La Luz en la ciudad - Alfa y Omega

La Luz en la ciudad

Alfa y Omega

«Anunciamos la resurrección de Cristo cuando su luz ilumina los momentos oscuros de nuestra existencia y podemos compartirla con los demás; cuando sabemos sonreír con quien sonríe y llorar con quien llora; cuando caminamos junto a quien está triste y corre el riesgo de perder la esperanza; cuando transmitimos nuestra experiencia de fe a quien está en búsqueda de sentido y de felicidad. Y ahí con nuestra actitud, con nuestro testimonio, con nuestra vida, decimos: ¡Jesús ha resucitado! Lo decimos con toda el alma». Con toda el alma, sí, lo decía el Papa Francisco, el pasado lunes, durante el rezo del Regina Coeli en la Plaza de San Pedro. Y el domingo, desde el balcón central de la basílica vaticana, en su Mensaje urbi et orbi, ya ponía delante de los ojos de todos la radical novedad que llena totalmente de gozo y de luz el alma cristiana, en contraste con la triste oscuridad que domina por doquier: «El mundo –decía el Santo Padre– propone imponerse a toda costa, competir… Pero los cristianos, por la gracia de Cristo muerto y resucitado, son los brotes de otra Humanidad, en la cual tratamos de vivir al servicio de los demás, de no ser altivos, sino disponibles y respetuosos». Y añadía que «esto no es debilidad, sino auténtica fuerza». ¡Tanta, que no puede por menos que atraer a modo de imán a cuantos no han enterrado el deseo de felicidad infinita de su corazón!

El cristianismo, desde el primer momento, ha crecido siempre por atracción. Lo vemos ya en su mismo inicio, en Juan y Andrés que se pegan a Cristo y no pueden dejar de atraer hacia Él a sus hermanos, a sus amigos… Y así hasta hoy mismo. Lo recuerda el propio Papa Francisco en la Exhortación Evangelii gaudium, cuando indica que «todos tienen el derecho de recibir el Evangelio», y «los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie», pero «no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia –concluye con las expresiones que toma de su antecesor Benedicto XVI– no crece por proselitismo sino por atracción».

Quien ha encontrado a Cristo no está ya en la dinámica de la imposición a toda costa, sino en la del servicio humilde a los demás, y al mirar la ciudad –explica el Papa en Evangelii gaudium– descubre «al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas», y sabe bien –porque ha vivido ya la experiencia– que «la presencia de Dios acompaña las búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para encontrar apoyo y sentido a sus vidas», que «Dios no se oculta a aquellos que lo buscan con un corazón sincero». Quien está lleno de esa Luz que ilumina el universo entero y no puede esperar un instante para difundirla por todas partes, ¿cómo no la va a llevar a quien está ansioso de ella? Y Francisco exclama gozoso: «¡Qué bueno es que los jóvenes sean callejeros de la fe, felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada plaza, a cada rincón de la tierra!».

La nueva evangelización, como la primera, no necesita de grandes estudios, programas y estrategias. Basta con estar llenos de la Luz que irradia la resurrección de Cristo, y Él todo lo hace nuevo. Allí donde se le abre el más mínimo resquicio –¿acaso hay quien prefiera lo viejo y la muerte?–, la Luz lo llena todo. «Nuestro tiempo –nos dijo san Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris missio, de 1990– es dramático y al mismo tiempo fascinador. Mientras, por un lado, los hombres dan la impresión de ir tras la prosperidad material y de sumergirse más y más en el materialismo consumista, por otro, manifiestan la angustiosa búsqueda de sentido, la necesidad de interioridad. Se busca la dimensión espiritual de la vida como antídoto a la deshumanización». Anteriormente, en 1988, en la Exhortación Christifideles laici, mostraba bien el camino, abierto y luminoso, de esa atracción irresistible, de persona a persona, que hace crecer el cristianismo: «En el apostolado personal, la irradiación del Evangelio puede hacerse extremadamente capilar, llegando a tantos lugares y ambientes como son aquéllos ligados a la vida cotidiana y concreta. Una forma de apostolado particularmente incisiva, ya que al compartir plenamente las condiciones de vida y de trabajo, las dificultades y esperanzas de sus hermanos, los fieles cristianos pueden llegar al corazón de sus vecinos, amigos o colegas, abriéndolo al horizonte total, al sentido pleno de la existencia humana: la comunión con Dios y entre los hombres».

En la Exhortación Evangelii gaudium, el Papa Francisco vuelve a mostrar el imparable atractivo de quien ha encontrado la Luz, y no puede dejar de mostrarla en todo momento y lugar, en el trabajo, con los amigos…

Dice así: «Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el amor de Jesús, y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino».

¡Porque la Luz está en la ciudad!