El Alma de la vida - Alfa y Omega

El Alma de la vida

Alfa y Omega
Orando ante el Santísimo, en la Casa madre de las Hermanas Oblatas de Cristo

«El Espíritu Santo infunde la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio, en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente. Invoquémoslo hoy, bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de quedarse vacía, y el anuncio finalmente carece de alma»: lo dice el Papa Francisco en su Exhortación programática, Evangelii gaudium, en total sintonía con el mismo Señor nuestro Jesucristo y toda la historia de la Iglesia desde el primer instante de su nacimiento en Pentecostés. La vida de la Iglesia, toda su razón de ser, su única misión, que encierra todas las misiones al servicio del verdadero bien de cada hombre y de toda la Humanidad, es decir, la de ir al mundo entero y proclamar el Evangelio, no podría existir sin ese alma que es el Espíritu Santo y cuyo sustento no es otro que la oración. Por eso los monjes y monjas contemplativos, dedicados plenamente a la oración, son luz y fuerza para toda la Iglesia y para todos los hombres. Tiene, pues, todo su sentido dedicarles a ellos la Jornada del próximo domingo, celebración del Misterio de Dios, la Trinidad Santa, a cuya imagen y semejanza hemos sido creados: nuestro Origen y nuestro Destino, justamente después del domingo de Pentecostés. Los necesitamos imperiosamente. Porque rezan por todos nosotros y, más aún, porque nos marcan a todos, a los misioneros que van hasta los confines de la tierra como a los que quedamos en casa, el camino de la vida: la oración, sin la cual nos quedamos sin alma, como nos advierte el Papa Francisco.

Ya el Papa Pablo VI, en la Exhortación Evangelii nuntiandi, ponía en el primer plano «el papel desempeñado en la evangelización por los religiosos y religiosas consagrados a la oración, al silencio, a la penitencia, al sacrificio». No fue una ocurrencia de Pío XI la proclamación de quien vivió todo esto con una entrega excepcional, santa Teresa de Lisieux, precisamente como Patrona de las misiones, y no porque rezara, ¡y bien que lo hizo, sin duda!, por los misioneros, sino sobre todo porque ella misma, con su oración, estaba siendo la mejor misionera, y ejemplo singularísimo para todo misionero. Sin la oración, en efecto, no puede prosperar misión alguna en la Iglesia, como subrayó san Juan Pablo II en su encíclica misionera por excelencia, Redemptoris missio, de 1990: «La oración debe acompañar el camino de los misioneros, para que el anuncio de la Palabra resulte eficaz por medio de la gracia divina», y recuerda cómo «san Pablo, en sus Cartas, pide a menudo a los fieles que recen por él, para que pueda anunciar el Evangelio con confianza y franqueza».

Así lo hizo igualmente el Papa Francisco en su primer encuentro con los fieles, tras su elección como sucesor de Pedro: «Ahora quisiera dar la Bendición, pero antes os pido un favor: antes que el obispo bendiga al pueblo, os pido que vosotros recéis para el que Señor me bendiga. Hagamos en silencio esta oración de vosotros por mí…» Antes, rezó por Benedicto XVI, con los fieles que abarrotaban la Plaza de San Pedro y también, sin duda, con los millones que seguíamos atentos sus palabras a través de las televisiones de todo el mundo, el Padrenuestro, Avemaría y Gloria. No fue una ocurrencia. Brotó de lo más hondo de su alma de evangelizador, muy cierto de lo que afirma en el mismo párrafo citado de la Evangelii gaudium: «Jesús quiere evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras, sino sobre todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios». Y más adelante: «Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga». La conclusión no puede ser más rotunda y clara: «La Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración».

La oración, sí, es el pulmón de la Iglesia, que la mantiene viva, con la Vida, y vida en plenitud, que nos da Jesucristo, plenitud que desborda llenando de vida a los hombres allí donde ninguna fuerza de este mundo es capaz de dar ni el más mínimo aliento de vida verdadera. Los testimonios de vida contemplativa hasta en los lugares más duros y conflictivos de las misión, como los de las clausuras de puertas abiertas, que ocupan nuestro tema de portada de este número de Alfa y Omega, son buena prueba de ese alma que es el mismo Espíritu Santo, sin cuyo respiro, ¡la oración!, resulta inútil todo intento, por nuevo que queramos llamarlo, de evangelización, y por tanto de llevar a los hombres la Vida. Sin tal Alma, sólo hay cuerpos muertos. No es, pues, que la necesite la Iglesia, ¡la necesita la Humanidad entera!