La América jesuítica - Alfa y Omega

La América jesuítica

Ricardo Ruiz de la Serna
Foto: EFE/Lavandeira Jr.

Felipe VI ha viajado a Guatemala para asistir a la XVII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno. Esta foto lo muestra nada más aterrizar en la base aérea del aeropuerto de La Aurora. Aprovechando la visita, el rey ha inaugurado, en compañía del presidente Jimmy Morales, la nueva iluminación de la iglesia de la Compañía de Jesús en Antigua. El antiguo colegio de los jesuitas data del siglo XVI. Como tantos edificios de la Compañía desperdigados por todo el continente y las islas, a través de su historia, se puede contemplar el significado profundo de la presencia española en América.

Desde la América del Norte hasta los virreinatos del Perú y el Río de la Plata, aquellos jesuitas levantaron misiones, reducciones, colegios e imprentas. Estudiaron las lenguas de los indios y, como recuerda el gran humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña, «ofrecían cursos de lenguas indígenas como preparación para los estudiantes de teología que debían enseñar y predicar». Redactaron gramáticas y diccionarios. Donde fueron, enseñaron técnicas de cultivo, construcción e ingeniería civil. Predicaron la fe de Cristo. Durante las guerras Guaraníticas (1754-1756), cuando los bandeirantes portugueses y los cazadores de esclavos trataron de adentrarse desde el Brasil hacia los territorios del Paraguay, los jesuitas se pusieron del lado de los indios. La historia de América hubiera sido muy distinta sin estos hombres que lo mismo predicaban que edificaban un colegio.

En un tiempo en que la leyenda negra cobra nuevo impulso en América –ahí están los intentos de manchar la memoria de fray Junípero Serra o las acusaciones de genocidio contra Colón– es bueno recordar la labor cultural de España por todo el continente y el papel de aquellos hombres que llevaron el Evangelio al Nuevo Mundo.

Decía Dámaso Alonso, recordando las Glosas Emilianenses, que «el primer vagido de la lengua española es, pues, una oración», y añadía, comparando estas primeras palabras de nuestra lengua con el francés y el italiano: «Y no puede ser azar, no. O, si acaso lo es, dejadme esta emoción que me llena al pensar que las primeras palabras enhebradas en sentido, que puedo leer en mi lengua española, sean una oración temblorosa y humilde. El César bien dijo que el español era lengua para hablar con Dios. El primer vagido del español es extraordinario, entre los de sus hermanas. No se dirige a la tierra: con Dios habla, y no con los hombres».

Uno debe recordar de vez en cuando que, en cenáculo donde se celebra la Eucaristía, hoy acompañan a Cristo millones de hermanos que le rezan en aimara, en quechua, en guaraní y en la deslumbrante variedad de los acentos del español de América. Esto da un nuevo sentido a la profecía de Isaías 56,7: «Mi Casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos». He aquí otro reflejo en esa iglesia de la Compañía de Jesús iluminada en Antigua.