Bienaventurados los pobres - Alfa y Omega

Al entrar en la planta de traumatología me impresiona el quejido de un niño que sale de la primera habitación… pero yo, a lo mío, a llevar la comunión –mientras la daba no podía quitarme de la cabeza la parábola del samaritano–. A la vuelta entré y allí estaba Edurne, de 5 años y con parálisis cerebral, a la que su madre acariciaba la cara porque se había roto la pierna y el dolor debía de ser insoportable. Su madre me permitió acercarme, empecé a hablarla suavemente y se quedó dormida. A su madre le llamó la atención que la niña se quedara tan tranquila conmigo cuando la noche antes no había dormido. Hablamos de la capacidad de amor de estos niños y de sus dos hermanos, que se desviven por ella.

Entraron otras personas en la habitación y se metieron en la conversación; entre las cosas que soltaron fue: «pobrecita». Y como un rayo, mi mente voló al paseo marítimo de Mezquitilla, hace ya años, cuando paseábamos en su silla de ruedas a Eva (mi sobrina, también con parálisis cerebral). Pasó una señora mayor y soltó la paparrucha de turno: «Qué pena, la pobre niña», y su hermana se volvió y le dijo: «Señora, pobre será usted que es fea».

Sí, es verdad. Edurne, Eva y muchas personas son consideradas pobres, ya que solo tienen amor, que dan en forma de sonrisa y perciben cuando otras personas les miran a los ojos, contagiándolas su amor. No ganan dinero ni son valoradas. Mira que toda la vida la pasamos discutiendo sobre si los pobres son los de espíritu o de dinero, y resulta que son aquellos que lo único que tienen es amor. Y los que se acercan a ellos con ojos limpios y corazón puro se contagian de su amor, porque los demás solo son capaces de decirles «pobres», sin darse cuenta de lo feos que son.