Santa Juana, párroco - Alfa y Omega

Santa Juana, párroco

Sor Juana de la Cruz se escapó de casa para consagrarse a Dios, atraía con su predicación al mismo emperador, y llegó a ejercer de párroco. La Santa Sede acaba de reconocer las virtudes heroicas de una religiosa a la que el pueblo ha tenido por santa durante siglos

María Martínez López
Retrato de Sor Juana de la Cruz

«Como [a Cristo] le costamos tan caros y el parto con que nos parió fue tan fuerte que gotas de sangre le hacía sudar, no puede hacer otra cosa sino rogar continuamente por nosotros como madre muy piadosa, deseando que nos salvemos… por que sus dolores e tormentos no sean en vano». Predicaciones así y su ejemplo de vida le valieron a sor Juana de la Cruz tal fama de santidad, que atraía hasta el convento de Santa María de la Cruz, en Cubas de la Sagra (en la madrileña diócesis de Getafe), a personajes como el Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, Juan de Austria, y el propio emperador Carlos V. Cinco siglos después, el Papa ha reconocido sus virtudes heroicas.

Sor Juana de la Cruz nació en 1481 y murió en 1534 con fama de santidad. La devoción se extendió por todo el Imperio español, y se le llegó a dar culto público. Sin embargo, el Concilio de Trento (1545-1563) y el Papa Urbano VIII (1568-1644) endurecieron los Procesos de canonización. Sor Juana no pudo ser beatificada por culto inmemorial, pues cuando se estudió la Causa en Roma no habían pasado cien años desde su muerte. También el proceso ordinario se paralizó, debido a problemas con los escritos que recogían sus predicaciones.

Cinco siglos de devoción

Tras varios intentos, la Causa se reabrió en 1980. «La cuestión central eran los escritos –explica el Postulador de su Causa, padre Inocente García de Andrés–. Ya sabíamos que los originales, que anteriormente no se habían podido encontrar, estaban en la Biblioteca del Monasterio de El Escorial», seguramente pedidos por el rey Felipe II debido a la fama de santidad de la religiosa. El padre Inocente los ha estudiado y publicado, además de recorrer muchos archivos para encontrar otros documentos históricos, ya que los del convento fueron destruidos durante la Guerra Civil.

Ajeno a estas vicisitudes, el pueblo ha conservado durante cinco siglos la devoción a la santa Juana, como se la conoce en la zona. «Viene muchísima gente, y deja cantidad de peticiones tanto donde estaba antes la tumba, como donde están hoy sus restos», explican las clarisas del convento, también rebautizado como de Santa Juana. Eso sí, «a veces vienen un poco confundidos». Por ejemplo, muchos creen que la fiesta del 9 de marzo, que conmemora unas apariciones de la Virgen en 1449, es en honor a sor Juana. «Pero al llegar aquí se dan cuenta de la realidad, y es una forma de que la gente se acerque a María. La Virgen trajo aquí a santa Juana para dar empuje al santuario, y ahora santa Juana atrae a la gente a la Virgen».

Antigua tumba de la santa Juana, llena de muestras de devoción

Vestida de hombre

Sor Juana llegó a Cubas con 15 años, vestida de hombre. Se había escapado de casa para evitar que sus padres la casaran, y poder consagrarse a Dios. Por aquel entonces, no existía el convento; sólo un grupo de mujeres piadosas que atendía el santuario. Una década después, comenzó sus famosas predicaciones. Llegó a hablar durante horas, y a veces en idiomas que no conocía, como el vasco y el árabe. Hablaba –decía ella– para «fortalecer la fe de los sencillos», pero terminó atrayendo al mismo emperador.

El cardenal Cisneros, arzobispo de Toledo, la valoraba mucho y erigió en Cubas un convento de la Orden Tercera Franciscana, con Regla propia orientada a la educación de niñas. También le concedió el privilegio de beneficio: «Como abadesa –explica el Postulador–, le encomendó la parroquia de Cubas». En su mano estaban la jurisdicción y la cura de almas, y un capellán celebraba los sacramentos. Un privilegio inusual, pero no único. Lo tuvo también, entre otras, la abadesa de Las Huelgas, en el siglo XII.

Este trato no fue muy bien acogido por el clero secular. A la muerte de Cisneros, algunos clérigos y religiosas intrigaron para que sor Juana fuera depuesta. Terminó siendo restituida, pero sus últimos años estuvieron marcados por esta persecución, y por una dolorosa enfermedad. «Su vida, que había tenido mucho reconocimiento, tuvo esta segunda parte de purificación». Como escribió Lope de Vega en el soneto dedicado a ella, «mas la virtud que en las ofensas crece,/ rompe la sombra que turbar procura/ su eterna claridad, y más segura/ con doblada corona resplandece».