Lavande vuelve a casa - Alfa y Omega

Lavande vuelve a casa

Casi la mitad de los 152 millones de niños esclavos del mundo se concentran en África subsahariana, donde muchas familias los usan como criadas o vendedores. Niños esclavos. La puerta de atrás, de la fotógrafa documental Ana Palacios, narra el trabajo de varias entidades católicas, que han devuelto a 1.527 de ellos a sus hogares

María Martínez López
Lavande y otros dos niños de su poblado, en el momento de llegar en coche al poblado que dejaron hace años. Foto: Ana Palacios

«Mi tío me llevó [de Benín] a Nigeria y me dejó en casa de una mujer. Ella le dio dinero, y él prometió dárselo a mi padre». Habla Lavande, de 10 años. Pero podría ser Argent, Leleng, Amorce, Fletche… o uno de los 72 millones de niños esclavos del África subsahariana. En esta región vive casi la mitad de los 152 millones de menores sometidos a esclavitud por los cuales el martes se celebró el Día Mundial contra el Trabajo Infantil.

Puede ser en una mina de coltán en la República Democrática del Congo, o picando piedras en Nigeria. Pero otros muchos acaban en manos de familias de clase media que, a cambio de un pobre plato de comida y un rincón para dormir, tienen una criada o un vendedor para su puesto en el mercado de cualquier pequeña ciudad.

Lavande fue ambas cosas durante dos años: «Dormía en el suelo, me despertaba temprano y limpiaba, lavaba los platos, hacía las camas. Luego íbamos a la tienda de mi patrona, donde vendía cucharas». Así lo narra en Niños esclavos. La puerta de atrás, el último trabajo de la periodista y fotógrafa Ana Palacios, que el 21 de junio se presenta en Madrid en forma de libro y documental. Los acompaña una exposición que se inaugura el día 27 en Zaragoza. Este trabajo, que también volcó en El Mundo, le ha valido el Premio Manos Unidas de Prensa 2018.

Realizado en colaboración con UNICEF, La puerta de atrás es el resultado de tres años de trabajo, con cinco meses en total acompañando la rehabilitación de 50 niños esclavos atendidos por las vedrunas en Gabón y Togo, los salesianos en este último país y Mensajeros de la Paz en Benín.

Tradición esclavista

Estos países y otros del golfo de Guinea son «la zona más caliente de la esclavitud infantil» –explica Palacios a Alfa y Omega–. No es casualidad. El tráfico de 20 millones de esclavos a América durante siglos ha dejado huella en la zona. «Hay personas que han traficado con un niño puntualmente. Muchos otros lo hacen de forma sistemática. Y, luego, hay auténticas redes que llevan a los niños de un país –Togo, Benín– a otro –Gabón, Nigeria, Costa de Marfil– en avión o barco. En Gabón, por ejemplo, está de moda tener una niña togolesa en casa».

Los traficantes suelen ser personas conocidas de los padres, que les ofrecen que sus hijos se formen en algún oficio en la ciudad. «Son familias muy pobres de las zonas rurales, y acceden porque es una boca menos que alimentar y creen que van a tener una vida mejor. Yo había oído hablar de niños soldado, de esclavas sexuales en Asia. Pero me impresionó mucho –reconoce la fotoperiodista– que esto esté tan arraigado y extendido»: uno de cada cinco menores subsaharianos está sujeto a algún tipo de esclavitud.

Su vida se reduce a «largas horas de trabajo con poco descanso. Están desnutridos, mal cuidados, y a veces sufren explotación sexual» y maltrato –enumera para esta publicación Gabrielle Muntukwuaku, del centro Kekeli de las vedrunas en Lomé (Togo)–. A esto se suma la tristeza y la angustia de sentirse abandonados. Este cóctel les genera baja autoestima, retraimiento, retraso del aprendizaje y, a veces, mucha agresividad. Otros han asumido que es normal «trabajar duro para salir adelante». A veces, después de una paliza, se escapan y se convierten en niños de la calle, que acabarán aprovechándose de otros.

«La comida aquí no se acaba»

Es precisamente en la calle, y también en los mercados, donde los trabajadores de estas entidades contactan con los niños. Otras veces, la Policía se los confía, o ciudadanos concienciados les alertan. En el centro Kekeli, por ejemplo, sensibilizan a las mujeres, que luego suelen avisarlos de casos que ven en los mercados.

También los gobiernos –dice Palacios– tienen centros así, pero suelen ser de tránsito, mientras averiguan de dónde es un niño y, si es de otro país, lo trasladan. Así llegó Lavande desde Nigeria al centro de Mensajeros de la Paz en Cotonú (Benín). Su responsable, Florent Koudoro, describe en una conversación telefónica con Alfa y Omega cómo los preparan para una reintegración familiar que no es fácil. «A veces, tardan cuatro o cinco años en sacar todo lo que llevan en el corazón».

Han pasado mucha hambre, y cuando no llegan de otro centro, «al principio lloran al ver que el plato se vacía. Tardan días en asimilar que aquí la comida no se acaba. Algunos pasan meses sin hablar», hasta que la labor del psicólogo, mediante el dibujo y otras actividades, logra que se vayan abriendo. Primero suele ser con otros niños, y luego con los mayores, de los cuales se fían menos. «Un momento muy bueno para conectar con ellos son las vacaciones en la playa». También es fundamental la educación, clave para su futura autonomía.

En paralelo, se desarrolla la tarea titánica de encontrar a su familia. Si el niño no sabe de dónde viene, sí da otras pistas: las marcas tradicionales en su cara, la lengua o lenguas mezcladas que habla, las canciones y bailes que sabe… pueden apuntar, al menos, a una zona. El equipo contacta con las autoridades locales, y comienza a visitar la zona siguiendo estas pistas.

El día del regreso

¡Por fin, prueba conseguida! Pero el regreso no es inmediato. «Hace falta que el niño quiera volver. Si no quiere, suele ser señal de que fue el propio padre –nunca la madre– quien lo vendió», cuenta Koudoro. También los padres deben aceptarlo, y poder sacarlo adelante. Otra condición es que se le escolarice. Cuando las condiciones no se cumplen, se intenta que el niño viva con otro pariente o con una familia de acogida, y se le da una formación profesional que lo haga autosuficiente.

El día del retorno se prepara con esmero. Se junta a todos los habitantes, se hace una labor de sensibilización sobre lo que les pasa realmente a los niños que alguien se lleva, y se pone a todos en alerta por si aparece otro traficante o algún niño vuelve a desaparecer. Al final, el padre firma –muchas veces con su huella dactilar– el compromiso de hacerse cargo del pequeño.

En el caso de Lavande, el impacto fue mayor porque se hizo entrega de tres niños del mismo poblado a la vez. Ana Palacios estuvo allí. «No es la imagen que te imaginas de un gran abrazo con lagrimones, porque los padres ya han visitado a los niños en el centro. Y, además, unos y otros sienten muchas cosas: ilusión, miedo, confusión…». Algunos padres pensaban que sus hijos estaban bien. «Otros han recorrido el país buscándolos tras perderles la pista. En cuanto a los niños, lo mismo se ríen que lloran. Se mueren de ganas de ver a ese hermanito pequeño al que dejaron recién nacido, como le pasaba a Indigo; y a la vez no saben mucho qué vida les espera…».

Las ONG intentan asegurarse de que todo vaya bien, con visitas frecuentes y llamadas al colegio. Las vedrunas, los salesianos y Mensajeros de la Paz han logrado ya, así, el regreso de 1.527 niños a sus hogares.

Con todo, «son parches –apunta Palacios–. Ellos mejor que nadie saben que el cambio debe ser mayor, venir de arriba, y atacar las raíces del problema educando a la población, a los jueces y policías… Estas ONG tienen un estrecho vínculo con las autoridades, y están logrando que el impulso llegue a ellas. En los gobiernos hay voluntad y muchísimos protocolos (aunque el de devolución de Gabón a Togo lleva diez años sin terminarse). Pero también son países con una corrupción muy institucionalizada…».