María, llena de Espíritu - Alfa y Omega

El pasado fin de semana estuve en El Rocío, donde celebré la solemnidad de Pentecostés rodeado de fieles llegados de todos los rincones de España y también de más allá de nuestras fronteras. Pude charlar con personas, entre ellas muchas de Madrid, que se acercaban a la Virgen para estar con Ella de la misma forma que los apóstoles: esperando el don del Espíritu Santo.

Dejad que os mire la Blanca Paloma, necesitamos su mirada tierna, su mirada de Madre que nos destapa el alma; una mirada llena de compasión y de cuidado, de esperanza y de amor. Aprendamos de Ella cómo se dejó mirar por Dios en aquel primer encuentro con el Espíritu Santo, cuando después de decir sí a Dios, «el Espíritu Santo la cubrió con su sombra». Ahora le decimos: Madre, regálanos tu mirada, porque la mirada de la Virgen es un regalo, no se compra, esa mirada se la regaló el Espíritu Santo y Ella nos la regala a nosotros. Regálanos tu mirada en la fiesta de Pentecostés cuando, en oración unánime como los apóstoles, esperamos con y junto a Ti el don del Espíritu Santo que llena nuestra vida.

Esta es la hora en que el Espíritu rompe el techo de la tierra y nos abre a Dios y a todos los hombres; esta es la hora en que todos nos entendemos porque la lengua que hablamos es la que engendra el Amor mismo de Dios. Esta es la hora en que el Espíritu, al lado de María, nos purifica y enciende la pasión por transformar esta historia con la fuerza que viene de Dios y que es la única que alegra las entrañas del mundo y pone en pie a la Iglesia, para hacernos salir a los caminos como testigos, para escrutar e iluminar el corazón de los hombres, para poner nuestras necesidades, deseos buenos, esperanzas en ese mismo movimiento que la Virgen María y los apóstoles. Gracias, «Virgen de las marismas, / Madre y Señora / de tantísimos pobres / como te lloran. / ¡Vida y dulzura / de todo el que te cuenta / sus amarguras!». Que nadie nos robe tu mirada, Virgen María, pues es mirada de ternura y mirada que fortalece desde dentro, que nos hace fuertes y solidarios para ser más y más hermanos de todos los hombres.

1. María, llena del Espíritu Santo, aparta la discordia de nuestros corazones: ¿no creéis hermanos que esto urge en nuestra convivencia, en esta casa común que es nuestro mundo? ¡Cuántas discordias por centrar nuestra vida en intereses personales y de grupo! ¿Por qué no abrimos nuestro corazón a todos con el lenguaje de Pentecostés, que es el de nuestra Madre? Necesitamos recuperar la memoria de cómo se vive como hermanos. Un lenguaje que solamente entiende de amor, de cumplir el mandato del Señor: «Amaos los unos a los otros, nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». Es la lengua que deseaba María que aprendiésemos todos, tal y como indicó en las bodas de Caná: «Haced lo que Él os diga». Esta es la lengua con la que los apóstoles salieron e interpelaron a todos los que les escuchaban y veían sus obras, «partos, medos, elamitas, y habitantes de Mesopotamia, de Judea, y de Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y de la zona de Libia que limita con Cirene». Esta es la lengua que los discípulos de Jesús tenemos que seguir enseñando en todos los lugares. Nuestra Madre nos invita a ser discípulos misioneros, que es lo mismo que decir discípulos con esta lengua que la entienden todos los hombres de todas las latitudes y de todas las edades (Cfr. Hch 2, 1-11).

2. María, llena del Espíritu Santo, enséñanos a cuidarnos los unos a los otros, enséñanos a ser Pueblo de Dios: de los rasgos que más y mejor podemos observar en una familia es ver cómo se cuidan los unos a los otros. Este ha de ser el rasgo de todo el Pueblo de Dios, de la Iglesia; cuidar a todos los hombres nos hace ser verdaderamente católicos, salimos a todos los lugares a encontrarnos con los hombres, para decirles con obras y palabras: eres mi hermano. En este Pueblo hay diversidad de carismas, de ministerios, de actuaciones, pero el Señor es el mismo en todos y es Él quien nos une y alienta con la fuerza del Espíritu Santo que nos ha enviado. Es Él quien nos dejó a nuestra Madre, a la Virgen del Rocío, para que sea Ella quien nos enseñe a cuidarnos. Para ello hay que incorporarla a nuestra vida, como lo hizo Juan en nombre de todos los discípulos del Señor: «Se la llevó a su casa», la cuidó y Ella lo cuidaba, recordándole siempre ese «haced lo que Él os diga». ¡Qué belleza la del Pueblo de Dios! «Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo» y así anunciamos a Jesucristo, siempre dando la mano a nuestra Madre que nos enseña a cuidar a todos los hombres. Blanca Paloma, enséñanos a vivir como hermanos de todos los hombres, queremos ser familia y para eso no necesitamos de ninguna ideología revanchista que pretenda redimirnos, nos basta el cariño de Madre, por eso te pedimos ser el Pueblo de tu Hijo (Cfr. 1 Cor 12, 3b-7, 12-13).

3. María, llena del Espíritu Santo, ayúdanos a crecer, a afrontar la vida, a ser libres: crecemos cuando abrimos las puertas de nuestra vida a todos y a todo, sin miedos. Afrontamos la vida cuando experimentamos la presencia de Cristo y su paz, donde nada ni nadie nos detiene. Experimentamos la libertad cuando nos llenamos de su alegría por su presencia entre nosotros y salimos a anunciar a Cristo a todos y en todos los caminos por donde transitan los hombres. Danos tu mano de Madre para hacerlo. Todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, sabéis por propia experiencia que una madre ayuda a sus hijos a crecer y desea que crezcan bien. Porque la madre se preocupa de sus hijos. La Virgen María hace lo mismo con nosotros. Jesús nos la dio como Madre para enseñarnos a crecer. Ella, en la espera de Pentecostés, cuando estaba con los apóstoles, los alentaba a crecer, esperando la promesa de su Hijo, que les enviaría el Espíritu Santo. Los discípulos estaban con las puertas cerradas. ¡Qué experiencia más tremenda! Nunca cerréis puertas a nadie, se comienza siempre por cerrárselas a los hermanos y terminamos por cerrárselas a Dios. Nos cerramos por miedo. ¿A qué tenéis miedo? El miedo es la peor enfermedad, nos pone en guardia contra los otros, nos paraliza, nos perturba, nos quita la paz. Pero ahí está nuestra Madre la Blanca Paloma que nos hace crecer, pues a su lado los miedos desaparecen. Y a su lado aparece la confianza e irrumpe la luz, cuando se nos hace presente Jesucristo que nos dice «paz a vosotros», llega la alegría para afrontar la vida, que es la alegría de sabernos queridos y amados por Dios. Y también sentimos el gozo de la libertad, al saber que somos enviados al mundo a llevar la Buena Noticia.