La riqueza de la Cruz - Alfa y Omega

La riqueza de la Cruz

Se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza: éste es el título de la Exhortación pastoral que, al finalizar el tiempo de Cuaresma, escribe esta semana nuestro cardenal arzobispo. Dice:

Antonio María Rouco Varela
El cardenal Rouco, durante la celebración del ya tradicional Via Crucis madrileño

En la Semana de Pasión, que se inicia el próximo Domingo de Ramos, la Iglesia vivirá de nuevo, en su Liturgia, fuente y expresión más honda de su vida y misión, la nueva actualidad de los días últimos de la existencia terrena de Jesús: los días de su Pasión y muerte en la cruz; los días en los que la pobreza por Él asumida por nosotros, para enriquecernos —¡para enriquecer a todo hombre que viene a este mundo!—, alcanzó su más profundo y definitivo significado en la entrega de su Cuerpo y de su Sangre como oblación reparadora y salvadora de su amor al Padre misericordioso: ¡el Padre de las misericordias!

Nuestro Santo Padre Francisco lo dice muy bien en su mensaje para la Cuaresma de este año:

«La pobreza de Cristo que nos enriquece consiste en el hecho que se hizo carne, cargó con nuestras debilidades y nuestros pecados, comunicándonos la misericordia infinita de Dios».

San Pablo, en el Himno a Jesucristo, de su Carta a los Filipenses, nos invita a tener entre nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús:

«El cual, siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres… (y) se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de Cruz».

Sí, la riqueza de la que Cristo nos quiere hacer partícipes es la riqueza de la Cruz: ¡es la riqueza de su amor y gracia!, ¡de su ternura divino-humana!, que nos libera «de la única verdadera miseria: no vivir como hijos de Dios y hermanos de Cristo» (Papa Francisco, Mensaje para la Cuaresma). Porque, si no viviésemos lo que somos desde el día de nuestro Bautismo —es decir, hijos de Dios y hermanos de Cristo— y, en el caso de los no bautizados, lo que están llamados a ser, caminaríamos por las sendas de este mundo y de su historia en la oscuridad de la muerte del alma: seca para la fe y el verdadero amor, y sin esperanza en las horas del dolor y, sobre todo, en la hora decisiva de la muerte del cuerpo. Con el alma muerta por el pecado, no podemos ni explicar ni vivir esas horas tenebrosas sino desesperada, cínica y miserablemente; sin fortaleza de ánimo y, lo que es peor, sin el gozo y la paz del espíritu.

Estos días últimos del tiempo de Cuaresma son, pues, una nueva oportunidad para abrir nuestra alma de par en par a la gracia de Jesucristo: a esa corriente de amor divino que brota sobreabundante de su divino Corazón rasgado y herido por la lanza del soldado romano. Son días para la conversión. Tiempo para salir de nuestros sepulcros espirituales y humanos. Su precioso Cuerpo conoció la secuencia que sigue inequívocamente a la muerte: ¡el sepulcro! Fue sepultado según las Escrituras, para resucitar al tercer día, consumando así nuestra liberación. El Señor cumplía de este modo la profecía inspirada al profeta Ezequiel: «Y cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que soy el Señor: os infundiré mi espíritu y viviréis». ¡No desperdiciemos esta renovada hora de la gracia!

Testigos con palabras y obras

Los que se han apartado gravemente de las exigencias del amor de Dios en sus vidas y en su relación con el prójimo, y que han puesto por esta causa en cuestión, con consecuencias mortales, al hombre nuevo, renacido de las aguas del Santo Bautismo en lo más íntimo de sí mismo, que contemplen al que han traspasado por su culpa; que se dejen ablandar el corazón por el dolor de sus pecados y se rindan al amor del Redentor: ¡que se dejen enriquecer de nuevo por Él! Y los tibios en el amor —¡que somos tantos!…— respondamos con una más profunda entrega de todo nuestro ser al que padeció infinitos dolores y murió crucificado en el madero de la Cruz por nosotros. Tuvo sed física cuando pendía de esa Cruz de la ignominia, signo de la sed de las almas, que le habría llevado al Calvario. Sed de almas que estén dispuestas a vivir de verdad la condición de ser hijos con el Hijo, hermanos con el Hermano Unigénito. ¡Un regalo del amor de Dios! Citemos de nuevo al Papa Francisco en su Mensaje para la Cuaresma: «Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos (L. Bloy)». La llamada a la santidad vuelve a resonar vibrante y con fuerza en el corazón de la Iglesia, nuestra Madre, en vísperas de la canonización de los Beatos Juan XXIII y Juan Pablo II. ¡Que resuene también en nuestro corazón, como resonó en el de santa Teresa de Jesús, o en el de santa Teresa del Niño Jesús! Almas, las suyas, sedientas de la salvación de sus hermanos. ¡Almas verdaderamente misioneras!

Son muchos los hermanos nuestros que sufren en el alma y en el cuerpo las asechanzas del dolor y de la muerte espiritual y corporal. El amor de Jesucristo clavado en la cruz nos interpela en este año, en vísperas de la Semana Santa y de la Pascua, como una insistente y renovada llamada a la misión: a no cejar en vuestra vocación de ser testigos de la fe, de la esperanza y del amor que nos redime y abrasa. Testigos creíbles y auténticos, repartidores de ese amor que hemos conocido, experimentado y que nos salva. Testigos con palabras y obras de misericordia corporal y espiritual. Este domingo, nuestra Iglesia diocesana vuelve a sentir la urgencia, actualizada por la Campaña contra el paro, de dar testimonio veraz de lo que nos importa el bien de unos hermanos sin trabajo tan amenazados material y espiritualmente: ¡amenazados ellos y, muchas veces, sus familias! Pues, sin trabajo, se corre el peligro no sólo de perder los recursos más imprescindibles para el sustento propio y el de los seres queridos, sino también la propia dignidad personal. La Misión Madrid, por otra parte, sigue viva y urgente, apremiándonos a llevar a nuestros conciudadanos el don de la fe: ¡la riqueza que nos ha traído Cristo, Nuestro Señor y Salvador!

Quiera nuestra Señora, la Madre de Dios y Madre nuestra, Nuestra Señora de la Almudena, conmover nuestros corazones en la Semana Santa que se acerca, para un nuevo Sí a Jesucristo, crucificado y resucitado por nuestra salvación.

Con todo afecto y mi bendición para que los últimos días de la Santa Cuaresma resulten espiritualmente fructuosos y santos.