Dialogar con el Mayo del 68 - Alfa y Omega

Dialogar con el Mayo del 68

El Concilio reconoce que no basta ya con una fe heredada, si no va acompañada de un encuentro personal con Jesús

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Foto: CNS

El mundo anterior a la Segunda Guerra Mundial había muerto y algo nuevo estaba emergiendo. ¿Qué exactamente? Eso ya era más complicado de definir. Desde el fin de los imperios coloniales europeos a la crisis de la rígida moral victoriana, hay una convicción generalizada de que la humanidad estaba entrando en una nueva era, con distintos acentos según el área geográfica. Eso es básicamente el Mayo del 68, una referencia temporal convencional para un proceso multifacético que se prolongó durante varios años y en el que, junto a claros elementos nihilistas (brotan como hongos las guerrillas y los grupos terroristas, o se glorifican las drogas y el sexo desenfrenado), se palpa un deseo de una vida más libre y auténtica, sin hipocresías ni corsés tradicionales asfixiantes.

También la Iglesia, en cierto sentido, vivió su propio Mayo del 68. Se llamó Concilio Vaticano II y tuvo que ver con la conciencia de que era necesaria con urgencia una puesta al día para conectar con el hombre, la sociedad y la cultura contemporánea. Se trataba de reconocer que no basta ya con una fe heredada, si no va acompañada de un encuentro personal con Jesús, como advertía ya en los años 50 el entonces arzobispo de Milán, el futuro Pablo VI. En la que probablemente sea hoy la frase más citada de cualquier encíclica papal, Benedicto XVI escribiría tiempo después en Deus caritas est que «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».

La respuesta de la Iglesia al Mayo del 68 se ha simplificado a menudo mucho, reduciéndola al ámbito de la moral sexual, pero la realidad es que hubo –y sigue habiendo– un esfuerzo sincero de salir al encuentro de todas aquellas personas, creyentes o no, en búsqueda no menos sincera de un mundo mejor. También desde una cierta corrección de ese excesivo individualismo de la cultura sesentayochista. Como recuerda continuamente Francisco a los jóvenes, para «soñar a lo grande» el futuro se necesitan raíces bien asentadas. Y sin familia, sin comunidad, la persona no es más libre, sino que queda a la intemperie.