La risa inteligente - Alfa y Omega

La risa inteligente

Entre la abundante oferta cultural de Madrid, sería una pena que pasara desapercibida la exposición que, hasta el 4 de febrero, la sede central del Instituto Cervantes (calle Alcalá, 49) dedica a uno de los grandes autores de la literatura española del siglo XX, Enrique Jardiel Poncela

Ana Rodríguez de Agüero y Delgado
Foto: Instituto Cervantes

Jardiel Poncela —que se acostumbró a firmar con sus dos apellidos para distinguirse de su padre, Enrique Jardiel, también escritor y periodista— ha sido, sobre todo, el gran renovador de nuestro teatro cómico. Sus obras siguen representándose hoy día, con gran éxito de público, y sin necesidad de ninguna modificación, lo que muestra su gran actualidad, como pone de relieve su nieto, Enrique Gallud Jardiel, filólogo e investigador, que está recuperando y editando gran parte de la obra de su abuelo.

Precisamente Enrique Gallud es autor del libro en el que se basa la exposición, Enrique Jardiel Poncela, la risa inteligente: una completa revisión de la biografía y la obra del autor. En ella, podemos contemplar más de 150 piezas (material de primer orden, visual y también sonoro) que ilustran la trayectoria artística y vital de una figura única de nuestras letras. Es la oportunidad de ver objetos interesantes y únicos, no solo manuscritos y primeras ediciones de sus obras, programas de mano o colaboraciones periodísticas o carteles de promoción, sino toda clase de objetos que ayudan a entender algo más de su obra, inseparable de su vida.

Por ejemplo, en la primera parte de la exposición, centrada en el perfil biográfico, se expone el cuadro que pintó la madre de sus tres hijos; o la primera publicación del autor, a los 14 años, en la revista de su colegio, Páginas calasancias… En la segunda parte, junto con sus hábitos de trabajo y las empresas de renovación teatral (¡incluso arquitectónica!) que acometió, puede escucharse la grabación original de su obra en verso Angelina o el honor de un brigadier, u observarse los detallados bocetos que, sobre un nuevo modelo de teatro, con escenario móvil, pergeñó. En la última parte de la exposición, una maleta donde llevó 60 de los 6.000 kilos de equipaje que cruzaron el Atlántico con él, en la gira que en 1944 emprendió por Sudamérica: una empresa titánica que, como él mismo dice, han emprendido muy pocos en la historia (Colón, Hernán Cortés, Juan de Garay…) con la diferencia de que a él no le ayudaron en la organización del viaje ni los Reyes Católicos ni Carlos V.

Talento casi ignorado

Una querría tener algo de la chispa jardielesca para escribir sobre él, para animar a ir a ver la exposición, a conocer algo más de la vida y la obra del todo singulares que desarrolló. Para que se lean sus obras, sobre todo. Porque apena que un talento como el suyo siga ignorado por casi todos, hoy como ayer, cuando César González Ruano escribía, justo después de su muerte: «Agotado y casi eclipsado, disminuido por un bosque de espadas, cuando mejor indiferentes, Enrique Jardiel Poncela entra hoy por derecho propio en la plaza Mayor del recuerdo, ocupando, con su mínimo volumen, el caballo ecuestre de la estatua que le corresponde en la historia de la literatura española como el humorista más completo que nuestro siglo ha dado».

En el mejor de los casos, se le conoce como autor de una serie de comedias ligeras: Cuatro corazones con freno y marcha atrás, Eloísa está debajo de un almendro, Los ladrones somos gente honrada… No solo es que se ignore la profunda renovación teatral que supusieron, y la densidad de significado que se esconde tras una apariencia muchas veces superficial. Es que, además, de sus teorías sobre el teatro, sus originalísimas novelas, sus cuentos, artículos y aforismos, sus quehaceres cinematográficos, casi nadie sabe. Su gran capacidad de trabajo, desarrollada sobre todo en los cafés, aparece bien reflejada en la exposición, que recoge sus propias palabras: «Suelo emplear tres horas en comidas, abrir cartas y decir que no estoy en casa a las visitas; dos en charlar con los amigos; una en leer diarios y revistas; tres en leer libros; una en jugar con el perro y en compras femeninas; ocho o nueve o diez en dormir; dos en visitas y una en contestar correspondencia. De suerte que —calculando que permanezco en el café escribiendo ocho o nueve horas diarias— el día tiene para mí 31 horas, lo que no me explico cómo puede suceder. Pero he vuelto a sumar y la cuenta es exacta».

Si hubiera de compararse a Jardiel Poncela con alguna figura de nuestro gran teatro clásico —que él conoció en profundidad y al que tributó la admiración debida— sería, sin duda, con Lope de Vega. Salvando las distancias de época y sociedad, por supuesto, hay muchos paralelismos entre ambos: trabajadores infatigables y apasionados («me divierte escribir, y me pagan para que lo haga. De suerte que me pagan para que me divierta»), amantes de las mujeres y heterodoxos en sus relaciones con ellas, y a pesar de su vida disoluta, ambos profundamente creyentes. Durante la agonía de sus últimos días, afirma Gallud, una sola obsesión tuvo Jardiel: escribir un poema a la Virgen del Pilar. «Quiero que sea lo mejor que haya escrito en mi vida; porque es para la Señora… Eso le pido, que me dé unos días para escribirlo, luego me iré tranquilo, luego me iré contento».