Amor saca amor - Alfa y Omega

Amor saca amor

Alfa y Omega
Detalle del cuadro en el convento de los carmelitas, de la Casa Natal de Santa Teresa, Ávila

«Miradle cargado con la cruz, que ni siquiera le dejaban respirar; miraros ha Él con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas, y olvidará sus dolores para consolar los vuestros, sólo porque os vais vos con Él a consolar y volváis la cabeza a mirarle»: lo escribe santa Teresa en Camino de perfección, y bien lo representa la imagen que ilustra este comentario, hermosa invitación a la práctica de amor a Jesucristo, en expresión de san Alfonso María de Ligorio, que bien puede definir la oración del vía crucis, hoy al inicio de nuestro número de Alfa y Omega. Habla la Santa de consuelo, mas no del limitado y frágil que podamos darnos unos a otros los hombres solos. Es el Consuelo infinito que, anunciado para Israel, el anciano Simeón esperaba y pudo contemplar en el Niño que María y José llevaron al templo de Jerusalén para cumplir la Ley del Señor. Tal Consuelo es el que nos testimonia la santa de Ávila: no se limita a aliviar las penas, pues su fuerza es tan grande que las transforma en alegría, una alegría que el mundo no puede conocer, ¡sólo quien se ha encontrado de veras con Jesucristo, el mismo Dios hecho hombre!

En su Mensaje con motivo de la apertura del Año Jubilar Teresiano, el Papa Francisco lo explica con toda claridad: «En santa Teresa contemplamos al Dios que, siendo soberana Majestad, eterna Sabiduría, se revela cercano y compañero, que tiene sus delicias en conversar con los hombres: Dios se alegra con nosotros. Y, de sentir su amor, le nacía a la Santa una alegría contagiosa que no podía disimular y que transmitía a su alrededor. Esta alegría es un camino que hay que andar toda la vida. No es instantánea, superficial, bullanguera. Hay que procurarla ya a los principios. No se alcanza por el atajo fácil que evita la renuncia, el sufrimiento o la cruz, sino que se encuentra padeciendo trabajos y dolores, mirando al Crucificado y buscando al Resucitado».

La propia Santa lo cuenta así en el Libro de la vida: «Casi siempre se me representaba el Señor así resucitado, y en la Hostia lo mismo, si no eran algunas veces para esforzarme estaba en tribulación, que me mostraba las llagas, algunas veces en la cruz y en el Huerto y con la corona de espinas, pocas; y llevando la cruz también algunas veces, para necesidades mías y de otras personas, mas siempre la carne glorificada». Sí, la carne ¡glorificada! Es decir, no se trata de evocaciones del pasado, que pueden producir nostalgia, pero nunca esa alegría a la que se refiere el Papa, la misma que proclama ya en la primera línea de su primera Exhortación apostólica, La alegría del Evangelio, que «llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús». Se trata de Cristo resucitado, vivo, aquí y ahora, ¡de su Presencia viva!, de tal manera que Teresa de Jesús, con la misma certeza de Cristo presente que tiene san Pablo cuando pregunta desafiante: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?», en el Libro de la vida lanza igualmente a todos el desafío: «¿Quién nos quita estar con Él después de resucitado, pues tan cerca le tenemos en el Sacramento, adonde ya está glorificado?».

El testimonio de santa Teresa, que permanece bien vivo «en los cientos de conventos de carmelitas diseminados por todo el mundo», como acaba de recordar el Papa Francisco en su carta al obispo de Ávila, el pasado sábado, la fecha exacta del quinto centenario del nacimiento de la Santa, deshace todo intento de querer reducir la Semana Santa, no ya a mero folclore para turistas, ni siquiera a piadosa expresión de una religiosidad difusa. Allí donde está viva la Iglesia, por mucho que se quiera hacer tal reducción, la Presencia viva de Cristo es más grande y más fuerte, en el Sacramento, sí, y aun en sus imágenes, tan queridas de Teresa de Jesús, modeladas desde la fe y el amor, y que no pueden dejar de suscitarlos en quienes las miran con ojos limpios y corazón abierto, justamente porque Él está vivo. «Me sucedió –cuenta la Santa en el Libro de la vida– que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allí a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota, que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle».

En las Séptimas Moradas, nos aconseja así: «Poned los ojos en el Crucificado, y se os hará todo poco. Si Su Majestad nos mostró el amor con tan espantables obras y tormentos, ¿cómo queréis contentarle con sólo palabras?».

Y las obras que de aquí nacen no pueden contentar menos a quienes en Él han puesto los ojos, pues son obras de amor. «Siempre que se piense de Cristo –dice la Santa en el Libro de la vida–, nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene: que amor saca amor».