Orgullosas de nuestras capacidades - Alfa y Omega

La cuestión de fondo sobre la mujer –en cierto sentido, ya esbozada en los Evangelios, en los que Jesús suele poner a las mujeres, incluso a las prostitutas, como ejemplo para los hombres– es que, por razones de rol, de destino biológico, de tradición interiorizada…, las mujeres parecen vivir el mensaje de Jesús más de cerca a sus palabras que los hombres. El servicio gratuito de amor, el cuidado de los débiles, el hábito de dar sin recibir compensación… forman parte de la tradición femenina, y han sido duramente criticados por el feminismo, que lo contrapuso a la posibilidad de un proyecto de vida independiente y libre para las mujeres.

Creo que es un error demonizar el papel tradicional de la mujer, considerarlo una forma miserable de vida, como si el amor libre fuera solamente una explotación. No es solo explotación; es también, y sobre todo, la habilidad de entretejer relaciones humanas con otros, reconocer el valor del amor mutuo. Las mujeres deben estar orgullosas de estas capacidades, incluso si fueran solo formas culturales transmitidas a lo largo del tiempo, porque significan estar más cerca del modelo que quería Jesús. Pero es incorrecto aprovechar esta situación desde posiciones de poder, como sucede a menudo, para mortificar a las mujeres en lugar de reconocer su valor humano. Una sociedad en la que se confíe a las mujeres los trabajos más despreciados, mal pagados y humillantes, no puede considerarse una sociedad cristiana. No solo porque para un cristiano todos somos iguales, hijos de Dios, sino también porque ese rol despreciado es precisamente el que Jesús enseñó que debe asumir el cristiano. A veces parece que en la Iglesia, por prevalencia, solo las mujeres fueran cristianas…

Es cierto que se trata también de un problema interno. Hay superiores que limitan a sus hermanas. Pero siempre son las mujeres las que imitan una cultura equivocada que les ha sido sugerida desde el exterior, para de esta manera intentar ser más aceptadas y apreciadas por las autoridades eclesiásticas. No es solo un problema de hoy. A finales del siglo XIX, Francesca Cabrini acababa de llegar a Nueva York con seis monjas. Abandonó a los sacerdotes escalabrinianos que le habían llamado porque le ofrecían solo una casa horrible y comida a cambio de una cantidad enorme de trabajo en la parroquia. Prefirió trabajar por su cuenta, y así terminó fundando escuelas y hospitales para migrantes.