El Día del Papa - Alfa y Omega

El Día del Papa

Solemnidad de San Pedro y San Pablo, apóstoles

Carlos Escribano Subías
Un día propicio para rezar por el Papa. San Pedro en cátedra, de Masaccio

Celebramos este domingo la solemnidad de los apóstoles San Pedro y San Pablo. Esta fiesta litúrgica nos mueve a dar gracias por la Iglesia católica a la que pertenecemos, edificada sobre el apóstol san Pedro, a la que fuimos incorporados por el Bautismo y en la que compartimos la fe con muchos hermanos nuestros a lo largo y ancho de todo el mundo. La alegría y la gratitud por el don recibido nos hacen salir de nosotros mismos y compartir ese don con otros muchos, adentrándonos en el dinamismo que nos reclama el Papa Francisco de ser una Iglesia en salida. Es la alegría y la gratitud que siente san Pablo, infatigable evangelizador, al final de su vida, por haber hecho realidad el mandato del Señor con la ayuda de su gracia, tal y como nos relata la segunda lectura de la misa de hoy.

Pero toda esa acción evangelizadora se asienta en nuestra fe en Cristo Jesús. Las preguntas que Jesús formula en el Evangelio de hoy son fundamentales: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» -«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Desde que Jesús se hizo uno de nosotros, su persona siempre ha sido para los hombres un enigma inquietante. ¿Quién es Jesús? Nadie, por más que se haga el indiferente o el desinteresado, puede huir de esta cuestión durante su caminar por la vida, y seguro que nosotros también nos la hemos formulado.

Los discípulos de Jesús, y Pedro de un modo especial, realizan junto a Él una peregrinación en la fe para poder dar respuesta certera a esa pregunta. Ellos lo ven predicar, sanar a los enfermos, evangelizar a los pequeños y a los pobres, reconciliar a los pecadores, orar con insistencia. Y van comprendiendo a su lado que no sólo es simplemente un hombre enviado por Dios, sino Dios mismo hecho hombre. «La integridad de la fe cristiana se da en la confesión de san Pedro, iluminada por la enseñanza de Jesús sobre su camino hacia la gloria, es decir, sobre su modo absolutamente singular de ser el Mesías y el Hijo de Dios. Un camino estrecho, un modo escandaloso para los discípulos de todos los tiempos, que inevitablemente se inclinan a pensar según los hombres y no según Dios. También hoy, como en tiempos de Jesús, no basta poseer la correcta confesión de fe: es necesario aprender siempre de nuevo del Señor el modo propio como Él es el Salvador y el camino por el que debemos seguirlo» (Benedicto XVI, Homilía 29 de junio de 2007). Se trata de adentrarnos, también nosotros, en ese peregrinar en la fe que nos conduce al encuentro renovado con Cristo, al que todos somos convocados, para descubrirle, amarle, seguirle y anunciarle: «Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso» (Francisco, Evangelii gaudium 3).

Este día de la fiesta de San Pedro y San Pablo es también un día propicio, a semejanza de la comunidad de Jerusalén que oraba insistentemente por Pedro -como nos dice la primera lectura-, para rezar por su sucesor el Papa Francisco. Dar gracias a Dios por su servicio, testimonio y magisterio. Pedimos por él y por toda la Iglesia para que mantengamos ardiente nuestra fidelidad a Cristo, el Hijo de Dios vivo, y a su mensaje de salvación.

Evangelio / Mateo 16, 13-19

En aquel tiempo, llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, y preguntaba a sus discípulos:

«¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?».

Ellos contestaron:

«Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas».

Él les preguntó:

«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».

Simón Pedro tomó la palabra y dijo:

«Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».

Jesús le respondió:

«¡Dichoso tú, Simón, Hijo de Jonás, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo!

Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo».