III. El reto y la tarea de la misión de la Iglesia - Alfa y Omega

III. El reto y la tarea de la misión de la Iglesia

Conferencia pronunciada en el Club Siglo XXI por el cardenal Antonio Mª Rouco Varela, arzobispo de Madrid y Presidente de la Conferencia Episcopal Española. Madrid, 15 de marzo de 2001

Antonio María Rouco Varela
Al servicio de la Palabra.

III. El reto y la tarea de la misión de la Iglesia

La misión de la Iglesia es triple: anunciar el Evangelio de la vida, celebrar los misterios de la Salvación y servir al hombre con el amor de Cristo. Es Jesucristo mismo quien envía a su Iglesia para esta misión y quien, por medio del Espíritu Santo, ejerce a través de ella su triple oficio de profeta, sacerdote y pastor. Siempre ha sido así y siempre será así. Lo nuevo al comienzo del tercer milenio del cristianismo es, tal vez, que a algunos les resulte extraño, o que no le vean sentido, a esta misión religiosa por la que la Iglesia prolonga en el tiempo la obra de Cristo, redentor del hombre y consumador de su humanidad. Pienso que el fruto fundamental del Año Jubilar que acabamos de celebrar ha sido fortalecer la orientación de la Iglesia hacia su centro, que es Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado en el seno de María la Virgen.

Una palabra, pues, sobre cada uno de los tres aspectos de la misión de la Iglesia a los que me acabo de referir.

1. El anuncio del Evangelio de la vida

El Verbo encarnado nos ha hablado de Dios como sólo Dios mismo lo puede hacer. Con Él, el don de la profecía ha llegado a su culmen y, en cierto sentido, a su fin. Después de Cristo ya no podemos esperar profetas que nos descubran algo nuevo de Dios. Dios mismo nos ha dicho en su Hijo todo lo que nos tenía que decir, para que tengamos vida en abundancia. Anunciar a Jesucristo con obras y palabras es, pues, la gran aportación que la Iglesia quiere y puede hacer a nuestra sociedad.

Esta tarea es urgente y decisiva. La transmisión de la fe a las nuevas generaciones empieza a estar en peligro. Muchos de los cauces habituales por los que nosotros hemos recibido el conocimiento de Jesucristo y el amor a Él han dejado de ser eficaces. En cambio, no son pocos los altavoces y los mensajes de contenido anticristiano, e incluso blasfemo, que martillean las mentes y los corazones de nuestros niños y de nuestros jóvenes. Nos duele enormemente. Pero el dolor debe de dar paso a la propuesta neta, clara y completa del Evangelio. Confiamos absolutamente en su virtud y en su fuerza. No nos avergonzamos del Evangelio. Menos que nunca a estas alturas de la Historia, cuando los mesianismos terrenos y los profetas de un mundo sin Dios han mostrado ya lo que pueden en realidad ofrecernos: falsas promesas de vida y reales salarios de muerte.

La Iglesia tiene la tarea de anunciar el Evangelio con confianza renovada por nuevos y por viejos cauces. Se está haciendo ya mucho en los medios de comunicación electrónicos e informáticos, también en los medios convencionales de información hablada y escrita. Muchos no conocen la enorme riqueza de pequeños medios que cubren con constancia y regularidad una vasta red capilar de formación e información católica en nuestras diócesis, parroquias, asociaciones, movimientos, etc. Hay que cuidar y potenciar estos medios. Pero también queremos buscar nuevas presencias en el mundo de la prensa y de la televisión. Lo estamos haciendo ya. Es necesaria en este campo la colaboración de buenos profesionales y empresarios conscientes de que lo que está en juego es, ni más ni menos, que un aporte decisivo a la transmisión de la fe a las generaciones de la era de la comunicación global e instantánea.

La Virgen de la Anunciación, de El Greco

Pero tal vez sigan siendo los cauces habituales de la predicación, la catequesis y la enseñanza escolar los más concernidos por la urgencia de una nueva evangelización. La renovación ha sido grande en todos estos campos por lo que toca a estilo, métodos y también contenidos. Pero parece llegada la hora de que sacerdotes, catequistas, maestros, padres y madres de familia, todos, nos sintamos de nuevo interpelados por la palabra de Cristo que el Papa ha puesto en la cabecera de su Carta Novo millennio ineunte: Duc in altum (Lc 5, 4), ¡mar adentro! Mar adentro del mundo con el Evangelio en la mano y en el corazón, sin miedos ni complejos, para los que no hay motivos; con generosidad en el trabajo y con fidelidad a la fe y misión recibidas. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9, 16)[18]. Así, los misioneros y las misioneras, que tantas veces nos han asombrado en estos últimos años con gestos de verdadero heroísmo, seguirán saliendo de nuestras Iglesias para llevar el Evangelio a todas partes.

Lo fundamental es el entusiasmo, la creatividad y la fidelidad de los evangelizadores. Pero también es necesario contar con instrumentos adecuados para la tarea. El Catecismo de la Iglesia católica es un elemento de referencia que habrá de ser todavía más aprovechado. La normalización de la situación legal de la enseñanza de la Religión en la escuela, de modo que responda a los derechos constitucionales de los padres, es una urgencia a la que ya me he referido. También he de mencionar la necesidad de que no se nos cierren accesos legales a las iniciativas católicas en el campo de los medios de comunicación.

Los mártires, como el Papa nos recuerda, no sólo son ejemplo de evangelizadores fieles y en comunión probada con la Iglesia; ellos nos allanan[19] también el camino del futuro para el Evangelio. La beatificación el domingo pasado de los mártires de Valencia y de un buen número de Comunidades Autónomas de España, nos recuerda lo cerca que están de nosotros esos testigos cualificados de la fe. De ellos y de tantos otros hermanos y hermanas que han dado su vida por Cristo en el siglo pasado, la Iglesia recibe la fortaleza para la nueva evangelización del siglo XXI. Es la fortaleza y coraje de la fe, que se despliega en esperanza y en caridad.

Los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía salen de un cierto abandono

2. La celebración del misterio de la Salvación

Lo que el Evangelio anuncia y promete no es algo lejano en el tiempo. La vida que Cristo nos ofrece es, ciertamente, la Vida del mismo Dios, más allá de la muerte y de las limitaciones de una existencia histórica. Pero esa Vida no está sólo más allá, sino también ya aquí, entre nosotros, de un modo particular, en los sacramentos que la Iglesia ha recibido del mismo Señor. Por eso, la evangelización no consiste sólo en la predicación y en la enseñanza del Evangelio de Dios, sino también en su celebración.

La Iglesia nace de la celebración de la Eucaristía, el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo actualizado en el tiempo para cada comunidad y para cada bautizado. Celebrar la memoria del Señor resucitado es misión confiada a la Iglesia y, al mismo tiempo, origen de su ser como Cuerpo de Cristo en el mundo. La celebración de la Eucaristía ha de ser para los católicos el centro del domingo, y el domingo ha de ser respetado como Día del Señor y de su resurrección, centro del misterio del tiempo que prefigura el último día, cuando Cristo vuelva glorioso[20]. Los sacerdotes hemos de celebrar bien la santa misa, todos los bautizados han de participar en ella activamente, lo cual es distinto de activístamente, y todos, según nuestras responsabilidades, hemos de preservar al domingo de las presiones a las que es sometido por intereses comerciales, turísticos y de otro tipo. Sin domingo no hay cristianismo. Pero sin domingo perderíamos también el ritmo ecológico del tiempo de la vida, tan sabiamente acompasado por nuestra tradición.

El sacramento de la Reconciliación se está recuperando de un cierto abandono. Donde se celebra bien, donde es fácil encontrar un confesor acogedor y bien preparado, los fieles acuden en gran número a la confesión, también los jóvenes a quienes se ha introducido adecuadamente en la práctica del encuentro sacramental con el Padre de la misericordia. Recuerdo los miles de confesores que durante el Jubileo de los jóvenes, en Roma, no eran capaces de atender a todos los que se acercaban a Cristo que sana y perdona por el ministerio de la Iglesia. Los hombres y mujeres del siglo XXI no están menos necesitados de vendar sus heridas y de recuperar la paz espiritual, perdida por la culpa y el pecado, que lo estuvieron los del siglo pasado. Es previsible que, una vez experimentados los límites propios de los mecanismos colectivos de exculpación, o de lo que se puede esperar razonablemente de las técnicas humanísticas de apoyo psicológico, los hombres de este siglo aprecien más a fondo lo que de liberación insustituible se halla en la palabra de perdón escuchada personalmente del mismo poder divino, juez último y misericordioso de nuestras vidas y de la Historia.

La celebración renovada de los sacramentos, básica para la vida cristiana del siglo que comienza, se nutre en muy buena medida de la oración. Si a algunos les dicen poco la liturgia y los sacramentos, centro de la vida de la Iglesia, es porque su corazón se halla distante de lo que ellos significan: la presencia viva del Resucitado y de su Espíritu Santo. Han olvidado, o no han conocido nunca, lo que es la oración: ese tratar de amistad -como decía santa Teresa de Ávila- estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama[21]. El cristiano del siglo XXI, para permanecer fiel a la fe, habrá de ser un místico, una persona que conoce a Dios no sólo de oídas, sino por experiencia propia. De oídas, por desgracia, no parece que vayamos a recibir fácilmente alimento para la fe. España, previsiblemente, a medio plazo, no se va a hacer más cristiana en sus leyes y costumbres, en sus parámetros sociales. Los cristianos habremos de ser realmente sal de la tierra, que no recibe su sabor de aquello a lo que ha de sazonar. El sabor del católico, el alimento de su identidad, le vendrá de su intimidad personal con Cristo en la comunión de la Iglesia.

La familia es el lugar privilegiado para la persona

3. El servicio del amor de Cristo

La caridad, el amor al que la fe da vida[22], es la expresión natural de una vida cristiana coherente. La caridad mueve a los cristianos a un servicio verdaderamente generoso y desinteresado, que no espera a cambio ninguna recompensa económica, social o política, sino solamente participar del amor de Cristo por el hombre, por todo hombre, en particular por los pobres y los más necesitados espiritual o materialmente. El servicio del amor de Cristo se despliega en muchos ambientes y de muchas maneras; va a la búsqueda del prójimo necesitado y actúa en todos los lugares donde naturalmente se encuentran los cristianos. Es elemento esencial de la vida de la Iglesia. El anuncio del Evangelio y su celebración sacramental alimentan la verdadera caridad, que nunca pasa, ya que es nuestro destino final en la Gloria, participación plena de la Caridad que Dios es.

El servicio de la caridad busca fórmulas y medios institucionales para llegar lejos. Cáritas y Manos Unidas son dos instituciones ejemplares a través de las cuales queremos acercarnos a los pobres y necesitados en todo el mundo. No son, ciertamente, las únicas ni los únicos medios a través de los cuales los españoles y, en particular, los católicos nos acercamos a los escenarios del hambre y de la miseria. Pero ellas y otras nacen directamente del corazón de la Iglesia.

Una forma comprometida y difícil de servicio al hombre es la defensa de los derechos fundamentales de todos, en particular de los más débiles. Paradójicamente, cuando se habla tanto de la calidad de vida, a veces medida sólo por parámetros materiales, es cuando la cultura de la muerte ha dado paso al desprecio de la vida humana, hasta tal punto que su eliminación deliberada se ha convertido en un instrumento al que se ha dado espacio incluso en las legislaciones de los países democráticos, como el nuestro. Me refiero al aborto despenalizado y a la congelación, instrumentalización y destrucción de embriones humanos. En España, por otro lado, los terroristas de ETAprograman el crimen como arma política absolutamente injustificable. Los cristianos no podemos en modo alguno transigir con el crimen. Quienes lo hagan no merecen el nombre de cristianos. El Santo Padre nos lo recordaba con emocionado acento en la homilía de la celebración eucarística del pasado domingo, dedicada a los mártires beatificados en la Plaza de San Pedro: Deseo confiar a la intercesión de los nuevos Beatos una intención que lleváis profundamente arraigada en vuestros corazones: el fin del terrorismo en España. Desde hace varias décadas estáis siendo probados por una serie horrenda de violencias y asesinatos que han causado numerosas víctimas y grandes sufrimientos. En la raíz de tan lamentables sucesos hay una lógica perversa que es preciso denunciar. El terrorismo nace del odio y a su vez lo alimenta, es radicalmente injusto e acrecienta las situaciones de injusticia, pues ofende gravemente a Dios y a la dignidad y los derechos de las personas. ¡Con el terror, el hombre siempre sale perdiendo! Ningún motivo, ninguna causa o ideología pueden justificarlo. Sólo la paz construye los pueblos. El terror es enemigo de la Humanidad.

Naturalmente, en esta conferencia, que ustedes han escuchado con tan amable atención, sólo he podido ofrecer un manojo de sugerencias y apuntes pastorales para el futuro. Pero no quiero terminar sin mencionar todavía un campo que los obispos llevamos muy en el corazón y en el que todos hemos de empeñarnos como actores de la caridad de Cristo. Es el campo del matrimonio y de la familia. En la ya citada Mirada de fe al siglo XX decíamos al respecto: La familia ha sido siempre objeto de la atención y del cuidado de la Iglesia como institución básica para la vida de las personas y de los pueblos. La naturaleza personal del ser humano pide realizarse en el medio social de las relaciones paternofiliales y fraternales. El individualismo y el colectivismo, esos dos extremismos ideológicos sufridos por el siglo que termina, han atenazado a la familia dificultando notablemente su desarrollo equilibrado. A esto se añaden una cierta redefinición de las relaciones entre el varón y la mujer en virtud de criterios de mera competencia social y también la llamada «revolución sexual», que está consiguiendo desligar casi por completo el ejercicio personal de la sexualidad de la aparición de nuevas personas humanas y viceversa. De todo ello resulta gravemente dañada la «ecología» humana fundamental, es decir, el ambiente familiar en el que se cultivan la vida y los valores de la persona. Incluso la supervivencia del género humano resultaría a la larga amenazada, como pone de relieve la actual crisis demográfica en los países más afectados por la crisis de la familia[23].

El informe demográfico de las Naciones Unidas, publicado las semanas pasadas, es preocupante por lo que toca a España. Es necesario que todos, el Estado, por supuesto, pero también la Iglesia, dediquemos más atención a la familia. Hay que crear condiciones sociales y laborales que no impidan la estabilidad y la fecundidad de los matrimonios y de las familias. La Iglesia ha de esforzarse en preparar bien a los que van a contraer matrimonio y en acompañar, a través de una pastoral bien pensada, a los jóvenes esposos. Hay que promover leyes que favorezcan el matrimonio y no ponerle en situaciones de desventaja ante nuevas figuras jurídicas que desdibujan e incluso contradicen lo que el matrimonio es y aporta al bien común.

En la Iglesia del siglo XXI veremos a los laicos asumir cada vez con mayor madurez sus responsabilidades de bautizados. Algunos podrán asumir funciones o ministerios en el interior de la comunidad cristiana. Pero no debemos olvidar que su responsabilidad principal como cristianos se halla en el campo de la vida familiar y, en general, de la configuración de la vida en este mundo de acuerdo con el Evangelio de Jesucristo. Todas las profesiones y todos los trabajos honrados ofrecen oportunidades y son en sí mismos el lugar de la realización de la vida cristiana en plenitud. Apoyados en las comunidades cristianas, solos o en agrupaciones, pero siempre bien arraigados en la comunión eclesial, los laicos están llamados a que la sociedad sea cada vez más habitable y conforme con la dignidad de las personas.