El Papa pide igualdad para los mapuches y rechazo total a la violencia - Alfa y Omega

El Papa pide igualdad para los mapuches y rechazo total a la violencia

Recuerda que Chile se enriquece con su «diversidad reconciliada», sin confundir «unidad con uniformidad»

Juan Vicente Boo
El Papa Francisco saludando a los mapuches en el Aeródromo de Maquehue (Temuco). Foto: REUTERS/Alessandro Bianchi

Desde que escucharon su primer saludo a los mapuches en Temuco, los pueblos originarios de Chile han entrado este miércoles en una sintonía natural con el Papa Francisco, quien ha pedido en el corazón de la Araucanía «dejar de lado la lógica de creer que existen culturas superiores e inferiores».

La gran mayoría de las ciento cincuenta mil personas reunidas para la misa en el aeródromo de esta localidad sureña aplaudieron inmediatamente su saludo a los mapuches y volvieron a hacerlo cuando mencionaba «a los demás pueblos originarios que viven en estas tierras australes: rapanui (Isla de Pascua), aymara, quechua, atacameños y tantos otros», que constituyen aproximadamente el diez por ciento de la población de Chile.

Francisco se ganó el corazón de los indígenas –cuyos cantos y bendiciones ante el altar realzaban la misa– alabando la belleza natural de estas tierras «que si la miramos como turistas nos dejara extasiados, pero si nos acercamos al suelo lo escucharemos cantar: «Arauco tiene una pena que no la puedo callar, son injusticias de siglos que todos ven aplicar»».

Era un poema de Violeta Parra que inmediatamente arrancó aplausos, pues si la tierra es hermosa, la Araucanía sigue sufriendo «un alto porcentaje de desempleo, pobreza y desintegración familiar, además de tensiones políticas, sociales y étnicas», según ha dicho ante el Papa el obispo de Temuco, Edurdo Vargas.

De hecho, las crueldades de las últimas décadas no tienen nada que ver con las de hace quinientos años o las cometidas en el siglo XIX por el gobierno de Chile cuando lanzó el asalto militar contra las tierras de los mapuches, que los españoles habían dejado tranquilas después de calcular que no valía la pena enfrentarse a su fuerte resistencia.

Francisco ha explicado que la misa en esta base militar, centro de detención y tortura durante la dictadura de Pinochet, era una Eucaristía de acción de gracias, «pero también de pena y dolor en este aeródromo de Maqueue, en el que tuvieron lugar graves violaciones de los derechos humanos».

Por ese motivo ha invitado a ofrecer la misa «por todos los que sufrieron y murieron, y por los que cada día llevan sobre sus espaldas el peso de tantas injusticias. ¡Cuantas lágrimas derramadas!».

Esos precedentes han de llevar a «pedir al Padre con Jesús, que también nosotros seamos uno: no permitas que nos domine el enfrentamiento ni la división». Según Francisco, para integrar una sociedad, en Chile o en cualquier otro lugar, es muy importante «no confundir unidad con uniformidad». De hecho, «Jesús no pide a su Padre que todos sean iguales, idénticos», y no tiene sentido buscar «una uniformidad asfixiante» ya que «la unidad es una diversidad reconciliada».

Era un mensaje de gran respeto a todos, pues «necesitamos la riqueza que cada pueblo puede aportar, y dejar de lado la lógica de creer que existen culturas superiores e inferiores».

Francisco ha insistido en que el modo de construir la historia es darse cuenta de que «nos necesitamos desde nuestras diferenciaspara que esta tierra siga siendo bella. Es la única arma que tenemos contra la deforestación de la esperanza. Por eso pedimos: Señor, haznos artesanos de unidad».

Consciente de las luchas del pasado y de los choques y vandalismo del presente –incluido el incendio de iglesias por un pequeño grupo extremista mapuche–, el Papa ha desautorizado vigorosamente el recurso a las armas pues «la violencia llama a la violencia, la destrucción aumenta la fractura y separación. La violencia termina volviendo mentirosa la causa más justa. Por eso decimos no a la violencia que destruye».

Lo que Francisco aconseja y ha repetido en el corazón de la Araucanía es buscar «el camino de la no violencia activa», que pasa por erradicar las causas de los enfrentamientos. Por eso ha insistido en que «no nos cansemos de buscar el diálogo para la unidad. Por eso decimos con fuerza: Señor, haznos artesanos de unidad».

El Papa ha terminado su homilía enlazando una referencia del Génesis con otra sobre el buen camino tomada de la cultura local: «Todos nosotros que, en cierta medida, somos pueblo de la tierra estamos llamados al Buen vivir -el Küme Mongen– como nos los recuerda la sabiduría ancestral del pueblo Mapuche».

Terminada la misa, el Santo Padre ha visitado el «Centro Educativo Agroturístico Santa Cruz», una escuela profesional femenina dirigida por las Hermanas de la Santa Cruz. Francisco ha almorzado en el Centro con el obispo local y once habitantes de la Araucanía, entre los que figuraban ocho mapuches, los más necesitados de integración y ayuda.

Era todo un abanico de situaciones personales, pues Rubén Nahuelpan es un buzo mariscador de la comunidad de Nehuentúe, mientras que Silvia Llanquileo es ministra religiosa y de salud ancestral de la comunidad De Enoco, y Patricia Panchillo, tejedora de telar y artesana de la Comunidad de Cuyimko.

Estaba también Jessica Bascur, una víctima de la violencia rural, y Alex Hund Diethelm, de una familia colonos suizo-alemanes. E incluso, como inmigrante reciente, Garbens Saint Fort, nativo de Haití. Esta es la Araucanía hoy.

Juan Vicente Boo / ABC

Texto de la homilía del Papa Francisco en la Misa de Temuco

«Mari, Mari» (Buenos días)

«Küme tünngün ta niemün» (La paz esté con ustedes) (Lc 24,36).

Doy gracias a Dios por permitirme visitar esta linda parte de nuestro continente, la Araucanía: Tierra bendecida por el Creador con la fertilidad de inmensos campos verdes, con bosques cuajados de imponentes araucarias –el quinto elogio realizado por Gabriela Mistral a esta tierra chilena–[1], sus majestuosos volcanes nevados, sus lagos y ríos llenos de vida. Este paisaje nos eleva a Dios y es fácil ver su mano en cada criatura. Multitud de generaciones de hombres y mujeres han amado y aman este suelo con celosa gratitud. Y quiero detenerme y saludar de manera especial a los miembros del pueblo Mapuche, así como también a los demás pueblos originarios que viven en estas tierras australes: rapanui (Isla de Pascua), aymara, quechua y atacameños, y tantos otros.

Esta tierra, si la miramos con ojos de turistas, nos dejará extasiados, pero luego seguiremos nuestro rumbo sin más; y acordándonos de los lindos paisajes, pero si nos acercamos a su suelo lo escucharemos cantar: «Arauco tiene una pena que no la puedo callar, son injusticias de siglos que todos ven aplicar»[2].

En este contexto de acción de gracias por esta tierra y por su gente, pero también de pena y dolor, celebramos la Eucaristía. Y lo hacemos en este aeródromo de Maquehue, en el cual tuvieron lugar graves violaciones de derechos humanos. Esta celebración la ofrecemos por todos los que sufrieron y murieron, y por los que cada día llevan sobre sus espaldas el peso de tantas injusticias. Y recordando estas cosas nos quedamos un instante en silencio ante tanto dolor y tanta injusticia. La entrega de Jesús en la cruz carga con todo el pecado y el dolor de nuestros pueblos, un dolor para ser redimido.

En el Evangelio que hemos escuchado, Jesús ruega al Padre para que «todos sean uno» (Jn 17,21). En una hora crucial de su vida se detiene a pedir por la unidad. Su corazón sabe que una de las peores amenazas que golpea y golpeará a los suyos y a la humanidad toda será la división y el enfrentamiento, el avasallamiento de unos sobre otros. ¡Cuántas lágrimas derramadas! Hoy nos queremos agarrar a esta oración de Jesús, queremos entrar con Él en este huerto de dolor, también con nuestros dolores, para pedirle al Padre con Jesús: que también nosotros seamos uno; no permitas que nos gane el enfrentamiento ni la división.

Esta unidad clamada por Jesús, es un don que hay que pedir con insistencia por el bien de nuestra tierra y de sus hijos. Y es necesario estar atentos a posibles tentaciones que pueden aparecer y «contaminar desde la raíz» este don que Dios nos quiere regalar y con el que nos invita a ser auténticos protagonistas de la historia. ¿Cuáles son esas tentaciones?

1-. Los falsos sinónimos

Una de las principales tentaciones a enfrentar es confundir unidad con uniformidad. Jesús no le pide a su Padre que todos sean iguales, idénticos; ya que la unidad no nace ni nacerá de neutralizar o silenciar las diferencias. La unidad no es un simulacro ni de integración forzada ni de marginación armonizadora. La riqueza de una tierra nace precisamente de que cada parte se anime a compartir su sabiduría con los demás. No es ni será una uniformidad asfixiante que nace normalmente del predominio y la fuerza del más fuerte, ni tampoco una separación que no reconozca la bondad de los demás. La unidad pedida y ofrecida por Jesús reconoce lo que cada pueblo, cada cultura está invitada a aportar en esta bendita tierra. La unidad es una diversidad reconciliada porque no tolera que en su nombre se legitimen las injusticias personales o comunitarias. Necesitamos de la riqueza que cada pueblo tenga para aportar, y dejar de lado la lógica de creer que existen culturas superiores o culturas inferiores. Un bello «chamal» requiere de tejedores que sepan el arte de armonizar los diferentes materiales y colores; que sepan darle tiempo a cada cosa y a cada etapa. Se podrá imitar industrialmente, pero todos reconoceremos que es una prenda sintéticamente compactada. El arte de la unidad necesita y reclama auténticos artesanos que sepan armonizar las diferencias en los «talleres» de los poblados, de los caminos, de las plazas y paisajes. No es un arte de escritorio la unidad, ni tan solo de documentos, es un arte de la escucha y del reconocimiento. En eso radica su belleza y también su resistencia al paso del tiempo y de las inclemencias que tendrá que enfrentar.

La unidad que nuestros pueblos necesitan reclama que nos escuchemos, pero principalmente que nos reconozcamos, que no significa tan sólo «recibir información sobre los demás… sino recoger lo que el Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para nosotros»[3]. Esto nos introduce en el camino de la solidaridad como forma de tejer la unidad, como forma de construir la historia; esa solidaridad que nos lleva a decir: nos necesitamos desde nuestras diferencias para que esta tierra siga siendo bella. Es la única arma que tenemos contra la «deforestación» de la esperanza. Por eso pedimos: Señor, haznos artesanos de unidad.

Otra tentación puede venir de la consideración de cuáles son las armas de la unidad.

2-. Las armas de la unidad

La unidad, si quiere construirse desde el reconocimiento y la solidaridad, no puede aceptar cualquier medio para lograr este fin. Existen dos formas de violencia que más que impulsar los procesos de unidad y reconciliación terminan amenazándolos. En primer lugar, debemos estar atentos a la elaboración de «bellos» acuerdos que nunca llegan a concretarse. Bonitas palabras, planes acabados, sí –y necesarios–, pero que al no volverse concretos terminan «borrando con el codo, lo escrito con la mano». Esto también es violencia, ¿y por qué? porque frustra la esperanza.

En segundo lugar, es imprescindible defender que una cultura del reconocimiento mutuo no puede construirse en base a la violencia y destrucción que termina cobrándose vidas humanas. No se puede pedir reconocimiento aniquilando al otro, porque esto lo único que despierta es mayor violencia y división. La violencia llama a la violencia, la destrucción aumenta la fractura y separación. La violencia termina volviendo mentirosa la causa más justa. Por eso decimos «no a la violencia que destruye», en ninguna de sus dos formas.

Estas actitudes son como lava de volcán que todo arrasa, todo quema, dejando a su paso sólo esterilidad y desolación. Busquemos, en cambio, y no nos cansemos de buscar el diálogo para la unidad. Por eso decimos con fuerza: Señor, haznos artesanos de unidad.

Todos nosotros que, en cierta medida, somos pueblo de la tierra (Gn 2,7) estamos llamados al Buen vivir (Küme Mongen) como nos los recuerda la sabiduría ancestral del pueblo Mapuche. ¡Cuánto camino a recorrer, cuánto camino para aprender! Küme Mongen, un anhelo hondo que brota no sólo de nuestros corazones, sino que resuena como un grito, como un canto en toda la creación. Por eso hermanos, por los hijos de esta tierra, por los hijos de sus hijos digamos con Jesús al Padre: que también nosotros seamos uno; Señor, haznos artesanos de unidad.

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Notas

[1] Gabriela Mistral, Elogios de la tierra de Chile.

[2] Violeta Parra, Arauco tiene una pena.

[3] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 246.