La vía de esperanza - Alfa y Omega

La vía de esperanza

Alfa y Omega
El Papa Francisco, con inmigrantes rescatados en Lampedusa, el 8 de julio de 2013

Ante la «nueva tragedia en las aguas del Mediterráneo», con casi un millar de víctimas, «expreso mi más sentido dolor –decía el Papa Francisco, el pasado domingo, tras el rezo del Regina Coeli– y aseguro para los desaparecidos y sus familias mi recuerdo y mi oración», añadiendo «una apremiante llamada para que la comunidad internacional actúe con decisión y rapidez, para evitar que similares tragedias se repitan». Eran sus palabras como un eco de las que dijo en Lampedusa, el 8 de julio de 2013, al visitar la isla tras la tragedia, como decía un titular de prensa, de «inmigrantes muertos en el mar, por esas barcas que, en lugar de haber sido una vía de esperanza, han sido una vía de muerte». Dijo entonces el Papa que, al conocer la noticia, «sentí que tenía que venir hoy aquí a rezar, a realizar un gesto de cercanía, pero también a despertar nuestras conciencias para que lo que ha sucedido no se repita. ¡Que no se repita, por favor!» Sin embargo, sigue repitiéndose, y de un modo ciertamente estremecedor.

Se repitió el 3 de octubre de ese mismo 2013. Tenía lugar un encuentro organizado por el Consejo Pontificio Justicia y Paz, en el 50 aniversario de la encíclica del Papa san Juan XXIII Pacem in terris, y decía así Francisco: «Hablando de paz, hablando de la inhumana crisis económica mundial, que es un síntoma grave de la falta de respeto por el hombre, no puedo dejar de recordar con gran dolor a las numerosas víctimas del enésimo y trágico naufragio sucedido hoy en el mar de Lampedusa. ¡Me surge –añadió bien significativamente el Papa– la palabra vergüenza! ¡Es una vergüenza!». E insistía: «¡Unamos nuestros esfuerzos para que no se repitan tragedias similares! Sólo una decidida colaboración de todos puede ayudar a prevenirlas».

Poco más de un año después, el pasado 25 de noviembre, se lo decía directamente a los parlamentarios europeos en Estrasburgo: «Es necesario afrontar juntos la cuestión migratoria». Y les requirió: «No se puede tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio». Se olvida que, «en las barcazas que llegan cotidianamente a las costas europeas, hay hombres y mujeres que necesitan acogida y ayuda» y que «la ausencia de un apoyo recíproco dentro de la Unión Europea corre el riesgo de incentivar soluciones particularistas del problema, que no tienen en cuenta la dignidad humana de los inmigrantes, favoreciendo el trabajo esclavo y continuas tensiones sociales». ¡La dignidad humana!, sí. He ahí la clave capaz de transformar la vía de muerte de la inmigración en vía de esperanza.

En aquel encuentro del 3 de octubre de 2013, celebrando los 50 años de la Pacem in terris, ante la pregunta por «el fundamento de la construcción de la paz», la encíclica –subrayaba el Papa– nos recuerda que «éste consiste en el origen divino del hombre, de la sociedad y de la autoridad misma, que compromete a vivir relaciones de justicia y solidaridad», pues tal origen divino ilumina «el valor de la persona, la dignidad de cada ser humano, que hay que promover, respetar y tutelar siempre. Y no son sólo los derechos civiles y políticos los que deben ser garantizados», sino antes aún el más elemental de poder «acceder efectivamente a los medios esenciales de subsistencia, el alimento, el agua, la casa, la atención sanitaria, la educación y la posibilidad de formar y sostener a una familia. Y éstos son los objetivos –añade Francisco, con la encíclica– que tienen una prioridad inderogable en la acción nacional e internacional».

Tal prioridad brilla por su ausencia en esta Europa de los intereses, y ya no del espíritu, que ha rechazado sus raíces cristianas, como tantas veces denunció san Juan Pablo II, e incansablemente clamó y luchó porque se reaviven. Con toda fuerza lo hizo en Santiago de Compostela, lanzando a la «vieja Europa este grito lleno de amor: ¡Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces!».

El pasado noviembre, en el Parlamento Europeo de Estrasburgo, el Papa Francisco se hacía eco, sin duda, de este grito lleno de amor, afirmando que «es necesario actuar sobre las causas y no sólo sobre los efectos», e indicando a la vez el camino, la vía de esperanza: «Europa será capaz de hacer frente a las problemáticas asociadas a la inmigración, si es capaz de proponer con claridad su propia identidad cultural y poner en práctica legislaciones adecuadas que sean capaces de tutelar los derechos de los ciudadanos europeos y de garantizar al mismo tiempo la acogida a los inmigrantes». En definitiva, la vía no es otra que reavivar las raíces cristianas, de modo que puedan fecundar el mundo.