El Testamento Espiritual del prior Christian de Chergé - Alfa y Omega

El Testamento Espiritual del prior Christian de Chergé

Morir a manos de un argelino o un musulmán «sería un precio demasiado alto para la llamada a la gracia del martirio», porque mancharía el nombre de «un pueblo al que amo»

Colaborador

Poco antes de su asesinato, en marzo de 1996, intuyendo lo que podría pasarle, el prior del monasterio de Nuestra Señora del Atlas, en Tibhirine, dejó escrito un Testimonio Espiritual en el que pedía a Dios «poder tener ese instante de lucidez» que le permitiera morir pidiendo y ofreciendo perdón. Al padre Christian de Chergé le angustiaba especialmente morir de manos de un argelino «sobre todo si dice que actúa por fidelidad a lo que supone que es el islam». «Sería un precio demasiado alto para la llamada a la gracia del martirio», puesto que mancharía el nombre de «un pueblo al que amo».

A De Chergé le preocupaba también que su muerte «parecerá darles razón a quienes me han tratado sin reflexionar como ingenuo o idealista» por su amistad con los musulmanes. El prior expresaba a continuación su deseo de, desde el Cielo, «sumergir mi mirada en la del Padre para contemplar junto con Él a sus hijos del Islam, así como Él los ve, iluminados todos por la gloria de Cristo, fruto de su Pasión, colmados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias».

Este es el texto completo del Testamento Espiritual del padre Christian de Chergé:

Si un día me aconteciera -y podría ser hoy- ser víctima del terrorismo que actualmente parece querer alcanzar a todos los extranjeros que viven en Argelia, quisiera que mi comunidad, mi Iglesia y mi familia recordaran que mi vida ha sido donada a Dios y a este país; que aceptaran que el único Señor de todas las vidas no podría permanecer ajeno a esta muerte brutal; que rezaran por mí: ¿cómo ser digno de semejante ofrenda?; que supieran asociar esta muerte a muchas otras, igualmente violentas, abandonadas a la indiferencia y el anonimato.

Mi vida no vale más que otra. Tampoco vale menos. De todos modos, no tengo la inocencia de la infancia. He vivido lo suficiente como para saber que soy cómplice del mal que, ¡desgraciadamente!, parece prevalecer en el mundo, y también del que podría golpearme a ciegas.

Al llegar el momento, querría poder tener ese instante de lucidez que me permita pedir perdón a Dios y a mis hermanos en la humanidad, perdonando al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiere golpeado. No podría desear una muerte semejante. Me parece importante declararlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme del hecho de que este pueblo que amo fuera acusado indiscriminadamente de mi asesinato. Sería un precio demasiado alto para la llamada a la gracia del martirio: que se debiera a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si dice que actúa por fidelidad a lo que supone que es el Islam.

Sé de cuánto desprecio han podido ser tachados los argelinos en su conjunto, y conozco también qué caricaturas del Islam promueve cierto islamismo. Es demasiado fácil poner en paz la conciencia identificando esta vía religiosa con los integrismos de sus extremismos. Argelia y el Islam, para mí, son otra cosa; son un cuerpo y un alma. Me parece haberlo proclamado bastante sobre la base de lo que he visto y aprendido por experiencia, volviendo a encontrar tan a menudo ese hilo conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primera Iglesia inicial, justamente en Argelia, y, ya entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes.

Evidentemente, mi muerte parecerá darles razón a quienes me han tratado sin reflexionar como ingenuo o idealista: ¡que digan ahora lo que piensan! Pero estas personas deben saber que, por fin, quedará satisfecha la curiosidad que más me atormenta. Si Dios quiere, podré, pues, sumergir mi mirada en la del Padre para contemplar junto con Él a sus hijos del Islam, así como Él los ve, iluminados todos por la gloria de Cristo, fruto de su Pasión, colmados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias.

De esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios, porque parece haberla querido por entero para esta alegría, por encima de todo y a pesar de todo. En este gracias, en el que ya está dicho todo de mi vida, os incluyo a vosotros, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, amigos de aquí, junto con mi madre y mi padre, mis hermanas y mis hermanos, y a ellos, ¡céntuplo regalado como había sido prometido!

Y a ti también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estés haciendo; sí, porque también por ti quiero decir este gracias, y este a-Dios, en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea dado volvernos a encontrar, ladrones colmados de gozo, en el Paraíso, si así le place a Dios, Padre nuestro, Padre de ambos. Amén. Inchalá.

Christian de Chergé