¡Nunca lo imaginé! - Alfa y Omega

¡Nunca lo imaginé!

Alfa y Omega

«Mamá, tienes que venirte aquí mañana. ¡Esto es maravilloso! ¡Nunca imaginé que pudiera existir un amor así…!». A la hija, nada más terminar la primera jornada del cursillo de novios que le habían dicho que tenía que hacer para casarse por la Iglesia, le salían a borbotones, por el teléfono, éstas palabras emocionadas tras lo vivido ese día. Alguien le dijo que, en una parroquia madrileña, hacían un cursillo de fin de semana. No sabía muy bien por qué quería casarse por la Iglesia, y lo del cursillo iba a hacerlo con su novio bastante a regañadientes. Hacía años que no pisaba una iglesia, igual que su madre. Ésta vivía en un pueblo de otra provincia, pero la sorprendente llamada de su hija despertó su curiosidad hasta el punto de alzarse al amanecer y, tras un viaje nada cómodo, a la mañana siguiente ahí estaba, en aquella desconocida parroquia, viendo hechas realidad las palabras de su hija. Ni la madre ni la hija y su novio podían resistirse a la belleza de Cristo y de la Iglesia que tenían delante. Cuando se pone en juego la libertad, es imposible no ver y seguir el esplendor de la Verdad. No había acabado el cursillo y, con la Confesión y la Comunión, se habían reconciliado con Dios, ¡y con la vida!

Dice el Instrumento de trabajo del próximo Sínodo sobre la familia que «el motivo de tanta resistencia a las enseñanzas de la Iglesia acerca de la moral familiar es la falta de una auténtica experiencia cristiana, de un encuentro personal y comunitario con Cristo, que ninguna presentación -aunque sea correcta- de una doctrina puede sustituir». Es un encuentro, sí, como el de aquel cursillo de novios, ¡encuentro con Cristo! Sin duda, «la familia -dice el Papa Francisco en su Exhortación Evangelii gaudium– atraviesa una crisis cultural profunda, como en todas las comunidades y vínculos sociales», pero -añade- «en el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad». De tal modo es así, que sin familia toda sociedad pierde su condición de humana. En su Carta a las familias, de 1994, san Juan Pablo II lo decía bien claro: «Cuando falta la familia, se crea en la persona que viene al mundo una carencia preocupante y dolorosa que pesará posteriormente durante toda la vida»; y, como el Papa Francisco, subraya que «la familia constituye la célula fundamental de la sociedad. ¡Pero hay necesidad de Cristo –vid de la que reciben savia los sarmientos– para que esta célula no esté expuesta a la amenaza de una especie de desarraigo cultural!» Sin Él, ni hay matrimonio ni familia auténticos, ni consiguientemente sociedad digna del hombre. Por el contrario, con Él, ¡los sarmientos viven!

Es lo que dice el Papa Francisco al inicio de su Exhortación: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús». Y el Evangelio lleva en su mismo centro la familia. Dios es eso, familia, Padre, Hijo y Espíritu Santo; y quienes hemos sido creados a su imagen, ¿cómo podríamos vivir sin familia? El Hijo se hizo hombre, justamente, en familia, y es en Él donde a todo hombre y mujer se nos abre el horizonte de la vida. Su antecesor, en su primera encíclica, Deus caritas est, lo destacó así: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». Y más adelante, Benedicto XVI muestra nítidamente, y lo recoge el Instrumento de trabajo del Sínodo, cómo «el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano».

Ante las situaciones difíciles y dolorosas por las que pasa hoy el matrimonio y la familia, la Iglesia, en el Sínodo de los Obispos, movida precisamente por el amor que se nos ha dado en Cristo, busca, ante todo, curar las heridas. ¿La medicina? «Que el Evangelio de la familia sea anunciado, experimentado y apreciado», dice el Documento de trabajo del Sínodo. Para ello, hay que mirar, y seguir, a los testigos que suscitan ese asombro que hace exclamar ese ¡Nunca imaginé un amor así! De lo contrario, ¿qué se ve? Nada bello, desde luego: «Una cultura que rechaza decisiones definitivas, condicionada por la precariedad, la provisionalidad, propia de una sociedad líquida, del usar y tirar; valores sostenidos por la denominada cultura del descarte y de lo provisional, como recuerda frecuentemente el Papa Francisco».

Urge, como afirma el Documento del Sínodo y recogemos en la portada de este número de Alfa y Omega, «anunciar la belleza del amor familiar»; en definitiva, la belleza de la fe, que «no es un refugio para gente pusilánime -certeras palabras de la encíclica Lumen fidei-, sino que ensancha la vida».