Málaga despide a su obispo emérito monseñor Antonio Dorado. «He tratado de servir al pueblo de Dios» - Alfa y Omega

Málaga despide a su obispo emérito monseñor Antonio Dorado. «He tratado de servir al pueblo de Dios»

Lo describen como sencillo, cercano, trabajador… Sólo «he tratado de servir al pueblo de Dios», decía de sí monseñor Dorado, obispo emérito de Málaga. Su diócesis lo despidió con agradecimiento por su persona y por «la fecundidad pastoral de su pontificado»

María Martínez López
Traslado de los restos de monseñor Dorado, de la capilla ardiente, en la iglesia del Sagrario, a la catedral, para el funeral

La diócesis de Málaga despidió, el pasado 18 de marzo, con gran cariño, a su obispo emérito monseñor Antonio Dorado, fallecido un día antes. «Además de alegrarnos por el consuelo y la misericordia de Dios, queremos agradecerle el regalo que nos ha hecho en la persona de don Antonio y la fecundidad espiritual de su pontificado –subrayó en la homilía de la Misa corpore insepulto el obispo de Málaga, monseñor Jesús Catalá–. Las diversas Iglesias particulares a las que ha servido como sacerdote y obispo agradecemos al Señor el don de su presencia, de su entrega generosa y de su ministerio episcopal. Dios quiso otorgarle el ministerio sacerdotal asociándolo a Jesucristo para ser representación sacramental suya. Don Antonio actuó en nombre de Jesucristo, el Buen Pastor que cuida de sus ovejas».

El obispo emérito –continuó su sucesor– «se nos ha adelantado a celebrar la Pascua. Él ha pasado ya por la muerte temporal, y ahora entra en el misterio divino para gozar plenamente de la resurrección de Jesucristo, para vivir la luz inefable, para disfrutar de la alegría y de la Pascua eterna. Pedimos que Dios lo resucite y transforme su cuerpo frágil, que ha pasado por la muerte corporal, en cuerpo resucitado y glorioso. Y que a nosotros también nos conceda la gracia de iniciar ya la vida eterna incoada en este mundo».

Un hombre bueno, un hombre de Dios

Al funeral asistieron los cardenales Carlos Amigo y Fernando Sebastián, los arzobispos de Sevilla y Granada, monseñores Juan José Asenjo y Javier Martínez, respectivamente; el arzobispo castrense de España, monseñor Juan del Río; los obispos de Cádiz, Melilla, Ceuta, Guadix y Huelva; el portavoz de la Conferencia Episcopal, don José María Gil Tamayo; y el obispo emérito de Málaga y antecesor suyo, monseñor Ramón Buxarráis.

Monseñor Dorado era «un hombre bueno, un hombre de Dios», afirmó el sacerdote don Juan Antonio Paredes en la semblanza leída durante la Misa. Era «sencillo, cercano, cordial, con capacidad de escucha y trabajador infatigable, al que sorprendía la una de la madrugada» terminando tareas; «un hombre entrañable, con un profundo sentido de la amistad. Un obispo dialogante y estudioso, firme en las negociaciones con el Gobierno, que trató de llevar a la práctica el Vaticano II, y ejercía el ministerio episcopal de manera colegiada. No escatimaba su tiempo cuando se trataba de recibir a un sacerdote o a un seglar», y sabía «pedir perdón a un sacerdote cuando se había equivocado». Pero, «por encima de todo», era «un gran creyente que nutría su honda espiritualidad de la Palabra de Dios y de la Liturgia, y que pasaba largas horas delante del Santísimo».

Al finalizar el funeral, se leyó un telegrama enviado por el Papa Francisco, en el que subrayaba que el obispo «entregó su vida al servicio de Dios y de la Iglesia». Nacido en Urda (Toledo) en 1931, monseñor Dorado fue obispo de Guadix-Baza (1970-1973), Cádiz-Ceuta (1973-1993) y Málaga (1993-2008). En su última entrevista, concedida en junio de 2014, el obispo afirmaba: «He tratado de servir al pueblo de Dios, alentando las iniciativas de las comunidades eclesiales diocesanas y potenciando la comunión y los diversos carismas». Tras su renuncia, se quedó en Málaga, porque, «al ordenarme de sacerdote, fui consciente de que ya no pertenecía a mi familia, ni me pertenecía a mí, sino a la Iglesia».