Soy hija de Dios - Alfa y Omega

Pasaba por delante de la habitación de una de las hermanas mayores y entré a saludarla. Me sorprendió la alegría que reflejaba en su cara. «¿Por qué está tan contenta, sor Pilar?», le pregunté. «Me he dado cuenta de que soy hija de Dios», respondió.

Quedé muy desilusionada. ¡Todos sabemos que somos hijos de Dios! No es ninguna novedad. Esperaba que me comentara acerca de alguna revelación, visión, manifestación extraordinaria del Señor o de la Virgen… Me despedí. Con el paso del tiempo, y después de reflexionar, puedo intuir lo que le ocurrió a sor Pilar. Se produjo en ella una verdadera experiencia de filiación divina que la marcó. Damos por supuesto que somos hijos de Dios pero esto no nos transforma, queda en el nivel racional, en el de las ideas.

Una experiencia capaz de transformar a la persona va infinitamente más allá del ámbito de las ideas o emociones y se dirige a lo que llamamos vida interior. Supone que me encuentro con una realidad, en este caso Dios, que percibo de forma directa y nueva y caigo en la cuenta, doy sentido a eso que me está sucediendo. Entonces y solo entonces, mi vida cambia.

Jesús era muy reservado en las manifestaciones de su ser interior, pero se le escapaba con frecuencia su conciencia de ser Hijo del Padre. Y ese sentimiento lo llenaba de júbilo incontenible, como nos relata Lucas en su Evangelio.

Se cuenta de la hija de Luis XV de Francia, Luisa, que al ser reprendida por una de sus servidoras, replicó con enojo: «¿No sabes, acaso, que soy la hija de tu rey?». La sirvienta no se amilanó. Ante la pregunta impertinente, supo poner a la infanta en su lugar, contestando: «Y yo, ¿no soy acaso la hija de tu Dios?».

La princesa no olvidó aquella lección. Años más tarde, siendo ya monja carmelita, recordaba agradecida el valor de aquella sirvienta.

Podemos pedirle a nuestro Padre que nos conceda el sabernos verdaderamente sus hijos y que esta certeza sostenga nuestra vida, nos haga valientes y aleje de nosotros el miedo.