Populismos, borracheras y Babel - Alfa y Omega

El populismo es un estado intermedio de ebriedad política, cuyo desenlace final (la borrachera desmandada) no es otra cosa que la revolución, el desplome del contrato social y la guerra civil. Exagerado, quizás, pero cierto. El licor –la visión maniquea de un sueño utópico, al cual se llega solo tras la destrucción de un enemigo satanizado– es el mismo. Lo que varía es la dosis. Indignados y castas, catalanistas e independentistas, pobres y oligarcas, blancos norteamericanos e inmigrantes ilegales, bolcheviques y burzhuis; sea de izquierda o de derechas, el populismo es un cóctel que se hace con las dos partes de una sociedad cortada, como un limón, por la mitad. Su potencia viene precisamente del contraste y la confrontación. A veces, como en mi Venezuela natal o en la Rusia de hace un siglo, se le agrega algún ingrediente más –petróleo a cien dólares el barril, un sinsentido de guerra mundial– y el narcótico se vuelve francamente intolerable. Tanto que vemos al cielo al alcance de nuestras manos. Y nos lo bebemos a cántaros.

Los seguidores populistas, como los antiguos pensadores totalitarios, creen en el éxito inminente de un sueño. La llegada del comunismo o el regreso de los héroes. El triunfo de la revolución. El futuro de una sociedad sin maldades ni desigualdad. Y en esa creencia construyen torres de Babel, convencidos progresivamente de que sus problemas son producto de la maldad de otro, y que por tanto la solución es sencilla: acabar con él. Así llegarán al cielo. Y esta narrativa, que parece tonta e incoherente, cala precisamente por lo humana que es. Promete hacer de la política la épica que todos buscamos: dibujando villanos, nos hace héroes. Da esperanza a los desesperanzados ofreciendo, en sus mentiras, más de lo que la vida misma puede dar: la felicidad plena. Luego viene la resaca. Pero hasta entonces la revolución sucede precisamente en su expectativa. La torre se construye hasta que se cae.

Por tanto el principal antídoto ante tal amenaza no es el debate sino la sobriedad. La afronta principal del populismo no es a la derecha o a la izquierda, o a las fronteras abiertas o cerradas, sino a la visión más sencilla de lo humano. Su materia prima, su mayor y más peligrosa mentira, es hacernos creer que tal o cual grupo de gente, en una masa unida, es nuestro enemigo. Mentira no porque no haya malos entre ellos, sino porque todos, en alguna medida, lo somos también. Ante los ojos de los demás todos somos culpables. De tantas faltas y pecados que no hace falta contar. En eso todos somos iguales: buenos, malos, capaces de la belleza y la atrocidad. Humanos en toda su complejidad y extrañeza, merecedores del mismo perdón que debemos. Igual de susceptibles de creer en utopías, sufrir sueños imposibles y embriagarnos por falta de esperanza.

La sobriedad, por tanto, no es otra cosa que reconocer que la polarización es un narcótico. Es vernos en el espejo del otro. Reconocer que toda caricatura es ficción. Que nuestra identidad individual va mucho más allá de nuestra postura política.

La cuestión no es, entonces, denunciar a tal o cual grupo populista y aglutinar a sus seguidores en el inverso de otra caricatura. No es discutir si la Unión Europea es viable, o si Cataluña es parte del legado de España. Ni hacer pancartas ni inventar canciones. Eso sería caer en la misma trampa. La respuesta es sentarnos con los seguidores de esos movimientos que tanto nos alarman, y hablar de otras cosas. Darnos cuenta de que tampoco somos tan distintos. Apreciar que las soluciones del país o el continente nos afectan a ambos, como también sus problemas. Es demostrar, a ellos y a nosotros mismos, que no somos enemigos. Que tal enemistad es efecto de la tinta panfletaria y la saliva demagoga.

La reconciliación que tanto hace falta (en mi Venezuela, dentro de España, en los propios Estados Unidos) por tanto sucederá, si llega, no en la política sino precisamente en su abstinencia. En el resto de cosas que nos ofrece la vida fuera de la plaza pública. De no lograrla el resultado es conocido. Un país en ruinas. La jaqueca que no se quita sino con tiempo y pan duro. La torre que se derrumba y salpica un pueblo en mil lenguas y pedazos.

Andrés Miguel Rondón
Economista