Contra el populismo, el «derecho a la esperanza» - Alfa y Omega

Contra el populismo, el «derecho a la esperanza»

Todos tenemos derecho a la esperanza. Derecho a saber que no todo está perdido. Todos tenemos derecho a no ser sofocados por la retórica del miedo y del odio. A no ser víctimas de las «frases hechas de los populismos». Porque el ser humano merece alzar la mirada, saber que es posible alcanzar la belleza. Con esas palabras, el Papa desnudó la lógica de la confrontación, actualmente tan rentable como dañina. Lo hizo este fin de semana, en un discurso magistral ante estudiantes italianos durante su visita relámpago a las ciudades italianas de Cesena y Bolonia

Andrés Beltramo Álvarez
El Papa se dirige a los estudiantes y miembros del mundo académico de Bolonia. Foto: AFP Photo/Osservatore Romano

Apenas estuvo unas horas y con una agenda maratoniana. Pero Francisco sostuvo encuentros con prácticamente todos los actores de la sociedad en la región de Emilia-Romaña. Comenzó su gira en la plaza del Pueblo de Cesena, emblema del debate citadino. Allí mismo pidió que la política no sea «sierva de ambiciones individuales» o «de la prepotencia de facciones y centros de interés».

Instó a construir una política «amiga y colaboradora; ni temerosa ni temeraria sino valiente y prudente al mismo tiempo», que no margine a nadie, no saquee ni contamine los recursos naturales, que sepa armonizar las legítimas aspiraciones de los individuos y de los grupos manteniendo el timón bien firme sobre el interés de toda la ciudadanía.

Un discurso que pareció tener una extensión ideal ese mismo día, más tarde, en otro mensaje del Pontífice ante estudiantes y miembros del mundo académico de Bolonia, en la plaza de Santo Domingo. Allí, defendió tres derechos fundamentales: a la cultura, a la esperanza y a la paz. Puso en guardia a los jóvenes ante los «estribillos paralizantes del consumismo cultural» y advirtió contra la tentación de poner el saber al servicio del mejor postor.

«Necesitamos palabras que lleguen a las mentes y dispongan los corazones, no gritos directos al estómago. No nos conformemos con contentar a la audiencia; no sigamos los teatritos de la indignación que a menudo ocultan grandes egoísmos; dediquémonos con pasión a la educación, es decir a sacar lo mejor de cada uno por el bien de todos», estableció. ¿Objetivo? Los populismos, que dividen y enfrentan.

Una inmigrante musulmana puso al Papa la misma pulsera amarilla que llevan ellos para ser identificados. Foto: AFP Photo/Osservatore Romano

Populismos, sugirió el Papa, que se manifiestan –ante todo– en actitudes de miedo y odio. Por eso llamó a poner un «límite razonable» a la crónica roja, para que brille la crónica blanca. Porque los jóvenes tienen derecho a crecer libres del miedo al futuro, de saber que existen realidades bellas y duraderas por las que vale la pena ponerse en juego.

Esto, constató, implica alejarse completamente de las «razones de la guerra», las justificaciones teóricas a la violencia. Porque la guerra, sostuvo, «es siempre y solamente una masacre inútil».

Una vez dentro de la catedral de Santo Domingo, Jorge Bergoglio se reunió con los sacerdotes. Los invitó a mantener siempre la alegría, porque todos pueden ser agentes de la «revolución de la cultura». Advirtió que se vive un tiempo difícil para las familias, que no reciben apoyo en medio de la crisis socioeconómica, un obstáculo para la buena relación entre padres e hijos.

El Papa con pulsera amarilla

La etapa en Bolonia comenzó en el Hub Regional, un centro de acogida para refugiados. Al llegar, el Papa fue recibido por una mujer musulmana con velo. Ella le colocó en su muñeca una pulsera amarilla, la misma usada para identificar a los residentes. Más de 1.000 migrantes acogieron a Francisco esparcidos por el lugar. Saludó a cada uno de ellos y le brindó unos segundos. «Tienes que madurar… ¡estás muy verde!», le dijo, en broma, a un joven africano que lo saludó con una peluca de un verde chillón en la cabeza.

Tras los gestos de cercanía, subió a un escenario improvisado y exclamó: «Muchos no os conocen y tienen miedo. Esto hace que se sientan con el derecho a juzgar y poder hacerlo con dureza y frialdad, creyendo incluso que están en lo correcto. Pero no es así».

Entonces advirtió que es posible «ver bien» solo con la cercanía que da la misericordia, porque sin ella el otro sigue siendo un extraño, incluso un enemigo, y no se puede convertir en prójimo. «Desde lejos podemos decir y pensar cualquier cosa, como fácilmente sucede cuando se escriben frases terribles e insultos en internet. Si vemos al prójimo sin misericordia, no nos damos cuenta de su sufrimiento, de sus problemas. Si vemos a los demás sin misericordia, también corremos el peligro de que Dios nos vea sin misericordia», añadió.

Justo antes de comer con personas sin hogar en la basílica de San Petronio. Foto: AFP Photo/Osservatore Romano

Reconoció que no es fácil enfrentar el fenómeno de la migración. Consideró que para gestionarlo se requiere inteligencia, visión, y mecanismos claros que no permitan las explotaciones. Urgió a que un mayor número de países adopten programas de apoyo a la acogida y abran corredores humanitarios.

En la plaza frente a la basílica de San Petronio, el Papa saludó a los boloñeses, estigmatizó la falta de trabajo y pidió jamás plegar la solidaridad a la lógica de las ganancias financieras. Después, dentro del templo, compartió un almuerzo de solidaridad con pobres y sintecho. Un detalle que provocó algunas críticas de quienes acusaron una supuesta profanación. Aunque dar de comer a los necesitados dentro de las iglesias es una antiquísima tradición en la Iglesia italiana.

Hipocresía y clericalismo

Tras reunirse con religiosos en la catedral de San Pedro, Francisco concluyó su visita apostólica con una Misa multitudinaria en el estadio Renato dell’Ara de Bolonia. Allí repasó la parábola del hijo perezoso y del hijo hipócrita. Denunció el mal antiguo de la hipocresía, la doble vida, el clericalismo que se acerca al legalismo y la distancia de la gente.

Aseguró que todos pueden tomar ambos caminos: ser pecadores que yerran pero se levantan o ser pecadores siempre listos a justificarse. Entonces explicó: «¿Qué nos dice esto a nosotros? Que no existe una vida cristiana confeccionada a medida, científicamente construida, en la que basta seguir algún dictamen para calmar la conciencia: la vida cristiana es un camino humilde de una conciencia nunca rígida y siempre en relación con Dios, que sabe arrepentirse y encomendarse a Él en sus pobrezas, sin nunca presumir de que se basta a sí misma».