Abriendo las puertas - Alfa y Omega

La vieron sentada en el suelo, escondida entre los coches aparcados en la plaza, huidiza y temerosa, sin importarle que los que pasaban la encontraran allí. Solo tenía miedo de una cosa y por eso vigilaba desde su escondite con la mirada atenta, no fuera a pasar lo peor.

Alguien le preguntó si necesitaba algo, si quería dinero, pero ella negó con la cabeza y quiso saber si podía entrar allí, dentro de esa puerta grande. Nuestro amigo le dijo que aquello era un convento, pero que podía entrar y sentarse. Agradecida, sonrió y levantándose se dirigió a nuestro zaguán. Ahí se quedó horas y horas, sin moverse, sin llamar al timbre, sin decir nada.

Tuve que abrir la puerta por un encargo que nos traían. Fue entonces cuando la vi y le pregunté si quería algo, solo me dijo que quería estar allí. Cuando pasó un cierto tiempo volví a abrir y, como ella permanecía en el mismo sitio, me senté a su lado. Era casi una niña, no llegaba a los 18 años; me miraba sorprendida al verme tan cerca, como si en su vida hubiera visto nunca una monja.

A su ritmo, lentamente, le fui haciendo algunas preguntas: cómo se llamaba, de dónde era… Ella parecía más interesada en saber qué hacía yo, a qué me dedicaba, por qué vestía de esta manera, con quiénes vivía… Yo le fui contando, sin prisas, para que me entendiera. Cuando pasó un rato, en el que pudo calibrar que mi presencia era inocente, en un mal chapurreado español, me contó su historia, su miedo: estaba embarazada, pero huía de su marido porque la maltrataba. Me preguntó si podía llamar por teléfono a su hermano, que estaba viviendo en el sur, para que viniera a recogerla.

La hicimos pasar al recibidor, llamó a su hermano y le servimos la cena. Estuvimos con ella hasta altas horas de la noche, luego se fue al llegar su hermano. Agradecidos los dos.

No hemos vuelto a saber nada de ella. A veces nuestra casa es como una estación de paso. No se puede hacer mucho ni seguir todas las historias ni acompañarlas más allá de unas horas. No podemos solucionar los problemas de tanta gente. Pero sí abrir las puertas, sentarnos al lado del que llega buscando refugio o consuelo, escucharle, servirle una plato de comida y ejercer de hermanas.