testimonio que diaria- mente nos ofrece, es la centralidad de la misericordia: «La salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia» (EG 112). Ya San Juan Pablo II había promulgado una encíclica sobre Dios Padre titulada precisamente Dives in misericordia, -rico en misericordia-. Esta afirmación se deriva de la revelación esencial de que Dios es amor. Esa es la revelación íntima de su Misterio. Y nosotros somos fruto de ese amor. San Juan es el apóstol y evangelista que de modo particular ha penetrado en esta realidad fundamental: Dios nos amó primero y nosotros hemos conocido este amor que se ha manifestado en Cristo.

1. El Señor es compasivo y misericordioso

4. El amor de Dios se transforma en misericordia ante las limitaciones y finitud del ser humano, especialmente ante el hombre pecador. Ya en el Antiguo Testamento, Dios revela su identidad como misericordia y lo hace en el contexto de una Alianza. Es sobrecogedor el texto del libro de Éxodo donde Dios, ante Moisés, al establecer con el pueblo su Alianza, revela su propia intimidad afirmando de Sí mismo: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad, que mantiene la clemencia hasta la milésima generación, que perdona la culpa, el delito y el pecado» (Ex 34, 6-7). Y la respuesta de Moisés ante esta revelación es de total entrega a la Alianza que Dios hace con el pueblo, una Alianza que es expresión del amor de Dios: «Si he obtenido tu favor, que el Señor vaya con nosotros, aunque es un pueblo de dura cerviz; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya» (Ex 34, 9).

5. La misericordia de Dios se expresa en una Alianza a la que Él será siempre fiel, a pesar de las infidelidades del pueblo. Como afirma San Gregorio Magno: «La suprema misericordia no nos abandona ni aun cuando la abandonamos» (Hom. 36 super Ev.). Esta Alianza es un don y una gracia, particularmente en los momentos de desesperanza y muerte. De ahí viene la palabra misericordia: Un corazón que se vuelve hacia la miseria humana, el corazón de Dios que abraza y rescata de la fragilidad, de la quiebra interior y del pecado al ser humano para restablecerlo nuevamente en la Alianza. El término misericordia adquiere su profundo significado precisamente ante la infidelidad y el sufrimiento. La fidelidad de Dios sale en rescate de quien ha sido herido y derribado en su caminar. La misericordia va más allá de la compasión: es activa, es salida, es búsqueda sin fin para rescatar, sanar, restablecer, vivificar.

6. Podemos ver que la misericordia en la Sagrada Escritura va asociada a la fidelidad de Dios. Pero, además, aparece una calificación: Es una misericordia entrañable (Lc 1, 78). ¿Qué significa esto? Como ya recordó san Juan Pablo II en su encíclica Dives in misericordia, en el Antiguo Testamento el término misericordia es la traducción de los vocablos arameos hesed y rahmin. El primero hace referencia al aspecto de la bondad de Dios, de su amor, de su fidelidad a la Alianza. El segundo hace referencia a una dimensión maternal, a unas entrañas de madre. Es el amor fiel de la madre hacia su hijo. Es una dimensión, podríamos decir, materna de la fidelidad bondadosa expresada por el término hesed. De este modo, rahmin evoca la ternura, la paciencia y la comprensión, en último término, la disposición al perdón.

7. Con estas pinceladas, podemos percibir la profundidad del significado de la misericordia entrañable para la tradición bíblica como expresión del amor, la bondad, la fidelidad, la ternura, la paciencia y el perdón de Dios. La misericordia es la presencia y acción de Dios ante el ser humano débil y pecador. Es expresión de un Dios Padre que ama con entrañas de madre: «¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré» (Is 49, 15).

8. Ante la oscuridad y el abandono, el dolor y la desesperanza, todo ser humano puede invocar a Dios con la seguridad de ser escuchado y ayudado: «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas». (Sal 25, 6). Esta afirmación se expresa en la admiración de Isaías: «Jamás se oyó ni se escuchó, ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por quien espera en Él» (Is 64, 3).

2. Y la Misericordia «se hizo carne»

9. Esta ternura y misericordia de Dios se han manifestado en Cristo, su Hijo amado, hecho carne por nosotros. En Él, Dios ha salido a nuestro encuentro: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo» (Ef 2,4-5). Podríamos decir que la misericordia de Dios se ha manifestado en la carne; ha adquirido rostro y corazón humanos: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). En Cristo se realiza una Alianza definitiva, nueva y eterna. Una vez más, la misericordia se expresa en una Alianza, esta vez realizada en el Misterio Pascual de Cristo. Él entrega su vida como acto de suprema misericordia para que nosotros vivamos por Él, con Él y en Él. El perdón de los pecados, expresión máxima de misericordia, restablece la Alianza de Quien es siempre fiel.

10. En Jesús aparece la misericordia de Dios en modo humano. Sus gestos y acciones, sus actitudes y sentimientos son capaces de sintonizar con todos los sufrimientos, abismos y soledades del ser humano. Es una forma humanada de la misericordia divina que suscita en nosotros sentimientos y actitudes de admiración y agradecimiento, confianza y alabanza. La carta a los Hebreos lo expresa de un modo conmovedor: «Nosotros no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado. Por eso, comparezcamos confiados ante el trono de la gracia para alcanzar misericordia y encontrar gracia para un auxilio oportuno» (Hb 4, 15-16).

11. Es sorprendente ver el modo en que la ternura de Dios se acerca, en Cristo, a todo sufrimiento humano: Su encuentro con los pecadores, los enfermos, los pobres, los desahuciados, los que no conocen la misericordia, los desesperanzados, los condenados, los moribundos… También nosotros hemos sido alcanzados por esta misericordia, cuya expresión suprema es su pasión y cruz. Como afirma San Alfonso María de Ligorio: «No conviene a una misericordia tan grande como la vuestra olvidarse de una tan grande miseria como la nuestra» (Visitas al Santísimo Sacramento, 16). Más allá del desprecio y rechazo del ser humano, la misericordia del Señor siempre aguarda, siempre espera, tiende la mano y atrae hacia sí: «Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros… Si cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, con cuánta más razón, estando ya re- conciliados, seremos salvados por su vida» (Rom 5, 8.10).

3. La Iglesia, hogar de la misericordia

12. Esta misericordia manifestada en Cristo se edifica a modo de templo. Cristo es el templo de la misericordia de Dios: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré,… pero Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2, 19.21). A este templo de misericordia hemos sido agregados por medio del bautismo: «Acercándoos a Él, piedra viva rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa para Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción de una casa espiritual para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo» (1 Pe 2, 4-5).

13. Este templo, hogar de misericordia, se llama Iglesia, es decir, realidad convocada por Dios, que no nace de nuestra iniciativa, sino de su llamada. El apóstol Pedro ha descrito el modo en que hemos sido elegidos y agregados a la construcción de esta morada, que es verdaderamente una tierra de vivientes. San Agustín lo expresa hermosamente: «Quien quiera vivir tiene en donde vivir, tiene de donde vivir. Que se acerque, que crea, que se deje incorporar para ser vivificado. No rehúya la compañía de los miembros» (In Ioh XXVI, 13). Por eso la Iglesia es, en palabras del Papa Francisco, como un hospital de campaña, donde hemos sido tocados, alcanzados por la misericordia de Dios.

14. «Como el Padre me ha enviado, así os envío Yo. Y dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados» (Jn 20, 21-23). La Iglesia, hogar de misericordia, hospital de campaña, es el sacramento del encuentro con Dios: El lugar donde experimentamos la radical renovación de nuestra humanidad por la efusión del Espíritu Santo. Y desde esta casa de misericordia, cada uno de nosotros es enviado a los cruces de los caminos. Como en la parábola de las bodas del hijo del rey, somos enviados a las encrucijadas de la vida, a las periferias existenciales, a invitar a todos al banquete de bodas, preferentemente a los pobres, enfermos, desahuciados (cfr. Mt 22, 1-14). Esta parábola es una de las muchas que recoge la Escritura para describir el Reino de Dios, que manifiesta su misericordia, de la que hemos sido constituidos testigos, heraldos y portadores.

15. La misericordia de Dios está íntimamente relacionada con una Iglesia en salida, una Iglesia enviada a «evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista, a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (cfr. Lc 4, 18-19). Es la misma idea que nos quiere transmitir el Papa Francisco animándonos a hacerla realidad con la ayuda de Dios: «La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio» (EG 114).

II. IGLESIA EN CONVERSIÓN PASTORAL Y EN SALIDA

16. Los primeros pacientes que han sido tratados en este hospital de campaña hemos sido nosotros. Dios nos ha «primereado». Él nos ha amado primero: «Nos sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). Lo sorprendente del discipulado de Jesús es que ha sido Él quien ha elegido a sus discípulos, contrariamente a lo habitual en las escuelas rabínicas o filosóficas de su tiempo. Él también nos ha elegido, no por nuestros méritos, sino conforme a su bondad. Este «primerear» de Dios es causa de admiración y agradecimiento en San Pablo: «Pero Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo Jesús -estáis salvados por pura gracia-; nos ha resucitado con Cristo Jesús, nos ha sentado en el cielo con Él» (Ef 2, 4-5).

1. Conversión personal

17. Por eso, la primera actitud del ser humano ante este modo de proceder de Dios ha de ser la acogida agradecida. Es Él quien inspira en nosotros «el querer y el obrar» (Flp 2, 13). Él nos alcanzó primero y realiza en nosotros el nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu. Es el encuentro decisivo de la libertad de Dios con la libertad humana que llamamos conversión, por el que nos volvemos a Él, acogemos su gracia, experimentamos su misericordia y perdón e iniciamos el camino del discipulado. Como afirma San Bernardo: «Nuestros ojos estaban ciegos. Nosotros yacíamos paralizados en nuestra camilla, incapaces de llegar a la grandeza de Dios. Por eso nuestro amable salvador y médico de nuestras almas descendió de su altura» (Sermón I Dom. Adviento, 78). Es la alegría del encuentro con Cristo que nos rescata del pecado, de la tristeza individualista del corazón cómodo, avaro, de la búsqueda del mero placer, de los propios intereses, de una vida clausurada y vuelta únicamente hacia nosotros mismos. «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Benedicto XVI, Deus caritas est, 1). El encuentro con el amor de Dios es feliz amistad que nos rescata de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. De este modo, llegamos a ser humanos cuando somos más que humanos (cfr. EG 8), somos realmente hijos e hijas de Dios.

18. El gran canto a la misericordia en el Antiguo Testamento es el salmo 50, atribuido al rey David, cuando el profeta Natán lo visitó, denunciándole que se había unido a Betsabé procurando, además, la muerte de su esposo Urías (cfr. Sal 50, 1.2). Y comienza precisamente con una exclamación: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado» (Sal 50, 3-4). Es el grito desgarrador de quien, hundido ante la conciencia del propio pecado, ve en la misericordia de Dios su única esperanza, el único lugar donde puede ser acogido y perdonado. Esta exclamación del rey David va acompañada de una especial lucidez y humildad: «Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado» (Sal 50, 5). El rey ha recibido una gran luz, una sabiduría que le ha sido dada para que pueda conocer la verdad y la profundidad de su existencia (cfr. Sal 50, 8). Esta sabiduría es también fruto de la misericordia de Dios. Ha percibido que ha quebrantado unilateralmente la Alianza, y algo ha quedado roto en lo más profundo de su ser. El perdón será pleno y definitivo a partir de una nueva Alianza, sellada en la sangre de Cristo. Así lo expresa Jesús en la última cena: «Bebed todos, porque esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26, 27-28).

19. El perdón y la salvación que se nos conceden en la sangre de Cristo, asumen y llevan a plenitud lo expresado por el salmo 50. El misterio Pascual, el cuerpo entregado y la sangre derramada establecen la Alianza definitiva, cuyo efecto fundamental es el perdón de los pecados. El Señor resucitado, al aparecerse el primer día de la semana, sopló sobre los apóstoles y los envió con la potestad, ante todo, de perdonar los pecados, que se encuentran en el fondo y la raíz de toda injusticia y de todos los dramas humanos.

20. Esta experiencia del encuentro y del perdón es la de Zaqueo. Jesús, en su camino hacia Jerusalén, atravesaba las calles de aquella ciudad. Al llegar a la altura del árbol en que se había encaramado este recaudador de impuestos para verle pasar, el Señor «levantó los ojos y le dijo: Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa» (Lc 19, 5). Aquel hombre no salía de su asombro. Seguramente ya había oído hablar de Jesús, de cómo trataba a los enfermos y a los pecadores. Lo que nunca se había imaginado es que un día fijase en él su mirada, lo llamase por su nombre -¿quién se lo había enseñado?- y le pidiese hospedaje en su casa. El hecho de que Jesús llame a Zaqueo por su nombre significa que lo conoce bien. Todos somos de un modo u otro Zaqueo. A todos nos conoce Jesús por nuestro nombre. Él sabe de nuestras trampas, infidelidades, mentiras, envidias. Y, sin embargo, ha mostrado en nosotros su misericordia, nos ama y nos ofrece la salvación. Evangelizar es precisamente dar a conocer esta Buena Noticia, comunicar esta experiencia, el don que Cristo nos ha hecho.

2. El sacramento de la Reconciliación

21. Existen diversos cauces por los que Dios derrama su misericordia sobre nosotros. Pero Dios, en su infinito amor, ha querido establecer con nosotros un cauce concreto, visible y ordinario de su misericordia a través de sus sacramentos, y de una forma muy especial, del sacramento de la Reconciliación. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «En su solicitud materna, la Iglesia nos concede la misericordia de Dios que va más allá del simple perdón de nuestros pecados y actúa especialmente en el sacramento de la Reconciliación» (Catecismo IC 2040).

22. Nos puede costar entender la razón de esta encarnación y personalización del perdón de Dios. No deja de ser sorprendente que, a veces, no comprendamos el camino de la sencillez que nos ofrece su misericordia. A esta paradoja se refiere el Papa Francisco cuando afirma en un discurso a la Penitenciaria Apostólica: «!La misericordia es el corazón del Evangelio¡ Es la buena nueva de que Dios nos ama, de que ama siempre al pecador y con este amor lo atrae hacia sí y lo invita a la conversión. No olvidemos que, a menudo, a los fieles les cuesta trabajo confesarse, sea por motivos prácticos, sea por la dificultad natural de confesar a otro hombre los pecados propios… ¡La confesión no es un tribunal de condena, sino una experiencia de perdón y misericordia!» (Papa Francisco a la Penitenciaría Apostólica, 28 marzo 2014).

23. El Papa Francisco hizo un gesto profético al confesarse ante los ojos de todos en la Basílica de San Pedro, antes de sentarse él mismo a administrar este sacramento (28 de marzo de 2014). En el sacramento de la Reconciliación, donde recibimos este perdón de modo sacramental, también somos invitados a reconocer la culpa, a expresar, como el rey David la realidad de nuestros pecados, con un «corazón sincero» (cfr. Sal 50, 8) para que sean perdonados por la misericordia infinita de Dios y se nos devuelva «la alegría de la salvación» (Sal 50, 14). La acusación personal de los pecados no debe reducirse a una manifestación genérica de la conciencia de sentirnos pecadores, porque, como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «La confesión de los pecados ante el sacerdote es un elemento esencial de este sacramento» (Catecismo IC 1424).

24. Impresiona comprobar la frescura con la que el Papa nos propone la sinceridad, la concreción y la trasparencia de los niños en la confesión de los pecados, como referencia para los adultos. Así lo decía en una de sus homilías matutinas en Santa Marta: «Los pequeños tienen esta sabiduría. Cuando un niño viene a confesarse nunca dice cosas generales. Padre he hecho esto y esto a mi tía, al otro le dije esta palabra -¡y dicen la palabra!-. Son concretos, ¿eh? Y tienen la sencillez de la verdad. Y nosotros tendemos siempre a esconder la realidad de nuestras miserias. Pero hay una cosa muy bella: Cuando nosotros confesamos nuestros pecados, como están en la presencia de Dios, sentimos siempre la gracia de la vergüenza. Avergonzarse ante Dios es una gracia» (25 octubre 2013).

25. El Papa invita a los sacerdotes a ejercer con generosidad y esfuerzo este magnífico servicio de misericordia en el sacramento de la Reconciliación. Ellos son ministros de la misericordia, servidores del perdón de Dios: «El sacerdote es instrumento para el perdón de los pecados. El servicio que presta como ministro, de parte de Dios, es muy delicado y exige que su corazón esté en paz, que no maltrate a los fieles, sino que sea humilde, benévolo y misericordioso, que sepa sembrar esperanza en los corazones, y sobre todo que sea consciente de que el hermano y la hermana que se acercan al sacramento de la Reconciliación buscan el perdón y lo hacen como tantas personas se acercaban a Jesús para curarse» (Papa Francisco, Audiencia general, 20 noviembre 2013).

26. Este perdón conlleva así mismo una misión: «Enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a Ti» (Sal 50, 15). Quien ha sido perdonado es convertido en testigo y mensajero de la misericordia de Dios, es un reconciliado en salida, para acercar a todos a esta gran misericordia que perdona, que recupera la dignidad, que rehace lo que estaba roto con el fin de restablecer la Alianza de Dios con su pueblo y sanar su filiación herida.

3. Conversión de la comunidad: Una Iglesia en salida

27. La conversión no sólo nos alcanza de modo individual, sino también comunitariamente, como Iglesia. La Iglesia es la comunidad de los discípulos misioneros. El Papa Francisco nos exhorta a una conversión eclesial, pastoral y misionera, enraizada en la propia conversión personal. Toda la Iglesia está concernida. El Pueblo de Dios precisa de una permanente reforma para ser fiel a su vocación.

28. El Papa invita al discernimiento y a la purificación, a la reforma de estructuras y modos de hacer, que pueden condicionar el dinamismo evangelizador (cfr. EG 30). Las buenas estructuras sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las juzga. Pero, al mismo tiempo, sin vida nueva, sin una profunda renovación interior, sin auténtico espíritu evangélico y sin fidelidad de la Iglesia a la propia vocación, cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo (cfr. EG 25, 26). Nosotros debemos realizar este discernimiento en nuestras Iglesias locales para ver qué estructuras, hábitos y actitudes deben ser renovados.

29. Una comunidad que experimenta la misericordia de Dios se distingue, sin duda, por vivir la comunión como don de Dios y tarea de todos y cada uno de los miembros de su pueblo. En este sentido, hemos de realizar un esfuerzo por tratar con misericordia los defectos, errores y pecados de nuestra propia Iglesia o de sus miembros. La Iglesia, siempre necesitada de renovación y purificación, en palabras del Vaticano II (cfr. LG 8), necesita de la ternura y de la misericordia de sus propios hijos e hijas.

30. De modo particular, la relación entre pastores y fieles debe estar inspirada por la misericordia, conscientes de que ello contribuye grandemente a la credibilidad de nuestra acción evangelizadora: La evangelización es tarea de la Iglesia (cfr. EG 111) y ser Iglesia es ser Pueblo de Dios, de acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre (cfr. EG 114). A los pastores nos exhorta la primera carta de Pedro a realizar nuestra tarea de buena gana, con apertura de corazón, siendo ejemplo para la comunidad (cfr. 1 Pe 5, 2-3). Antes, el apóstol ha invitado a todos a tener un mismo sentir, a ser humildes y misericordiosos (cfr. 1 Pe 3, 8). Necesitamos avanzar, asimismo, en el trato cordial y fraterno entre diferentes sensibilidades y espiritualidades presentes en nuestras Iglesias locales, buscando para ello espacios y momentos propicios para el diálogo, el encuentro y la complementariedad. Con el Papa decimos: No a la guerra entre nosotros (cfr. EG 98-101). La comunidad que cuida el trato fraterno entre sus miembros, tomando en consideración a todos y a cada uno, ofrece un testimonio válido para la concordia humana, que da sentido a la identidad y misión de la Iglesia (cfr. LG 1).

4. Guiados por el Espíritu

31. La conversión pastoral de nuestras comunidades presupone y necesita de una conversión evangelizadora de sus miembros. Ello requiere de varios elementos que sucintamente queremos enumerar, a partir de las indicaciones que la exhortación del Papa Francisco nos ofrece: Una auténtica conversión personal; un adecuado proceso de iniciación cristiana y el acompañamiento necesario que hagan frente a la crisis de identidad que muchos cristianos padecen; una profunda renovación espiritual que nos convierta en testigos apasionados y audaces de la misericordia de Dios, que impida que el fervor espiritual decaiga; una conversión que nos vuelque «hacia fuera», que nos haga salir del individualismo, de buscar espacios de comodidad interior, de una especie de aburguesamiento espiritual (cfr. EG 78), que nos infunda la certeza de que la vida hay que entregarla, de que «quien quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 35); un auténtico espíritu de servicio que encarne en nosotros la actitud de Jesús que no vino a ser servido, sino a servir y a entregar su vida (cfr. Mt 20, 28)

32. Para posibilitar esta conversión personal que nos ayude a superar la mundanidad espiritual (cfr. EG 93), se nos entregan los instrumentos y acontecimientos que avivan el don de Dios que se nos ofrece: La oración y la lectura creyente y orante de la Palabra, la participación en los sacramentos, principalmente de la Eucaristía, la vida y la compañía de la comunidad eclesial, la formación permanente, la conversión constante sostenida por el sacramento de la reconciliación, las diversas expresiones de piedad y religiosidad popular, el servicio que prestan los pastores de la Iglesia, el testimonio y la entrega de la vida consagrada, de quienes viven y testimonian su fe en los ámbitos más diversos de la existencia humana, de quienes portan el amor de Dios a las oscuridades del sufrimiento humano o más allá de nuestras fronteras…

33. Esta conversión personal se realiza en la comunión de la Iglesia. No es un proceso individualista. Es necesario señalar como elemento fundamental esta espiritualidad de comunión en la diversidad, de estar juntos, de reconocernos como familia, compañía, fraternidad y pueblo de Dios. Debemos favorecer el gusto espiritual de ser pueblo (cfr. EG 268). Quizás hemos vivido un estilo de vida marcadamente individualista, donde no percibíamos la importancia de pertenecer a la Iglesia, formar parte de ella afectiva y efectivamente.

34. Esta disposición al encuentro también nos ayudará a superar recelos o prejuicios que dificultan el trabajo en comunión, el querernos y apreciarnos. Esto nos anima, así mismo, a salir de nosotros para ir al encuentro del otro, no sólo en el interior de la comunidad cristiana, sino más allá de cualquier frontera, con la con- ciencia de ser enviados por el Señor. La cultura del encuentro es una dimensión característica de la comunidad eclesial, así como una disposición necesaria para el envío y el anuncio, para testimoniar en todos los ambientes la misericordia de Dios: «Cada vez que se nos abren los ojos para reconocer al otro, se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios» (EG 274).

35. «Nos apremia el amor de Cristo» (2Cor 5, 14). Ante la desertificación espiritual que padecemos, Dios nos llama a ser «personas cántaro» capaces de portar el agua viva a tantos sedientos con auténtico entusiasmo misionero (cfr. EG 81). Hermosa expresión que evoca la frase de San Pablo en la que nos dice que llevamos este tesoro, el del conocimiento de Cristo Jesús y la comunión con Él, en vasijas de barro. Así queda claro que «una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2 Cor 4, 7). No es obra nuestra. Nosotros, como siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer (cfr. Lc 17, 10), y damos gratis lo que gratis hemos recibido (cfr. Mt 10, 8).

III. ÁMBITOS NECESITADOS DE MISERICORDIA

36. Cuando la Buena Noticia de la misericordia nos ha alcanzado, no es fácil permanecer callados e inactivos mientras vemos a nuestro lado a tanta gente que aún no la conoce y la necesita. Así lo recuerda el Papa Francisco: «Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida» (EG 49). La experiencia de la misericordia de Dios exige ser anunciada y compartida. Una mirada atenta nos hace percibir los dramas y sufrimientos presentes en tantas personas y situaciones concretas. Con estos, preferidos de Dios, queremos «primerear, involucrarnos, acompañar, fructificar y festejar» (cfr. EG 24). Sin pretender ser exhaustivos, nos gustaría resaltar algunos ámbitos donde percibimos hoy una especial necesidad de misericordia, donde Jesús nos aguarda para saciar su sed, para ser portadores de su amor que, como ungüento de vida, alivie el sufrimiento, ilumine la oscuridad y abrace la soledad abriendo caminos de vida y esperanza.

1. La convivencia social

37. Hemos visto que la misericordia de Dios por antonomasia consiste en el perdón de los pecados. Por ello, el perdón y la reconciliación es una de las tareas fundamentales del hospital de campaña. Esta misericordia posibilita la reconstrucción de una vida rota, así como la reconciliación con Dios y con el hermano al que hemos ofendido o dañado. Nos dice San Pablo: «Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación. Por eso nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2Co 5, 18-20). Es un párrafo largo y denso que no pretendemos en este momento analizar detenidamente. Únicamente queremos señalar que la reconciliación es un ministerio eclesial por excelencia.

38. El inicio del camino de retorno a Dios, el reconocimiento de la culpa es un elemento clave para el comienzo de la propia sanación: «Me levantaré e iré donde mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti» (Lc 15, 18). Lamentablemente asistimos a una pérdida de la conciencia del pecado, a una dificultad enorme para reconocer nuestras culpas. Ello nos impide con frecuencia iniciar este camino de retorno y rehabilitación. Necesitamos pedir esta gracia, este auxilio de la misericordia de Dios que nos ayuda a entrar en nuestro interior y, viendo el estado desolador en el que nos encontramos, abrirnos a la misericordia de Dios que es manifestación perfecta de su poder: «Oh Dios, que manifiestas tu poder especialmente con el perdón y la misericordia» (oración colecta domingo XXVI T.O.).

39. Esta experiencia del perdón y la reconciliación que experimentamos ante un Dios que se ha encarnado para abrazarnos y devolvernos nuestra dignidad, es especialmente necesaria en nuestra historia reciente, cuando ha sido derramada injustamente la sangre de tantos hermanos nuestros, y otros llevan en su cuerpo y en su memoria, en su historia personal y familiar secuelas físicas, psíquicas, sociales y espirituales que les han marcado para siempre y que les han provocado y siguen provocando sufrimiento. A las víctimas y a sus familias hemos de escucharles con gran amor, ofrecerles el consuelo de Dios y el nuestro, la acogida, el acompañamiento y la ayuda necesaria, así como la memoria viva que exprese nuestro reconocimiento.

40. A los causantes del dolor y sufrimiento debemos recordar que el Padre siempre espera; que les invita a recorrer el camino de retorno, a abrir su corazón reconociendo, como David, «mi culpa y mi pecado» (Sal 50, 5) y comenzar a recomponer lo que ha sido destruido, no sólo tan injustamente en las víctimas, sino también en la propia vida y en sus familias. Como afirma el profeta Ezequiel, «Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 18, 23). En este delicado camino es necesario el acompañamiento y la pedagogía que ayuden a reconocer, a reparar en la medida de lo posible el daño causado y a abordar la sanación de las secuelas físicas, psíquicas, espirituales y sociales que la violencia ha generado.

41. La tarea reconciliadora es un elemento muy importante en la sociedad actual. En este sentido, hay que recordar que «la Iglesia no tiene soluciones para todas las cuestiones particulares. Pero junto con las diversas fuerzas sociales, acompaña las propuestas que mejor respondan a la dignidad de la persona humana y al bien común» (EG 241). Ante las dificultades para lograr una convivencia pacífica asentada, el Papa nos recuerda algunos principios que nos pueden ser de utilidad: El diálogo social, el encuentro, la escucha, la búsqueda común, la paciencia, el respeto a la verdad y a la justicia. Somos conscientes de que las soluciones definitivas no se alcanzan a corto plazo, sino a través de pequeñas o grandes acciones que irán fructificando y nos ayudarán a progresar (cfr. EG 223); los problemas hay que asumirlos en su complejidad haciendo que la verdad de las cosas se vaya abriendo camino y vaya aunando voluntades, iluminando las situaciones y alumbrando caminos por los cuales poder avanzar (cfr. EG 226-230). Así mismo, es importante no ideologizar los problemas ni idealizarlos, ni olvidar que la realidad posee múltiples dimensiones y matices que hacen que la resolución de las dificultades no sea siempre ni fácil ni inmediata (cfr. EG 232-233). Debemos actuar siempre con las actitudes, los criterios y la libertad que nos concede el Evangelio.

42. Hemos sido y estamos siendo conocedores de algunos testimonios de perdón y de reconciliación verdaderamente heroicos. Es más, a buen seguro que muchos -quizás la mayor parte- de los pasos dados en esta dirección, permanecen ocultos a los medios de comunicación y a la opinión pública. La reconciliación es como el grano de mostaza del Evangelio, que a pesar de ser la más pequeña de las semillas, termina creciendo y cobijando a muchos bajo su sombra.

43. Es comprensible que a los que continúan profundamente heridos por la historia de violencia, les resulte difícil acoger la exhortación al perdón y a la reconciliación, porque pueden interpretar que se ignora su dolor, o que se pierde la memoria de lo ocurrido. Pero si ven el testimonio de comunidades auténticamente fraternas y reconciliadas, así como el de personas que se perdonan mutuamente, que intentan reparar el daño causado y, tras la ofensa, quieren volver a caminar juntas, ellos también se encontrarán ante una luz que atrae y que llena de esperanza (cfr. EG 100).

44. Obviamente, el perdón no es algo que se pueda imponer o exigir. Es siempre un don, una gracia. Se trata, en esencia, de ofrecer a los demás la misma medicina que a nosotros nos está curando: El amor, el perdón y la misericordia que Cristo nos ofrece. Se trata de tomar conciencia de que Él ha sido el primero que nos ha amado cuando éramos sus enemigos y nos ha perdonado setenta veces siete. Él perdona siempre, aunque es verdad que nosotros podemos acogernos a dicho perdón y beneficiarnos de él o cerrarnos al mismo y rechazarlo, quedando abocados de este modo a la desolación interior. San Pablo lo explica muy bien: «No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rm 12, 21). Este perdón, auténtico don Dios, es un medio excelente y eficaz de anunciar la Buena Noticia de la misericordia de Dios.

2. La familia

45. Hoy en día, es especialmente importante volcar la misericordia de Dios sobre los matrimonios y las familias. Esta preocupación es patente en el Papa Francisco que ha convocado dos sínodos con el fin de abordar los desafíos, la vocación y la misión de la familia. En efecto, la familia es la institución mejor valorada por la sociedad. Constituye una auténtica escuela de humanidad, socialización, eclesialidad y santidad. En ella hemos venido a la vida, somos reconocidos y amados por lo que somos y aprendemos a amar y a entregarnos. En ella experimentamos por vez primera la misericordia de Dios y aprendemos a vivir en ella. Es admirable el testimonio de tantos matrimonios que con su vida construyen una sociedad verdaderamente humana y fraterna. El matrimonio y la familia son bienes originarios de la cultura de la humanidad, un patrimonio que es preciso custodiar, promover y defender. Aun así, como afirma el Papa Francisco, «la familia atraviesa una crisis cultural profunda» (EG 66).

46. El individualismo postmoderno, las diversas concepciones ideologizadas del matrimonio y la familia, una concepción emotivista del amor, la inmadurez afectiva, la fragilidad de los vínculos, las dificultades económicas y sociales, de acceso a la vivienda y al trabajo, entre otros factores, han contribuido a desdibujar la realidad matrimonial, a difuminar la percepción de la verdad y bondad del matrimonio y a debilitar los vínculos familiares. Esto se revela en los datos sociológicos que muestran un descenso acusado de la celebración de matrimonios, e indican que a los cinco años se han disuelto aproximadamente la mitad de los mismos. A esta realidad hay que añadir los múltiples casos de maltrato y violencia, particularmente contra las mujeres y los niños, la pobreza de muchas familias, el eclipse de una cultura de la vida que afirme la bondad y dignidad inalienable de toda vida humana y la necesidad de custodiar y defender la vida de los niños por nacer como un don inmenso que se nos da (cfr. EG 212-214).

47. El matrimonio es expresión de la Alianza de Dios con la humanidad, de la Alianza nupcial de Cristo con su Iglesia, y es icono del amor de Dios plasmado en la naturaleza humana. Por eso esta realidad, probada por diversas dificultades e incomprensiones, necesita particularmente la ayuda de la misericordia de Dios. Para hacer realidad esta misericordia, deberíamos plantearnos una serie de cuestiones: ¿Cómo educar en el amor verdadero y prevenir los diversos dramas que se pueden presentar en muchas familias? ¿Cómo mostrar la belleza y la posibilidad en Cristo de vivir en nuestro contexto social un amor conyugal fiel, exclusivo, estable, indisoluble, abierto a la vida? ¿Cómo hacer presente y operante en estos dramas y sus consecuencias la misericordia de Dios, que se inclina para restablecer su Alianza con todas y cada una de las personas y situaciones anteriormente expuestas? ¿Cómo acompañar a las mujeres que viven su embarazo con angustia y desesperanza? ¿Cómo mostrar el don que supone toda vida humana y acogerla más allá de las dificultades?

48. La negativa a reformar la actual legislación sobre el aborto, ha dejado en la indefensión jurídica a decenas de miles de vidas humanas en el seno materno. Es preciso recordar que, más allá del interés por el desarrollo económico, existen valores morales que son fundamentales como la protección de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural. Es cierto que muchas personas de nuestras diócesis, parroquias y comunidades, así como instituciones eclesiales y civiles, desarrollan múltiples iniciativas dedicadas a acompañar a los matrimonios y las familias en las más variadas circunstancias de dificultad, riesgo, pobreza o fracaso. Pero, ¿qué nuevos compromisos personales y comunitarios podemos adquirir, qué respuestas y propuestas operativas nuevas debemos poner en marcha, renovar o seguir impulsando?

49. Intrínsecamente unida a la importancia capital de la familia para la Iglesia y la sociedad, está la responsabilidad educativa. A la familia corresponde por propia vocación la tarea educativa de sus hijos e hijas. Es éste un ministerio, apasionante y delicado, que es confiado al padre y a la madre. No hay tarea más hermosa que introducir a los niños y jóvenes en la realidad en la que están inmersos, mostrarles las claves de su inteligibilidad, ayudarles a descubrir el sentido de su vida. Los padres son testigos de un amor más grande que es el amor de Dios. Ellos adquieren la responsabilidad de educarlos en la fe, en el conocimiento de un Dios que es amor y misericordia, que ha tomado nuestra carne, llena de sentido nuestra existencia, nos abre un horizonte de eternidad y nos muestra el camino para alcanzar nuestra plenitud. En Él es posible percibir la bondad de lo creado, crecer en una visión positiva de la realidad, en generosidad y disponibilidad, en respeto y capacidad de entrega, en esfuerzo y sacrificio, en solidaridad y misericordia, en perdón y paz.

50. En este sentido, padres y madres necesitan ser acompañados para que, ante las dificultades, no caigan en la tentación de claudicar en la tarea educativa. A este respecto, el Papa Francisco afirma que «se vuelve necesaria una educación que enseñe a pensar críticamente y que ofrezca un camino de maduración en valores» (EG 64): Una educación que aborde todas las dimensiones de la persona. En esta tarea se inserta también la iniciación cristiana como clave que da sentido a toda la existencia. El testimonio de los padres, la interacción entre libertad y autoridad en el amor, la necesidad de modelos de referencia, el planteamiento vocacional, la necesidad de atender a las carencias afectivas o de cualquier tipo que pueden darse en el entorno familiar y social, constituyen desafíos de primer orden que precisan de acompañamiento y ayuda. Son muchas las personas, comunidades religiosas, parroquias, asociaciones e instituciones diocesanas volcadas en ayudar a las familias en esta tarea, a las que queremos mostrar nuestro apoyo y agradecimiento.

51. Así mismo, nos debemos preguntar acerca de la relación y congruencia entre el derecho de las familias a decidir el tipo de educación que quieren para sus hijos de acuerdo a sus propias convicciones y la oferta educativa que se les ofrece, tanto en la enseñanza estatal como de iniciativa social o concertada, pues en- tendemos que ambas son públicas y responden al derecho de las familias a la educación. También deberíamos examinar el modo en que nos implicamos en la tarea educativa, en la participación en las Asociaciones de Padres y Madres, en los consejos escolares, en la formación permanente del profesorado católico y en el asociacionismo en los diversos ámbitos de la educación.

3. Los pobres y los excluidos

52. La misericordia de Dios se vuelca especialmente en los pobres y excluidos. Hoy y siempre los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio, y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo de la presencia del Reino que Jesús vino a traer (cfr. EG 48). La misericordia de Dios, manifestada en Cristo, se inclina sobre toda pobreza, indigencia y dolencia humana. Estamos llamados a procurar el desarrollo integral de todos los seres humanos. El Evangelio no está destinado al ámbito privado, sino que tiene una inequívoca vocación social, capaz de transformar el mundo según las exigencias del Reino de Dios. Recordamos sucintamente algunos principios enunciados por el Papa Francisco: No a una economía de la exclusión (cfr. EG 53); no a la nueva idolatría del dinero (cfr. EG 55); no a un dinero que gobierna en lugar de servir (cfr. EG 57); no a la inequidad que genera violencia (cfr. EG 59). Todos estos enunciados tienen en común el denunciar que el centro de la organización económica financiera y social no es el ser humano, sino otros elementos como el dinero, los medios de producción, el poder, el acaparamiento. Estos asuntos los abordaremos en un apartado posterior, íntimamente relacionado a estas cuestiones.

53. En este contexto, se entiende la opción preferencial por los pobres como un mensaje que brota de las entrañas mismas del Evangelio y que manifiesta la misericordia de Dios hacia los más débiles, empobrecidos e indefensos. Él, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos a todos (cfr. 2 Cor 8.9). De esto se derivan importantes implicaciones para la misión de la Iglesia. A raíz de la crisis económica que estamos padeciendo, que viene a superponerse a las hambrunas y pobrezas generalizadas y profundas de amplias regiones de la tierra, es necesario desenmascarar aquellas ideologías y estructuras de pecado que se encuentran en la raíz de las injusticias y pobrezas. Como ya afirmamos en la carta pastoral de 2011, es necesario que la economía se ponga al servicio de cada persona y de todas las personas.

54. El Papa Francisco lo dice con claridad: Quiero una Iglesia pobre para los pobres (cfr. EG 198). Esto implica un cambio de mentalidad y de hábitos que han de nacer del propio corazón, de la experiencia de la propia pobreza y del descubrimiento de la verdadera riqueza. Demanda, por tanto, una auténtica con- versión. Las tradicionalmente llamadas obras de misericordia (cfr. Catecismo IC 2447), divididas en corporales y espirituales, recuerdan cuatro clases de pobreza, que a menudo van entrelazadas: La pobreza física o económica, que es la más grave y fácil de ver; la pobreza cultural, que también excluye de la vida social al negar oportunidades de formación; la pobreza relacional, que aísla del entorno social; la pobreza espiritual, que en nuestra sociedad se concreta a menudo en vacío interior, desesperanza o abandono. Es preciso destacar que las obras de misericordia se sitúan más allá de la ley meramente humana, son más que la estricta justicia y representan una exigencia para el cristiano. Por ello, el hecho de no practicarlas constituye un pecado de omisión, como lo muestra nítidamente la parábola del buen samaritano (Lc 10,25- 37), que concluye de modo imperativo: «Vete y haz tú lo mismo».

55. Toda clase de pobreza reclama nuestra mirada compasiva, reflejo de la misericordia de Dios. Más aún, para el cristiano demanda cercanía real y cordial a los pobres, para poder acompañarlos adecuadamente en su camino de liberación (cfr. EG 199). Jesús no sólo se solidarizó con los pobres, sino que se identificó con ellos (cfr. Mt 25) y los consideró destinatarios preferentes de la Buena Noticia (cfr. Lc 4). Siendo rico, se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza (cfr. 2 Cor 8,9). Con todo, los pobres no son únicamente destinatarios de la acción de la Iglesia, sino que, como recuerda el Papa, son agentes de nuestra evangelización. Por eso estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharles, a comprenderles y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos (cfr. EG 198). De ahí deriva la especial atención espiritual que les debemos y que a menudo descuidamos o dejamos para un momento ulterior. La desatención espiritual es considerada por Francisco como la peor discriminación que pueden sufrir, ya que la inmensa mayoría de ellos tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe (cfr. EG 200).

56. La respuesta a las situaciones de pobreza pasa por una conversión personal, por un cambio del corazón, por adquirir estilos de vida austeros, fraternos y solidarios. El uso que hacemos de los bienes debe estar presidido por la sobriedad y la solidaridad. No somos propietarios, sino administradores de lo que somos y tenemos. Así nos lo recuerda la cita de San Juan Crisóstomo recogida en la exhortación del Papa: «No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos» (cfr. EG 57). La nueva relación con los pobres demanda indefectiblemente una nueva relación con los bienes y un uso evangélico de los mismos. ¿No están amplios sectores de nuestras comunidades y de nuestras diócesis acomodados a los parámetros de una sociedad de consumo? ¿Constituimos realmente, por nuestro modo de vivir, una alternativa que aporte credibilidad a nuestra acción evangelizadora?

57. La misericordia es activa, nos mueve a hacernos cargo del sufrimiento del prójimo, a ponernos en su lugar, a escucharlo, a defenderlo, a compartir nuestros bienes, a ayudarlo en el restablecimiento de sus derechos y de su dignidad. También conlleva un compromiso comunitario, tanto a nivel eclesial como social, político y económico, de transformación de las estructuras de pecado que generan desigualdad e injusticia. El Papa Francisco aboga por la inclusión social y eclesial de los pobres. En nuestro entorno constatamos realidades de sufrimiento que, en cooperación con entidades públicas y privadas, estamos llamados a atender: La falta de trabajo, especialmente en los jóvenes y los parados de larga duración, las dificultades eco- nómicas de muchas familias, las dificultades en la conciliación familiar y laboral, la llegada de inmigrantes y la necesidad de su inclusión social, la reagrupación familiar, el problema de la vivienda y los desahucios, la atención a los ancianos y enfermos, la atención al mundo de la discapacidad, la atención y rehabilitación de personas que caen en las toxico-dependencias, en el juego o en las redes mafiosas de diversa índole.

58. En tiempos recientes se ha suscitado un debate acerca de la aplicación de las ayudas sociales (por ejemplo, la Renta de Garantía de Ingresos en la Comunidad Autónoma Vasca o la Renta de Integración Social en Navarra). Se ponía en entredicho su valor y se proponían recortes, apelando a ciertos abusos en su aplicación práctica. Además de Caritas, numerosas voces eclesiales han salido en defensa de quienes necesitan esta ayuda, conscientes de apoyar a las personas más desfavorecidas e indefensas, apostando por una sociedad más justa y fraterna. Es ésta una aplicación justa de la doctrina social de la Iglesia. Si ha habido abusos, es preciso detectarlos, corregirlos y prevenirlos, recordando una antigua máxima: Abusum non tollit usum, es decir, el abuso de algunos no puede impedir la utilidad legítima para todos.

59. Además de las antiguas pobrezas, surgen otras nuevas que es necesario identificar y afrontar. No olvidemos que las pobrezas tienen rostros. Son personas que precisan acogida, escucha y acompañamiento. En este sentido debemos evaluar nuestro compromiso personal y comunitario en la lucha contra la pobreza, tanto en sus causas y estructuras como, sobre todo, en las personas que la padecen. El Papa Francisco dedicó el mensaje de la jornada mundial de la paz de este año a las nuevas esclavitudes que surgen en di- versos ámbitos geográficos. Debemos agradecer el testimonio de entrega y compromiso de tantas personas, comunidades, congregaciones religiosas, voluntarios de diversas entidades eclesiales y ONG, así como entidades públicas y sociales que se esfuerzan por erradicar las situaciones de pobreza y sus causas, no sólo en nuestra sociedad, sino también en tantos otros lugares del mundo donde existen hambres, guerras, esclavitudes e injusticias.

4. El sufrimiento y la enfermedad

60. El sufrimiento es una realidad más profunda y personal que el dolor, una realidad más compleja que toca en lo más hondo del ser. El dolor siempre es personal, pero el sufrimiento es mucho más íntimo y profundo, donde se experimenta la finitud de la propia existencia, donde se palpa la fragilidad del propio ser. La enfermedad nos sitúa ante la propia responsabilidad de cómo hacerle frente, cómo encajarla en la vida. El dolor y el sufrimiento necesitan imperiosamente la búsqueda de un sentido, la necesidad de trascenderlo; el dolor y sufrimiento precisan de la misericordia; es un lugar antropológico por excelencia que requiere de escucha, compañía, compasión y esperanza.

61. Dios no es el autor del sufrimiento ni de la muerte, sino Aquel que le pone remedio, porque está siempre de parte de los que sufren, los defiende y los acoge. Cristo, con su pasión y cruz, abraza todo sufrimiento humano en su propio sufrimiento. En la noche del dolor, en la percepción de la propia limitación e indigencia, la misericordia de Dios acoge a sus hijos e hijas heridos y derrotados por la enfermedad. De este modo desvela la trascendencia del ser humano y llena de sentido todas las vicisitudes de su vida, también aquellas más oscuras y dolorosas. El Evangelio de la vida, que nos indica que el amor de Dios es más fuerte que la muerte, nos abre a la esperanza. El paradigma de atención al ser humano derrotado por la enfermedad es la parábola del buen samaritano (Lc 10, 25-37). Ante el mundo del sufrimiento, la enfermedad y la ancianidad, es necesario testimoniar que la vida que el Resucitado nos da es capaz de vencer al sufrimiento y a la muerte.

62. Los cristianos estamos llamados a promocionar la cultura de la vida y de la acogida, a servir a la vida sufriente con las mismas entrañas del buen samaritano: «Aceptar al otro que sufre significa asumir de alguna manera su sufrimiento, de modo que éste llegue a ser también mío. Pero precisamente porque ahora se ha convertido en sufrimiento compartido, en el cual se da la presencia de un otro, este sufrimiento queda traspasado por la luz del amor. La palabra latina consolatio, consolación, lo expresa de manera muy bella, sugiriendo un «ser-con» en la soledad, que entonces ya no es soledad» (Benedicto XVI, Spe Salvi, 38).

63. Esto nos invita a examinar la atención que prestamos a las personas enfermas y también a las personas ancianas, que en muchos casos padecen soledad, y a los que frecuentemente se asocia un progresivo deterioro psicológico que les sumerge en un estado de abandono y olvido. Examinemos la calidad de nuestra atención a los enfermos, tanto en sus domicilios como en los centros sanitarios, la colaboración que podemos prestar a sus familias y cuidadores, su presencia en la comunidad cristiana, su atención espiritual y, en la medida en que sea necesario, la colaboración para que su integración en la vida familiar y social sea lo más rápida y satisfactoria posible.

64. Los momentos que rodean al fallecimiento de las personas constituyen así mismo un lugar de misericordia y de misión por excelencia: El acompañamiento al moribundo en los últimos compases de su existencia, el acompañamiento a su familia en esos momentos y posteriormente en la elaboración del duelo. La celebración exequial constituye un momento propicio para abrirnos al Evangelio de la resurrección y de la vida, al consuelo y la esperanza que Dios nos otorga, al poner al difunto, a sus familiares y a sus amigos en los brazos misericordiosos del Padre y a experimentar la comunión de los santos y el acompañamiento de la comunidad cristiana.

5. Algunos ámbitos de la vida pública

65. En relación con la inclusión social de los pobres y las causas que generan pobreza e injusticia, debemos referirnos a algunos ámbitos que posibilitan o impiden esta inclusión, en la medida en que son capaces de acoger la alegría del Evangelio, las semillas del Reino de Dios. El primero es el que podemos denominar desafío cultural. ¿Cuál es la relación entre cultura y Evangelio en la situación presente? El Papa Francisco nos habla de una «cultura predominante, en la que el primer lugar está ocupado por lo exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio. Lo real cede el lugar a la apariencia. En muchos países, la globalización ha significado un acelerado deterioro de las raíces culturales con la invasión de tendencias pertenecientes a otras culturas, económicamente desarrolladas pero éticamente debilitadas» (EG 62). ¿Cómo contribuir a que la rica aportación del Evangelio y la experiencia cristiana sean fermento de auténtica cultura y promoción de la dignidad humana? ¿Cómo potenciar la inculturación del Evangelio, buscando nuevos caminos de evangelización del mundo de la cultura? A este respecto, los centros educativos y universitarios, quienes se dedican al ámbito cultural y artístico y cuantos impulsan en sus espacios de trabajo y reflexión el pensamiento cristiano, pueden prestar una contribución especialmente valiosa.

66. El segundo ámbito es el referente al mundo laboral. Junto a las necesidades fundamentales de alimentación, vivienda, educación y sanidad, el trabajo es un aspecto esencial para el desarrollo de la persona, la vida familiar y su integración en la sociedad. El Papa Francisco afirma que «por medio del trabajo libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la dignidad de su vida. El salario justo permite el acceso adecuado a los demás bienes que están destinados al uso común» (EG 192). El acceso al trabajo digno y adecuadamente remunerado se ha convertido en una urgencia para muchas familias en nuestro entorno, y de modo particular para muchos jóvenes que no encuentran su primer empleo y para los parados de larga duración. Es necesario recordar la dignidad del trabajo como bien antropológico fundamental, la necesidad de buscar cauces para conciliar satisfactoriamente la vida familiar con la vida laboral, la dignidad y el respeto debido a los trabajadores, la defensa de sus legítimos derechos, la necesidad de una remuneración justa, así como una adecuada distribución de la renta.

67. Junto a esta dimensión fundamental del trabajo es preciso alentar la iniciativa empresarial, las nuevas formas de autoempleo y de creación de puestos de trabajo, con una visión que, trascendiendo la finalidad meramente lucrativa, responda a la necesaria responsabilidad social en la creación y distribución de bienes necesarios. Debemos recordar que la empresa debe caracterizarse por la capacidad de servir al bien común de la sociedad mediante la creación y distribución de bienes y servicios útiles, y ser gestionada ciertamente en términos y con criterios económicos, pero sin descuidar los valores auténticos que permiten el desarrollo concreto de la persona, de la familia y de la sociedad. A este respecto, afirma el Papa Francisco que «la vocación de un empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos los bienes de este mundo» (EG 203). La experiencia cristiana ha favorecido el surgimiento de formas fecundas de creación de empresas inspiradas en la doctrina social de la Iglesia, como son el movimiento cooperativista, los proyectos de iniciativa social y los de economía de comunión. Por este motivo, es necesario promover y acompañar a los agentes sociales, empresarios y trabajadores, capaces de poner en práctica la doctrina social de la Iglesia, inspirada en una antropología y ética congruentes con la inalienable dignidad de la persona humana.

68. Un tercer ámbito es el mundo de la economía y las finanzas. Nos remitimos a la carta pastoral de 2011 que trataba esta cuestión: Sus contenidos e indicaciones siguen teniendo plena vigencia. A este respecto, quisiéramos volver a recordar la centralidad de la dignidad de la persona y el servicio al bien común que debe estructurar la política económica (cfr. EG 203). Es necesario volver a reflexionar sobre los fundamentos de nuestra economía y del sistema financiero.

69. Un cuarto ámbito es el relacionado con la presencia de los cristianos en la responsabilidad política y sindical. La política es una altísima vocación, una de las formas más hermosas de la caridad (cfr. EG 205). Más allá de los lamentables casos de corrupción, agradecemos el servicio de tantas personas que se dedican a la política desde una vocación de servicio fundamentada en los principios de la dignidad humana y el bien común, la honestidad, el esfuerzo y la capacidad de diálogo y acuerdo. El Evangelio es capaz de ofrecer luz y sentido a las cuestiones sociales a las que deben servir: «Estoy convencido de que a partir de una apertura a la trascendencia podría formarse una nueva mentalidad política y económica que ayudaría a superar la dicotomía absoluta entre la economía y el bien común social» (EG 205). Agradecemos a tantos seglares su participación en diversas formaciones políticas y sindicales aportando una visión que parte del Evangelio y de la doctrina social de la Iglesia. Al mismo tiempo deberíamos preguntarnos si procuramos la formación de los agentes sociales; si acompañamos a estos seglares comprometidos con la actividad política y sindical. También deberíamos preguntarnos si, en las circunstancias actuales, esta presencia cristiana tiene capacidad real de hacer presentes los valores del Reino en las cuestiones sociales o si este trabajo se ve neutralizado por las ideologías vigentes en las formaciones en las que se integra. Y una cuestión más delicada: ¿Cuáles son los criterios para que una determinada formación política sea merecedora de la con- fianza de quienes quieren hacer presentes en la sociedad los valores del Reino de Dios expresados en la doctrina social de la Iglesia?

70. El quinto ámbito se refiere a los medios de comunicación social. El Evangelio posee una dimensión de anuncio y de comunicación por su propia naturaleza. La influencia de los medios de comunicación en la sociedad es decisiva, no sólo con el fin de servir a la verdad -que debe ser su vocación principal- y de informar, sino también para crear estados de opinión, influir en los hábitos sociales, culturales y en el modo de desarrollar las relaciones humanas y, en último término, intervenir en las cuestiones sociales, económicas y políticas. El mensaje evangélico se ve en ocasiones mediatizado, o incluso en algunos casos tergiversado, mutilado o sencillamente silenciado (cfr. EG 34). Por eso, también deberíamos preguntarnos: ¿De qué modo los cristianos estamos presentes en los medios de comunicación social? ¿Cómo aprovechamos las oportunidades que nos ofrecen las nuevas tecnologías y redes de comunicación social? ¿Cómo realizan su misión los medios de comunicación en manos de entidades cristianas? ¿Cómo difundir en clave misionera el mensaje evangélico y sus implicaciones sociales a través de los medios de comunicación? Son cuestiones que tendremos que abordar y sobre las que es precisa una profunda reflexión con el fin de ofrecer algunos cauces operativos.

IV. TESTIGOS Y MENSAJEROS

71. El mandato del Señor de hacer discípulos bautizando y enseñando (cfr. Mt 28, 19-20) constituye un encargo fundamental que concierne a todos. Efectivamente, la iniciación cristiana es una acción pastoral central en la misión de la Iglesia. Es necesario realizar un primer anuncio, también en el seno de las familias y comunidades cristianas. Una Iglesia no puede ser evangelizadora si ella misma no es evangelizada. No debemos dar nada por supuesto. Es evidente la dificultad de la transmisión de la fe en el seno mismo de la Iglesia, en las propias familias cristianas y en las comunidades. No debe faltar un primer anuncio del amor gratuito de Dios oído de labios de personas que son testigos del mismo. Acogido con humildad, abiertos a la acción de Dios, hace que prenda la llama de la fe (Rm 10, 17). El Papa Francisco subraya su importancia decisiva: «Este primer anuncio debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora y de todo intento de renovación eclesial» (EG 164).

72. A este primer anuncio seguirá la profundización y explicitación por medio de la catequesis en el contexto de la iniciación cristiana que ocupa los primeros años de la vida de las personas, o también de aquellos jóvenes y adultos que se vuelven a acercar tras un periodo de alejamiento o que son sorprendidos por vez primera por el amor gratuito de Dios: «Toda la formación cristiana es ante todo la profundización del kerigma que se va haciendo carne cada vez más y mejor, que nunca deja de iluminar la tarea catequética, y que permite comprender adecuadamente el sentido de cualquier tema que se desarrolle en la catequesis. Es el anuncio que responde al anhelo de infinito que hay en todo corazón humano» (EG 165). Debemos examinar el modo en que nuestras Iglesias locales realizan el delicado proceso de iniciación cristiana, revisando sus etapas y contenidos, así como la preparación y la motivación de los catequistas, la implicación de las parroquias, de las familias y de las comunidades que les acogen y acompañan, la apertura a la acción de Dios, el progreso y la maduración de todas las dimensiones de la vida cristiana.

73. Siendo importante la transmisión de la fe en nuestras familias y en nuestras comunidades, somos también enviados a proclamar el Evangelio a todos los lugares en los que se desarrolla la vida humana, a las periferias existenciales, a los que se han marchado o a los que nunca se han acercado o recelan de nosotros y del Evangelio. Debemos preguntarnos en primer lugar si nuestras Iglesias locales son realmente evangelizadoras; si realizan un anuncio también explícito del amor de Dios manifestado en Cristo. Debemos examinar el modo en que podemos acercarnos a quienes no han recibido el don de la fe. Repensemos nuestro lenguaje, nuestro modo de acceder a ellos, la importancia decisiva del encuentro personal, la necesidad de la escucha, el estar atentos a sus necesidades y preocupaciones y qué respuesta podemos procurar, el acompañamiento paciente y esperanzado, el testimonio que podemos ofrecer, la palabra y la pedagogía oportuna. Muchas veces, la cuestión no es de método, sino de personas; quizás no se trata tanto de programas, sino de personas, del sujeto evangelizador: «A quién enviaré», se pregunta el Señor, y el profeta Isaías responde: «Aquí estoy, envíame» (cfr. Is 6, 8). Él suscitará los modos, las palabras, las oportunidades. Nosotros debemos echar las redes confiando en la Palabra del Señor que nos manda: «Rema mar adentro y echad las redes para pescar» (Lc 5, 4). No tengamos miedo de adentrarnos en terrenos desconocidos ni de ofrecer la Palabra de vida a quienes no conocemos. A esos lugares y a esas personas somos enviados a proclamar la misericordia de Dios fiados de su Palabra. Para cuando nosotros lleguemos Jesús ya nos aguarda allí y realizará la obra que quiere hacer sirviéndose de nuestra propia pobreza y limitación.

CONCLUSIÓN

74. Al terminar esta carta, queremos traer a la memoria el salmo 135. En él se nos recuerdan las maravillas que Dios ha realizado en la historia del Pueblo de Israel. Cada hecho histórico relatado es seguido por una letanía que repite insistentemente el mismo estribillo: «Porque es eterna su misericordia». También nosotros podemos recordar la historia de nuestra vida, siendo conscientes de que cada paso, cada acontecimiento, es expresión de la misericordia de Dios. Una misericordia que nos abre a la alegría, la paz y la esperanza. El discipulado de Jesús nos convierte a todos en testigos y misioneros del Evangelio, que anuncia esta misericordia de Dios (EG 120-121). Este Evangelio, la Buena Noticia de Jesucristo, responde a las necesidades más profundas de las personas de todo lugar y condición. Como afirma el Papa Francisco, acudiendo a una cita de San Juan Pablo II: «El misionero está convencido de que existe ya en las personas y en los pueblos, por la acción del Espíritu, una espera, aunque sea inconsciente, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el hombre, sobre el camino que lleva a la liberación del pecado y de la muerte. El entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la convicción de responder a esta esperanza» (EG 265). Es cierto: Dios siempre nos precede. Él ya está presente y actuando, de un modo misterioso, en la vida de quienes aún no lo conocen.

75. Hacer presente el Reino de Dios es la tarea hermosa y apasionante que se nos ha confiado. Este encargo rebasa cualquier frontera y llega al confín de la tierra. Agradecemos la labor preciosa de tantos misioneros y misioneras que son testigos de la misericordia de Dios en los lugares más remotos, llevando la semilla de esperanza, vida y salvación que porta el Evangelio. Efectivamente, la misericordia de Dios abraza todos los tiempos y lugares de la humanidad, y abre el camino hacia una humanidad plena en Dios, un camino hacia la eternidad.

76. Concluimos invocando a María. La piedad popular reza la Salve, donde invocamos a María como Reina y Madre de misericordia. De su seno bendito recibimos a Jesús, Hijo de Dios, manifestación humanada de la misericordia divina. De Ella nos dice San Juan Pablo II: «Nadie ha experimentado como la Madre del Crucificado el misterio de la cruz, el pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina con el amor: El beso dado por la misericordia a la justicia. Nadie como ella, María, ha acogido de corazón ese Misterio… María, pues, es la que conoce a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos también Madre de la misericordia: Virgen de la misericordia o Madre de la divina misericordia» (Dives in misericordia 9). Con Ella también nosotros proclamamos con gozo que Dios muestra siempre su misericordia con todos: «Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades» (Sal 88, 2). Con gran afecto.

+ Francisco, arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela
+ Mario, obispo de Bilbao
+ Jose Ignacio, obispo de San Sebastián
+ Miguel, obispo de Vitoria
+ Juan Antonio, obispo auxiliar de Pamplona y Tudela