Un pesebre en Barcelona - Alfa y Omega

Un pesebre en Barcelona

El Papa Francisco acaba de reconocer las virtudes heroicas del jesuita español Jacinto Alegre, popularmente conocido como el padre Alegre. Su nombre está unido al de los Cottolengos del Padre Alegre, centros en los que, desde los años 30 del siglo pasado, se cuida con sumo esmero a los enfermos más pobres, esos que ningún otro hospital acoge, y todo, viviendo sólo de la Providencia: aunque él no llegó a ver ninguno de los nueve centros que hay hoy en el mundo, no dudaba de que Dios siempre cuida de los pobres

José Antonio Méndez
Un Cottolengo del Padre Alegre, en España, donde se cuida a los enfermos sin recursos

Definir como convulsa la situación que atravesaba España en diciembre de 1874, es quedarse corto. Desde hacía dos años, Cataluña, Navarra, Vascongadas y Andalucía eran los escenarios de la Tercera Guerra Carlista, y sufrían los sangrientos altercados de grupos violentos que no reconocían la legitimidad de la forma de gobierno. Además, el rey Amadeo de Saboya había abdicado al trono; el experimento de la Primera República había generado una inestabilidad institucional y civil sin precedentes, exaltando los movimientos independentistas y cantonalistas; y Alfonso de Borbón, que en menos de un mes iba a reinar con el nombre de Alfonso XII, se presentaba a los españoles, a través del Manifiesto de Sandhurst, como un príncipe dispuesto a servir a la nación. Un escenario que abonaba el terreno para la angustia y el temor, y en el que nacía, en Tarrasa, el 24 de diciembre, Jacinto Alegre Pujals.

El padre Jacinto Alegre, en uno de los trenes en los que viajaba hasta Lourdes

La fecha de su nacimiento vino a marcarle de modo providencial, porque a lo largo de su niñez fue educado en la fe, y vivió -o más bien sufrió- la austeridad y la pobreza que Dios escogió para reinar en aquel pesebre de Belén, y que a los Alegre les fueron impuestas por su condición humilde. A los 18 años, sintió que Dios le llamaba a entregarse a los demás, consagrándose a Él por entero: la miseria de aquella Cataluña era tanta, que sólo podía combatirla Aquel que lo era todo. Ingresó en la Compañía de Jesús y, durante sus años de noviciado jesuita, visitaba las barriadas de Barcelona para enseñar a los niños e impartir catequesis a los obreros.

Cuando en 1907 fue ordenado sacerdote, comenzó a visitar hospitales para atender a los enfermos: llevaba la Comunión, daba la Unción, confesaba, confortaba a los familiares… En sus visitas, reparó en que, como en el pesebre de Belén, también Dios pasaba desapercibido para muchos, oculto en las pústulas y dolores de los enfermos pobres, a quienes nadie visitaba. También se dio cuenta de que, cuando éstos recuperaban la salud y eran dados de alta, su debilidad era tanta y sus medios tan pocos, que acababan muriendo en la calle. «Estamos llamados a amar a los pobres por amor a Dios; pero con un amor de obras, no de palabras», decía. Y por eso, se puso a la tarea: a principio de los años 20, empezó a recabar apoyo económico de algunas buenas gentes para garantizar que los pobres tuviesen un auxilio constante, y a organizar viajes a Lourdes para que «los pobrecitos de Dios» no sólo tuviesen acceso a medicinas y alimentos, sino también a una vida de fe como la de cualquier bautizado. Para los viajes siempre lograba financiación, pero para lo material nunca conseguía zafarse de las dificultades.

Un viaje a Turín le mostró el camino a seguir. Allí conoció las Piccola Casa Della Providenza, fundadas por José Benito Cottolengo, en las que se atendía con gran cariño a los enfermos pobres, sin que nada les faltase…, y viviendo sólo de la Providencia. Cottolengo, igual que el padre Alegre, había tratado de fundar su obra según los criterios de la lógica mundana y había fracasado, hasta que se fió de la Providencia por completo.

Un Cottolengo del Padre Alegre, en España, donde se cuida a los enfermos sin recursos

De vuelta a España, el padre Alegre comentó a su superior, el padre Guim, y a uno de los laicos que dirigía espiritualmente, don Rómulo Zaragoza, su deseo de abrir en Barcelona un Cottolengo. Si Dios había nacido pobre y nada le había faltado, al renunciar a todo por amor a Dios, nada habría de faltarle a sus pobres: quería abrir un nuevo pesebre en Barcelona, en el que los humildes pudiesen encontrarse con Cristo, como en aquel de Belén. Sin embargo, nunca vería su proyecto desde la tierra: el 10 de diciembre de 1930, moría con 56 años. Su última petición, expresada a Rómulo Zaragoza, era fiarse de Dios y abrir un Cottolengo. Dos años después, Zaragoza, el padre Guim y el obispo de Barcelona, monseñor Irurita, inauguraban en la Ciudad Condal el primer Cottolengo del Padre Alegre, para 100 niños pobres. Hoy, hay otros ocho más en España, Portugal y Colombia, y todos viven de la Providencia: no aceptan donaciones periódicas, se ocupan de los enfermos sin recursos, y a ninguno les falta nada. El padre Alegre, desde el cielo, sigue ocupándose de «los pobrecillos de Dios».