El corazón, a la intemperie - Alfa y Omega

El corazón, a la intemperie

Madrid es una de las ciudades del mundo con mejor oferta de ocio nocturno. En cambio, cuando uno vive en la calle, un sábado por la noche se puede convertir en un infierno de silencio. Un redactor de Alfa y Omega lo pudo comprobar, el pasado fin de semana

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Foto: AFP/Daniel MIhailescu

Una vez vi una película en la que el demonio mandaba a una persona condenada al infierno a pasar la eternidad en una habitación helada, en la que estaba completamente solo; nada de fuego ni calor, sino frío y soledad. El que dio nombre a las cosas sabía lo que hacía cuando designó de manera parecida el infierno y el invierno.

El sábado pasado me dispuse a pasar la noche en compañía de algunos de los numerosos sin techo que viven en Madrid. Para ello, me dirigí a uno de los siete albergues -cuando el frío haya entrado con más fuerza se abrirán dos más- que existen actualmente en la capital. Al pulsar el telefonillo, me dicen que no quedan plazas. Hace ya semanas que las noches en Madrid no están para pasarlas al raso. Me indican otro albergue en el centro de la ciudad, al que me dirijo enseguida. Al llegar, ocurre lo mismo: todas las camas están ya ocupadas. La asistente social que me atiende, una chica joven -no deja de sorprenderme que haya gente joven que no sale el sábado por la noche y que, en cambio, dedique ese tiempo a ayudar a los demás-, me dice que quizá a partir del lunes haya algo; que, mientras tanto, lo mejor que puedo hacer es llamar al 112, para que ellos me indiquen qué albergue tiene plazas libres, y así no ande de aquí para allá buscando un sitio donde dormir.

Así lo hago; después de esperar un rato, me ponen con una mujer que me dice que está todo ocupado, ya desde primeras horas de la mañana. No hay una sola cama libre en Madrid para pasar la noche, si no tienes más opción que acudir a los servicios sociales o a la caridad. Me dice también que hace ya dos años que no abren el Metro. «¿Qué puedo hacer, entonces?», le pregunto, y me indica que, en estos casos, la gente va a las estaciones de autobús y tren para resguardarse del frío.

Me quedo un poco aturdido porque no esperaba que las cosas me fueran así. A mi lado, la gente ríe y sale a cenar y al cine, ajena a todo esto. Yo también salgo todos los sábados a cenar y al cine, ajeno a todo esto. Me acuerdo ahora de Isabel, una mujer que andaba pidiendo en la calle hace años, y que literalmente se me cayó en los brazos mientras pasaba a su lado. Me pidió que la acompañase al albergue Don de María, cerca de la catedral de la Almudena, refugio que abre en los meses más duros del invierno, de noviembre a marzo. Allí me encontré con un mundo que me era totalmente extraño, con personas que para ir tirando un día más se dejan poco a poco la vida en la calle. Hoy me toca a mí hacer esta experiencia, aunque soy consciente de que mañana dormiré calentito. Muchos de los que se cruzan con nosotros todos los días no tendrán la misma suerte.

Encamino mis pasos hacia la estación de Atocha, y luego hacia la de Avenida de América, donde al final puedo descansar algo, después de varias horas caminando sin parar.

El título original de este reportaje iba a ser Una noche con los sin techo de Madrid, pero más que una noche con, se está convirtiendo en una noche sin, como lo es la vida de estas personas: una vida sin casa, sin cama propia, sin trabajo…, y, lo que es peor, una noche sin nadie. Me doy cuenta de que apenas he hablado con nadie en todo este tiempo. No puedo imaginarme lo que debe ser pasar días y días sin hablar apenas, sin amigos, sin poder abrir el corazón, gastar una broma o quejarse de la vida. Creo que eso debe ser lo más duro de vivir en la calle.

A la mañana siguiente

A las diez de la mañana, unas religiosas dan de desayunar a los que se acercan a su convento. Media hora antes estoy allí y me pongo a la cola. Me sorprende mucho ver dos cosas: hay varios jóvenes, y también varias ancianas a las que seguramente no les llega ya la pensión; la gente les deja pasar delante, llamándolas por su nombre. Una de ellas tiene una mirada encantadora. Hay también un tipo muy simpático que baja la calle saludando a todo el mundo, acompañando el Buenos días con una risa franca y abierta. Los hay que han debido pasar la noche a cubierto, pero la mayoría anda despeinada y con la piel curtida y enrojecida que dan las horas al raso. Uno de ellos incluso ha dormido -sigue durmiendo- allí mismo, el primero de la cola, sobre unos cartones. La mayoría lleva su vida, su casa, en una mochila o en unas simples bolsas. Le pregunto al que está a mi lado dónde ha pasado la noche, y me dice que bajo el paso subterráneo que hay en Plaza de España, tapado con una manta. En ocasiones he pasado yo por allí, apretando el paso porque nunca se sabe qué puede pasar con esta gente; hoy, él y yo vamos a compartir desayuno. La cola avanza y, cuando me toca, una mujer me da un café con leche, dos chocolatinas, un batido, un trozo de pan y una lata de atún. Después me desea un buen día y me despide hasta mañana si Dios quiere, y me doy cuenta de que cuando lo hace, mira a todo el mundo a los ojos. Pienso que es un detalle que muchos deben agradecer. Fuera, en la calle otra vez, el café ha transformado el silencio de antes en algo más de bullicio. En silencio, me despido de ellos y rezo por ellos de camino al Metro.