El santo labrador que causó el primer atasco de Madrid - Alfa y Omega

El santo labrador que causó el primer atasco de Madrid

Por sorprendente que parezca, Madrid, villa, corte y residencia de los poderes fácticos de España desde hace siglos, no tiene como patrono a ninguno de sus ilustres hijos de más fuste como, por ejemplo, san Dámaso I, Papa; sino a un humilde campesino, que vivió casi en la pobreza y entre acusaciones de vago, aunque murió con una extendida fama de santo. De hecho, el culto a san Isidro era tan popular que la Santa Sede tuvo que pedir que se retirasen sus imágenes y reliquias hasta que fuese oficialmente beatificado. Eso sí, cuando Roma verificó su santidad y aprobó su liturgia, Madrid vivió una de las fiestas más populosas que recuerdan las crónicas, con cortes de tráfico incluidos…, en pleno siglo XVII

José Antonio Méndez
San Isidro y el milagro de la fuente, de José Leonardo. Museo Municipal de Madrid

¿Quien no ha oído alguna vez los lamentos y críticas que suscitan los atascos y cortes de tráfico en Madrid? La cosa no es nueva. De hecho, el fenómeno de las retenciones, que nació en los años 60 con el boom del automovilismo entre particulares, tuvo un insospechado precedente varios siglos antes de que Karl Benz inventase el primer coche. Concretamente, en 1622. El causante de semejante bullicio, que además se prolongó durante más de una semana, fue un simple labrador, que había vivido con una humildad rayana en la pobreza. Aunque para entender este episodio, es necesario retroceder unos cuantos siglos más en el tiempo.

Corre el año de Nuestro Señor de 1082. En la villa que los árabes llaman Mayrit, y los cristianos Matrit, en el seno de una familia de humildes mozárabes, nace Isidro, así bautizado en honor al gran Isidoro de Sevilla, cuyas reliquias acababan de pasar por la ciudad de camino a León. Cuando Isidro tiene tres años, el rey Alfonso VI toma la ciudad en dura batalla contra el moro, que culmina con victoria para los leoneses. Como acción de gracias, la cristiandad matritense organiza una procesión alrededor de la ciudadela mora (al-mudayna) y, al paso de la cruz, la muralla cede y deja milagrosamente al descubierto la imagen de la Virgen, escondida desde hacía 300 años. El impacto es enorme y la devoción a María se extiende y se asienta en Matrit. Desde pequeño, Isidro acude a la iglesia de Nuestra Señora la Antigua, que así llaman los fieles a la Virgen de la Almudena, para rezar a la Madre y para aprender a leer y a escribir, aunque de forma un tanto rudimentaria. Tal es su devoción mariana que, con los años, Isidro acude a diario a este templo (o al de la Virgen de Atocha), para asistir a Misa y rezar a María antes de ir a trabajar al campo, pues así se gana el jornal. Aunque otros campesinos le acusan de vago por demorar el inicio de su jornada, su labranza produce más frutos que la del resto, aunque él, con humildad, lo achaca al inmerecido auxilio divino.

Pronto empiezan a sucederle fenómenos inexplicables: fuentes que manan en secarrales; yuntas de bueyes que parecen ser asidas por ángeles; enfermos que sanan de males mortales; pobres que se sacian en ollas que se habían vaciado… Los milagros y la fama de santidad acompañan a Isidro -y a su esposa, María Toribio-, y a su muerte, son miles los que veneran su memoria: el pueblo lo declara santo súbito y celebra su culto, dedicándole frescos y venerando sus reliquias, incluso sacándolas en procesión.

El correr de los siglos no enfría su memoria, pero en 1563, el Concilio de Trento pone un obstáculo a la devoción popular: hasta que Roma no se pronuncie sobre la santidad de un cristiano, debe cesar todo culto público que éste reciba. O sea, que el cuerpo incorrupto del santo debe ser guardado y sus imágenes cubiertas, hasta nueva orden. De la Corte, ya asentada en Madrid, se envían a Roma, con sello real, gran número de peticiones para reclamar la beatificación del ilustre hijo de la villa. La aprobación tarda 50 años, hasta 1619, pero es acogida por todo lo alto: Felipe III, el piadoso, nieto de Carlos V (sanado de niño al beber de una fuente que hizo manar el santo), organiza ocho días de fiesta, que él mismo preside. Sólo tres años después, en 1622, el escenario se repite cuando Roma canoniza a san Isidro, esta vez bajo el reinado de Felipe IV: las calles de Madrid se colapsan de peregrinos; el tráfico de carros se atasca en las de Toledo, Mayor y Arenal, donde se han levantado arcos floridos, altares y cruces; se ordena el repique de campanas; se organizan procesiones de pendones y estandartes, cabalgatas, fuegos artificiales y solemnes oficios litúrgicos, con las reliquias incorruptas expuestas. Madrid, por fin, tiene un santo reconocido por la Sancta Romana Ecclesia, por su amor a la Virgen, a los pobres y a la Eucaristía. Y eso, bien vale un atasco…