«Ánimo, soy yo, no tengáis miedo» - Alfa y Omega

En un contexto como el que nos toca vivir, en el que se suceden rápidamente muchos acontecimientos, algunos de los cuales afectan a la Iglesia y tocan el corazón de los creyentes y afectan a todos, quisiera acercaros la mirada que han de tener los discípulos misioneros. Una mirada que no es la puramente sociológica, esa que pretende verlo todo de una manera aséptica y neutra. La mirada que hemos de tener los discípulos de Jesús, miembros vivos de la Iglesia, que formamos el Pueblo de Dios, requiere un discernimiento evangélico que necesariamente tiene que alimentarse a la luz de Cristo y con la fuerza del Espíritu Santo.

Hay una página del Evangelio que nos sitúa en nuestra verdad y que nos da aliento, esperanza, realismo y capacidad para estudiar los signos de los tiempos, manifestados en algunas realidades del presente que no están bien resueltas y que, ciertamente, desencadenan procesos de deshumanización y de pecado, con una fe sin obras o con obras contrarias al deseo de Cristo y que generan increencia, desconfianza, negatividad, son obras que atentan contra el proyecto de Dios. Todo ello pide de nosotros reconocer e interpretar y elegir las mociones del buen espíritu, rechazando las del malo. ¿Qué sucedió el día en que Jesús alentó a los discípulos a que subieran a la barca y se adelantaran mientras Él despedía a la gente? (cfr. Mc 6, 45-52). Me vais a permitir hacer una lectura sapiencial del texto: la barca es la Iglesia; los discípulos, nosotros; la tormenta son realidades de pecado presentes y que afectan a la misión de la Iglesia; la entrada de Jesús en la barca y la llegada de la calma es la muestra evidente de que ha de ser Jesús quien guíe, aliente y marque dirección a la Iglesia. Pero al mismo tiempo la calma llega porque ha llegado quien da seguridad y confianza, quien perdona y marca siempre la dirección.

Recordemos el suceso y sepamos contemplar todo lo anterior en la Palabra del Señor: «Llegada la noche, la barca estaba en mitad del mar y Jesús, solo, en tierra. Viéndolos fatigados de remar, porque tenían viento contrario, a eso de la cuarta vigilia de la madrugada, fue hacia ellos andando sobre el mar, e hizo ademán de pasar de largo. Ellos, viéndolo andar sobre el mar, pensaron que era un fantasma y dieron un grito, porque todos lo vieron y se asustaron. Pero él habló enseguida con ellos y les dijo: “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”. Entró en la barca con ellos y amainó el viento».

Iglesia, ¿quién eres?, ¿qué dices de ti misma? La Lumen gentium y la Gaudium et spes, dos grandes constituciones del Concilio Vaticano II, nos dan claves para afirmar la identidad y vivir en misión. ¡Qué bien nos viene recuperar permanentemente este camino! Estamos insertos en una sociedad para ser fermento, lugar de acogida, de encuentro, de diálogo, de descanso y de encanto. Y a pesar de los pecados de los que formamos parte de la Iglesia, ¿qué institución hay en el mundo que pueda presentar tantos espacios en todas las latitudes de la tierra donde se dé acogida, encuentro, diálogo, descanso, dignidad, recuperación de las esencias de la dignidad de la persona? En todos los lugares donde hay sufrimiento, ¿quién es la primera que se acerca, no solamente mandando cosas, sino enviando personas? Es verdad que cuando no dejamos entrar a Jesús en la barca (Iglesia) a esos espacios les falta vida, no hay audacia y coraje apostólico que son constitutivos de la misión; a la larga podemos tener una ONG, pero no la Iglesia con el diseño que la dio Cristo.

Nos detienen nuestras miserias, pero no olvidemos esto: Él «entró en la barca», Él está en la Iglesia. Necesitamos dejarnos empujar por el Espíritu que está en la Iglesia, que la guía y acompaña siempre, lo hizo desde el inicio, lo sigue haciendo y lo hará hasta el final de los tiempos. Por ello tengo que deciros con la fuerza que tiene la Palabra del Señor: «No tengáis miedo». Habrá tempestades provocadas por nuestras infidelidades y pecados, las habrá provocadas por quienes saben y experimentan la fuerza de la Iglesia. Pero nosotros, miembros de la Iglesia, no tengamos la tentación de dejarnos paralizar por temores y peligros, dejémonos llevar por el Espíritu y sintamos necesidad de orar juntos pidiendo parresía y haciéndolo como los primeros, los mismos que habían tenido miedo: «Ahora, Señor, fíjate en sus amenazas y concede a tus siervos predicar tu palabra con toda valentía» (Hch 4, 29).

Como Iglesia de Jesucristo, mostremos que somos sacramento del Reino de Dios y no un grupo social más, no nos dejemos reducir a supuestos meramente culturales o sociales, siendo aceptada o rechazada en función de aciertos políticos o cálculos estratégicos. La Iglesia es parte del mundo, pero ha de ser ella, tiene que estar en el mundo y tiene que ser ella misma. La Iglesia iluminada por la Palabra de Dios ha de entrar en las honduras de las vidas de los hombres y de todas las situaciones del mundo. «No tengáis miedo».

No reduzcamos nuestra acción evangelizadora a la sacristía, sepamos llegar con la audacia evangélica a todos los caminos donde transitan los hombres, especialmente los más pobres. ¿Quién tiene y quién defiende a los más pobres no solamente con palabras? Conformemos, renovemos y revitalicemos la novedad del Evangelio en nuestras vidas de tal manera que se susciten discípulos misioneros que tienen experiencia profunda de Dios, vivencia comunitaria, conocimiento de la Palabra de Dios, compromiso misionero. Como nos recuerda el Papa Francisco, «cuando la sociedad –local, nacional o mundial– abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad» (EG 59).