Ante la crisis, de fe, hay que ir a las raíces cristianas - Alfa y Omega

Ante la crisis, de fe, hay que ir a las raíces cristianas

El pasado domingo, solemnidad del Corpus Christi, el arzobispo de Madrid, cardenal Antonio María Rouco, presidió en la explanada de la catedral de la Almudena la Misa, que precedió a la procesión con el Santísimo por las calles de Madrid. Dijo en la homilía:

Antonio María Rouco Varela
Un momento de la celebración de la Misa del Corpus Christi, el pasado 22 de junio, en la explanada de la catedral de Madrid

La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo nos trae cada año a la memoria -a nuestra memoria personal de creyentes y bautizados y a la memoria viva de toda la comunidad eclesial- el misterio de la presencia real de Jesucristo: de su Santísimo Cuerpo y de su Santísima Sangre en y bajo las especies eucarísticas. «El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la Sangre de Cristo? Y el pan que compartimos, ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo?» En el contexto de la admonición a los fieles de Corinto para que huyesen de la idolatría, confesaba así san Pablo la fe de la Iglesia primitiva en la presencia eucarística de su Señor. Fe que ha ido enriqueciéndose e iluminándose, a lo largo de los siglos, hasta hoy mismo. La meditación de la Palabra de Dios, guiada por el magisterio de la Iglesia y profundizada interiormente a través de la exquisita experiencia eucarística de los santos, alentó e impulsó espiritualmente ese proceso. La santa madrileña, santa María Micaela del Santísimo Sacramento, víctima en Valencia de su caridad para con los enfermos de cólera, es testigo egregia de esa historia espiritual de amor a Jesucristo sacramentado que culmina en la época moderna de la Iglesia: ¡en nuestro tiempo! «No deseo nada -decía- ni me siento apegada más que a Jesús sacramentado. Pensar que el Señor se quedó con nosotros me infunde un deseo de no apartarme de Él en la vida, si se pudiera, y que todos le viesen y le amen. Seamos locos de amor divino, y no hay que temer».

La presencia de Jesucristo en la Eucaristía es de un realismo tan paradójico -sublime y desconcertante a la vez-, que sobrepasaba ya en los tiempos de Jesús a la capacidad de percepción de ese tipo de persona que no está dispuesta a reconocer otra verdad, ni más verdad, que la que su razón alcanza, es decir, que se cierra al Misterio de la superior sabiduría de Dios. La sobrepasaba entonces y la sobrepasa ahora. El pan se transforma substancialmente en el Cuerpo de Cristo, y el vino, en la Sangre de Cristo. Se trata de una presencia amorosa, reveladora y actualizadora de un amor infinitamente misericordioso, el de nuestro Señor Jesucristo, inmolado en la Cruz por nuestros pecados y resucitado por nuestra salvación para la verdadera vida del hombre y para que el mundo no perezca. «Os aseguro -les decía Jesús a los judíos- que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día». Jesucristo sacramentado se nos hace hasta tal punto nuestro -o, lo que viene a ser lo mismo, nos hace en tal medida suyos-, que ése su Cuerpo y ésa su Sangre, ofrecidos al Padre, devienen nuestro alimento y nuestra bebida espiritual para que, ya en el recorrido de este mundo, tengamos vida eterna y Él habite en nosotros y nosotros en Él. Cuando comulgamos con el alma bien dispuesta, alejada del pecado que mata, comemos su Carne y bebemos su Sangre para vivir en Dios y con Dios: ¡la vida eternamente feliz!

Dios con nosotros

Sí, en la Eucaristía, Jesús, el Salvador, el Amigo, el Señor, el Esposo de la Iglesia, el que santifica el matrimonio y la familia, el que consagra y envía a sus apóstoles -a sus sucesores y a sus cooperadores- como dispensadores de sus Misterios, el que busca a las almas para desposarse con ellas, se ha quedado con nosotros: ¡se queda con nosotros hasta que vuelva! Se queda para que podamos adorarle y amarlo siempre más y más. Se queda gustoso y preparado siempre para acogernos aunque le hayamos abandonado; siempre presto a acompañarnos en el camino que lleva al alcance del amor más grande; siempre alentándonos a que queramos ser instrumentos de su amor para con todos nuestros hermanos los hombres, tan necesitados de alma y de cuerpo. Jesús nos ha dejado abierta, en el sacramento de la Eucaristía, la puerta de su Sacratísimo Corazón: la fuente única e inagotable del amor auténtico en el que se funda y edifica la esperanza cierta de que el hombre y el mundo serán salvados definitivamente cuando Él vuelva en gloria y majestad. Sí, ese divino Corazón es la fuente, en definitiva, del verdadero amor fraterno.

El cardenal Rouco, en la Puerta del Sol, se dispone a dar la bendición con el Santísimo

Estamos viviendo una hora histórica en España y en Europa. Ante la crisis de fe y de valores humanos fundamentales que padecemos, resulta inevitable e imprescindible plantearse la pregunta por nuestras y sus raíces cristianas. Para responderla responsablemente, viene bien hacer memoria del acontecimiento eclesial más trascendental en la Iglesia del siglo XX, el Concilio Vaticano II, del que va a cumplirse, el año próximo, el 50 aniversario de su conclusión. La mirada de los Padres conciliares sobre la sociedad y el hombre de su tiempo se refleja en el bellísimo texto con el que inicia su Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual: «El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo. Y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón». Esa mirada conciliar, nacida del corazón de la Iglesia contemporánea, no ha perdido un ápice de actualidad para la comprensión cristiana de lo que está sucediendo hoy entre nosotros y para acertar con la respuesta pastoral, que el Señor quiere de y para su Iglesia. Urge que sus pastores y fieles sepamos revivir y renovar la mirada del Vaticano II ante el reto de ser testigos creíbles del Evangelio de Jesucristo en esta delicada coyuntura histórica por la que atraviesan la Iglesia y los viejos países de la Unión Europea y, por supuesto, el nuestro, España. Testigos fieles de la verdad de que Jesucristo está realmente presente en medio de nosotros, de que su proximidad misteriosa y fecundamente salvadora se encuentra en el sacramento de la Eucaristía. La realidad social y humana que nos envuelve, tan sedienta de palabras y de actitudes en las que retorne y alumbre la esperanza, nos lo demanda. Hoy, en este Corpus Christi de 2014, tres días después de la proclamación del nuevo rey Don Felipe VI, dirijamos nuestra mirada a nuestra patria, a España: mirada iluminada y proyectada desde la perspectiva de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía; mirada que brote desde el corazón del pueblo cristiano, de un Madrid, que le adora y que le ama y que, con el mejor fervor de sus mayores, especialmente de sus santos, quiere llevar a todos sus hermanos madrileños, creyentes o no creyentes, la certeza gozosa de un doble mensaje: el de que, con la verdad de Nuestro Señor Jesucristo real y substancialmente presente en el sacramento de la Eucaristía, ya no estamos ni estaremos solos jamás, y el de que nos ha quedado abierta para siempre la puerta de la vida eterna y feliz.

La soledad, enemiga del hombre

La soledad es una terrible enemiga del hombre. Es una de las características más dolientes del hombre contemporáneo. Soledad física y espiritual; interior y exterior. Resultado en gran medida de una concepción materialista de la sociedad y -lo que es más grave- de la misma persona humana: una concepción del hombre «que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo» (Papa Francisco, Evangelii gaudium 55). El paisaje humano de nuestras ciudades y del mundo rural está poblado de niños solos, de ancianos y enfermos solos, de los descartados socialmente, en expresión tan querida por nuestro Santo Padre Francisco. Matrimonios y familias divididas y no pocas veces rotas: ¡solas! La fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía vence todas esas soledades, con la condición de que se la aprecie espiritualmente, se la cultive, practique y viva piadosamente en adoración sentida y compartida ante el sagrario. Él siempre espera, siempre acoge, siempre acompaña con una cercanía que trasciende en intimidad e intensidad a la propia del Dios Creador y Providente, que lo crea, sostiene y dirige todo con Omnipotencia misericordiosa. Es la cercanía del Hijo de Dios que se hizo carne, habitó entre nosotros, murió y resucitó por nuestra salvación. ¡No, no estamos solos! Ninguno de nosotros: nuestra familia, Madrid, nuestra patria, nuestro rey Felipe VI. En decenas de miles de sagrarios, esparcidos por todos los rincones de nuestra geografía patria, podemos encontrarle con los brazos abiertos para abrazarnos por dentro y consolarnos tiernamente, como al hijo pródigo del Evangelio. La presencia eucarística de Jesucristo en los mil sagrarios madrileños es impresionante. Muchas de nuestras comunidades parroquiales y de vida consagrada y muchos jóvenes han ido descubriendo, en los últimos años, el valor humano-divino de ir a su encuentro y de adorarlo. Nuestra procesión de Corpus no se explica ni tendría sentido verdaderamente cristiano y eclesial alguno si no buscase y pretendiese conseguir un objetivo pastoral prioritario: mostrar y dar a conocer a los madrileños de toda condición y al pueblo de Madrid que Jesucristo está realmente presente en la Hostia consagrada, que allí, en el sagrario de nuestros templos y capillas, lo podemos encontrar día y noche sin traba alguna, que en la Eucaristía está verdaderamente el Dios con nosotros. Llamémosles la atención de ¡que no están solos! ¡Invitémosles a adorarlo!

Procesión del Corpus Christi, por la Calle Mayor de Madrid

¡La civilización del amor!

El amor es palabra que nadie rechaza y realidad que a todos fascina. El sentido último de la existencia del hombre sobre la tierra y el sentido último de su vida consiste en ir reconociéndose y realizándose a la luz de la conciencia, iluminada por la fe, como un ser con vocación para el amor: que se sabe amado por Dios, infinitamente misericordioso, y llamado a corresponderle amándole con toda el alma y entregándole la vida entera. Cuando reconocemos con la mente y el corazón esta verdad -¡nuestra verdad más profunda!- se despeja y se ilumina, en su raíz, el camino de la superación de las injusticias, de las insolidaridades, de todas las pobrezas y soledades, de las más variadas y crueles heridas sufridas por las familias, de las amenazas a la vida y a la paz. Solamente cuando se reconoce y confiesa la verdad de que “Dios es Amor” y de que el hombre ha sido criado para su Gloria, es cuando se edifica y construye una civilización verdaderamente humana: ¡la civilización del amor!

Al portar a Jesucristo sacramentado por las calles de nuestro viejo y entrañable Madrid, estamos indicando a todos los que presencian la procesión de Corpus Christi y/o tiene conocimiento de ella, a dónde hay que acudir para encontrar la fuente de donde mana el agua clara y fecunda del amor: fecunda en obras de justicia y de caridad, fecunda en la curación y en la reconstrucción espiritual de las almas; al tiempo que nos estamos diciendo a nosotros mismos que sólo en Él, en Jesucristo presente en el sacramento de la Eucaristía, celebrándolo en comunión con toda la Iglesia, comulgándolo y adorándolo, hemos de buscar la perseverancia de la fe, la fuerza de la esperanza y el ardor de la caridad: ¡ardor apostólico! ¡ardor misionero! En una palabra, sólo descansando en Él-Eucaristía, participando en el banquete eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre, podremos avanzar con pasos firmes en el itinerario espiritual que conduce a la santidad, por obra y gracia del Espíritu Santo.

Sólo eucarísticamente se puede ser y vivir como Iglesia en salida. Los ejemplos y testimonios de amor fraterno que entretejen diariamente la vida de nuestra comunidad diocesana en el cercano y efectivo servicio a los pobres y en la atención esmerada a los más necesitados (bien por razones de marginalidad social, de incapacidad o de enfermedad, bien por abandonos familiares o matrimoniales, por la pérdida del puesto de trabajo, por los maltratos, y los acosos para que sus víctimas se vean tentadas a deshacerse de la vida concebida, engendrada y naciente) han sido, son y serán posibles porque el amor de Cristo preside, opera y actúa eucarísticamente en el corazón y en la conciencia de nuestras comunidades cristianas: en la parroquia y en los voluntarios de Cáritas -consagrados y consagradas, familias cristianas y fieles laicos-. Sus frutos, de una extraordinaria y lúcida generosidad, están a la vista de todos. Una caridad verdaderamente social que nos mueve, además, a asumir y a promover el bien común de nuestra ciudad y de nuestra región de Madrid en el momento de inaugurarse un nuevo capítulo de la historia de España: ¡de nuestro pueblo! Orar por sus responsables máximos y, muy singularmente, por nuestro rey Don Felipe VI, es una de esas exigencias primordiales que brotan de la caridad fraterna fundada en el amor de Jesucristo sacramentado.

¡Participación activa y piadosa en la celebración del sacramento de la Eucaristía ¡la Santa Misa!, adoración eucarística ante el Sagrario o ante Jesús sacramentado expuesto en la Custodia, vivencia sentida, ejercicio y práctica privada y pública del amor fraterno son una y la misma cosa!

A la Santísima Virgen, Nuestra Señora de La Almudena, Santa María del Sagrado Corazón, la Mujer eucarística por excelencia y, por ello, Madre de la Iglesia, le encomendamos los frutos espirituales y eclesiales de nuestra celebración del Corpus de este año 2014 y los testimonios de vida cristiana y las obras del amor fraterno que Cáritas diocesana encarna, representa y encauza, a fin de que brille siempre la luz de Cristo y la fuerza transformadora de su amor. Amén.