La importancia de los regresos - Alfa y Omega

La importancia de los regresos

Javier Alonso Sandoica

Descubrí al escritor Gonzalo Tavares por un programa de radio argentino que dos locos poetas soltaban al aire para oyentes devotos de la gran literatura. Me compré un par de sus novelas y me sorprendió la riqueza de vocabulario del portugués. Un artista nada vulgar, sobresaliente, en absoluto cotidiano. Enrique Vila-Matas ha dicho de él que es la revelación más original de la literatura portuguesa, y Saramago dejó escrito que ganará el Nobel en menos de treinta años: «No tiene derecho a escribir tan bien con sólo treinta y cinco años. Dan ganas de pegarle».

Confesemos que escribe bien y compone con dosis de hipnotismo. Por eso me he leído su última novela, Un viaje a la India (Seix Barral), la historia de un filósofo asesino que mata a su padre, porque a su vez éste mató a la mujer del protagonista. Huye, se refugia en Londres, París, Viena Praga y llega hasta la India; retorna a París y regresa definitivamente a Lisboa. Un periplo en el que filosofa de cosas menudas, en ocasiones con violentos arranques metafísicos. Pero en Bloom, el protagonista, todo es amargo, tan triste como los desasosiegos de Fernando Pessoa. A mí me gusta glosar las novelas que leo, y aquí he dejado muchos comentarios al margen. En su viaje, Bloom ve que todo se compra y se vende; el corazón del hombre está estragado de desánimos y es incapaz de una garantía espiritual. Se nos dice: «Alguien ha dicho que los humanos sólo participan de los acontecimientos que tienen lugar por debajo del nivel de la mirada». Yo suscribo lo contrario: cuando el hombre eleva la vista, llega más lejos de sí, hasta darse verdadero alcance. El viaje no le ha servido. Bloom dice que el mundo no es más que agua sin orillas, «y encima no sabemos nadar».

Echo de menos ese otro periplo de Chesterton, en su Ortodoxia, su autobiografía vagabunda, como él la denominaba. Así empieza: «A menudo he soñado escribir la historia de un piloto inglés que, habiendo calculado mal su derrotero, descubrió nada menos que la antigua Inglaterra». Y el inglés añade: «Yo mismo soy ese hombre, yo mismo descubrí Inglaterra». Es decir, voló por mil itinerarios intelectuales, hasta que regresó al hallazgo de la fe cristiana, la fe de sus mayores. Fue un retorno cargado de novedad. No como el de Bloom, una vuelta a la patria con los mimbres del hastío sin nada que construir y sabiendo que el hombre es despiadado.