Dos ejemplos de docilidad - Alfa y Omega

La figura del Papa Bueno, del ya san Juan XXIII, ha quedado unida para siempre en la Historia con la convocatoria y la celebración del Concilio Vaticano II. Es habitual y, sin duda, profundamente cierto ver en ello una inspiración, una gracia especialísima del Espíritu, que llevó a Juan XXIII a emprender el camino de un Concilio, cuyas dimensiones y significado no podía imaginar, y que no vería concluir.

El Espíritu siempre sopla en la Iglesia para hacer resplandecer el Evangelio e iluminar el mundo con la gloria y la alegría de Cristo, del Hijo hecho carne. Y pide siempre una condición elemental: que la persona le deje hacer, lo secunde con una docilidad primera, para ir más allá de lo que el hombre puede proyectar.

Esto hizo Juan XXIII, con su gran sencillez de corazón; pero también con su inteligencia y su amor al Señor Jesús, así como a los hombres y al mundo contemporáneo. Él lo conocía de modo peculiar, gracias a la misión que había debido cumplir como nuncio en diversas capitales de países, siempre con actitudes y caridad propias de un pastor bueno, como manifestaría después en Venecia.

Podemos imaginar así la apertura por la que entró el viento del Espíritu: el deseo de que Cristo -el Evangelio- llegase de verdad al corazón de los hombres de nuestro mundo moderno, que habían experimentado dolores indescriptibles y las mayores catástrofes a lo largo del siglo -debidas al orgullo ideológico y a una extrema y violenta voluntad de poder-, pero que se mostraban ya más dispuestos a recibir la Buena Nueva, a escuchar la palabra del anuncio evangélico.

Todo al servicio de la misión

La convocatoria del Concilio por Juan XXIII era una gran llamada a la Iglesia a su deber primero: ir al mundo entero y anunciar el Evangelio; poner todo al servicio de esta misión, del encuentro y del diálogo con los hombres, los pueblos y las culturas de hoy. Era una llamada para abrirse a los horizontes del mundo y llevar a todos los lugares la palabra del Evangelio.

El Concilio fue querido para acrecentar la conciencia de la misión de la Iglesia, redescubriendo su identidad y su lugar en la historia de la salvación; y para facilitar su cumplimiento actual, aprendiendo a decir lo esencial de su propio ser en modo renovado, en términos accesibles que facilitasen el encuentro y el diálogo con hombres y culturas.

Juan Pablo II, desde el inicio mismo de su pontificado, ha comprendido su misión en el marco de esta gran hora conciliar, hecha posible por el Espíritu del Señor por medio de su siervo Juan. La experiencia personal de Karol Wojtyla y su participación en el Concilio mismo, lo hicieron capaz de identificarse y entregarse plenamente a esta tarea histórica.

Él había vivido muy directamente las pretensiones de las grandes ideologías modernas -durante muchos años, la del marxismo leninismo- de explicar y determinar la vida del hombre, y les había dado respuesta radical desde su conocimiento y amor a Cristo, al Hijo de Dios nacido de la Virgen María. Su camino de fe y su misión en la Iglesia habían sido vividas en debate real con las ideologías y el poder de este mundo, y desde la mayor intensidad y verdad personal. Sabía por experiencia propia y por la vivencia de su pueblo qué urgencia tiene el hombre de encontrarse con el Señor Jesús.

Sus palabras iniciales, abrid las puertas a Cristo, su primera y gran encíclica, Redemptor hominis, y todo su pontificado hacen resonar al unísono el fondo más verdadero de su persona y del Vaticano II: buscar apasionadamente el encuentro y anunciar el Evangelio a nuestro mundo globalizado y a cada uno, en la hora histórica del nuevo milenio.

Juan Pablo II ancló su ministerio en la intuición central de Gaudium et spes, 22: más allá de toda ideología, el hombre sólo llega a conocer la verdad de su dignidad y de su destino en el encuentro con Cristo vivo. Desde este punto de partida, su pontificado se convirtió en un momento decisivo de la recepción del Vaticano II por la Iglesia. Retomó en multitud de documentos y predicaciones los grandes temas conciliares, pero sobre todo realizó en la práctica su mandato pastoral, yendo al encuentro de los pueblos, las culturas y la religiones del mundo, de los hombres de todas clases y países. Fue llamado por la Providencia a conducir al pueblo de Dios al tercer milenio, un signo de lo cual podrían ser precisamente las Jornadas Mundiales de la Juventud, que hablan del futuro de la Iglesia.

El Espíritu sopla siempre con fuerza en el pueblo de Dios, en el camino de la Historia. En ambos Papas ha sido así, y la canonización lo reconoce: la santidad es fruto del Espíritu, que fecunda una libertad y una humanidad que se deja amar y renovar por Cristo.

La misión de ambos en la Iglesia tiene en su centro el Concilio, en los momentos iniciales, que hicieron posible un acontecimiento singular y, como tal, imprevisto; y en los primeros tiempos -históricamente decisivos- de su recepción en la Iglesia. Como toda obra del Espíritu, como toda santidad verdadera, florece de modo singular y único en la vida de cada uno, y así fue en los dos santos. Ambos están unidos por la misma pasión por Cristo, por una profunda inteligencia del Evangelio y por un amor entrañable al hombre y al mundo, al que Dios los ha enviado. Ambos han dejado dócilmente que el Espíritu conformase su humanidad y su destino al servicio de esta misión salvadora de Cristo, y ambos la han vivido en comunión y obediencia en medio de la Iglesia. De ello es signo el Concilio Vaticano II, que religa sus biografías.

Y ambos son para nosotros causa de alegría por las grandes obras del Señor en ellos, ejemplo que nos invita a una misma docilidad al Espíritu, a una entrega semejante en medio de la Iglesia, y razón que fundamenta nuestra confianza: verdaderamente Cristo ha resucitado del mal y de la muerte, está con nosotros todos los días hasta el fin de los tiempos y nos llama a una historia que tiene las dimensiones del mundo, y es, contra toda desesperanza, historia de salvación, vida nueva en comunión con Dios y con los hermanos.