Los padres fundadores de la paternidad - Alfa y Omega

Los padres fundadores de la paternidad

Abraham, el faraón Akenatón, Dédalo y Confucio, «cuatro hombres que revolucionaron la paternidad»

Ricardo Benjumea
Akenatón con su esposa Nefertiti y sus hijas. Neues Museum de Berlín.

Tras La revolución del padre (Loyola), el sociólogo Fernando Vidal, director del Instituto Universitario de la Familia (Universidad Pontificia Comillas), regresa con El día del padre. Cuatro hombres que revolucionaron la paternidad (San Pablo). El objetivo es contribuir a paliar la ausencia de referentes de una paternidad comprometida, correlato de una masculinidad que no tiene miedo a la ternura ni a reconocer a la mujer como una igual. Vuelve el padre —cree el autor—, tras el exilio en la fábrica al que le condenó la revolución industrial, mientras la mujer era obligada a quedarse encerrada en casa. Para demostrar que esto no son excentricidades posmodernas, Vidal se remonta a entre los siglos XIX y IV a. C., y bucea en la historia, la antropología y el mito para presentar en su rol paterno a cuatro figuras clave de distintas civilizaciones.

El sacrificio de Isaac. Rembrandt.

Abraham y la liberación del hijo (1850 a. C.)

La experiencia de Abraham «cambió la historia de la paternidad» porque, con él, «por primera vez el padre perderá su poder absoluto sobre el hijo», destaca Fernando Vidal. Aspecto clave en esta historia es su relación con su mujer, Sara, que no refleja un patriarcado, sino «un fratiarcado» [gobierno de hermanos], puesto que en la pareja se establece una relación de plena igualdad.

Hasta llegar al punto culminante de la historia, hay diversos aspectos cuanto menos chirriantes para la mentalidad contemporánea. Es el caso la expulsión de su hijo Ismael, junto a su madre biológica, la criada egipcia Agar, con la que, por indicación de Sara, Abraham había visto cumplida la promesa divina de una descendencia. Hasta que tres misteriosos visitantes anuncian a la anciana pareja que la promesa se materializaría plenamente. Nace Isaac, y se agrava el conflicto entre Sara y Agar, razón por la que Abraham, lleno de pesar, para evitar males mayores, accede a los deseos de la primera y expulsa a la egipcia junto a Ismael.

Cuando la vida por fin le sonríe, Abraham recibe de Dios la orden de sacrificar a Isaac en el monte Moria, donde después se alzará el templo de Jerusalén. Según la ley, como padre tenía derecho a hacerlo. En la cultura fenicia y cananea hay muchos casos de hijos sacrificados en diversos santuarios.

Padre e hijo ascienden a la cima. El chico carga con la leña para el sacrificio. Pregunta dónde está la víctima. «Dios proveerá, hijo mío», imagina Kierkegaard el diálogo. Hasta que por fin entiende que la víctima es él. No se rebela, sino que se somete a su padre, que no para de llorar, según la reconstrucción que hace de la escena Gustavo Martín Garzo. Pero cuando Abraham ya levanta el cuchillo, una voz le dice: «No pongas tu mano sobre el joven ni le hagas ningún daño». A cambio, Dios pone a su alcance un carnero atrapado en un matorral. No es un cordero, sino un carnero, «que es el padre del cordero: es la paternidad poseedora lo que es sacrificado», hace notar Vidal. «Es el propio principio patriarcalista el que es negado en cuanto poder absoluto sobre el hijo». Ni siquiera Dios será ya dueño de ese hijo, para siempre ya libre.

Akenatón o la revolución de la ternura (1350 a. C.)

Con el faraón Akenatón la civilización egipcia alcanza su máximo esplendor, para comenzar, a su muerte, un lento declive. Akenatón continúa y radicaliza la revolución político-religiosa iniciada por su padre, Amenofis III, que pone freno al poder del clero de Amón-Ra en Tebas y promueve el culto a Atón, un dios creador único y universal de rasgos paternos que hermana a todos los hombres y pueblos de la tierra.

Para llevar a cabo su ambicioso proyecto, Akenatón no solo no sacrifica a su familia, sino que la sitúa en el centro de su revolución. En el año de su subida al trono, en torno a 1352 a. C., se desposa con Nefertiti, con la que tuvo seis hijas. La reina, contra la costumbre, adquiere el estatus de faraona, en igualdad con su marido. Ambos no solo gobiernan juntos, sino que se muestran su afecto públicamente. Y las princesas circulan libremente por el palacio, mientras sus padres atienden los asuntos de Estado. La familia es la prioridad de la pareja real. Para la posteridad quedan representadas entrañables escenas familiares llenas de ternura.

Dédalo y su hijo Ícaro. Pyotr Ivanovich Sololov.

Nefertiti no supera la muerte de su segunda hija, se enclaustra y muere. Akenatón se va sintiendo sin fuerzas para ejercer las labores de gobierno. Una serie de concatenaciones hacen que el poder acabe en manos de Tutankatón (posiblemente hijo del faraón y de otra mujer) que, traicionando el legado de su padre, se alía con el clero de Tebas y las oligarquías locales, poniendo abruptamente fin al periodo de Amarna y a la revolución monoteísta, tal como queda plasmado incluso en el nuevo nombre que adopta el soberano: Tutankamón.

Aquel sorprendente experimento en el siglo XIV a. C. de sociedad utópica basada en el amor, la igualdad entre los hombres y la concordia entre las naciones quedó enterrado en el desierto. Pero muchos —recuerda Vidal— consideran que el legado de Akenatón fue recogido por Moisés y la tradición del judaísmo, y por esta vía ha pervivido hasta nuestros días.

Dédalo, dar alas al hijo (1275 a. C.)

Dédalo es un personaje mítico que se enmarca en el siglo XIII a. C., un virtuoso ingeniero y arquitecto que representa a los hábiles artesanos griegos de la época. Su mayor revolución consistió en darle alas a su hijo para escapar del laberinto que años antes había construido para el rey Minos, y en el que ambos estaban ahora presos en Creta. A pesar del trágico final de la aventura, por la temeridad adolescente de Ícaro, la historia muestra un rasgo, a juicio de Fernando Vidal, central en la concepción de la paternidad en todas las culturas. Frente a lo que sostiene el psicoanálisis de Lacan, «no es la ley ni la limitación» lo propio del padre, que por el contrario reta al hijo a superarle y a lanzarse a nuevas conquistas y horizontes.

Confucio con el bebé Buda en sus manos.

Dédalo es un padre entregado, pero tiene un pasado poco ejemplar. Asesinó a Flavio, un arquitecto con el que competía para construir un templo a Atenea, e incluso mató a su sobrino y discípulo Talos, cuando percibió la amenaza de ser superado por este. Es la paternidad lo que le redime. «¡Cuántas veces hemos escuchado entre personas sin hogar, personas que sufren adicciones o personas en la prostitución, que quieran recuperar su vida por sus hijos!», escribe el autor. «No hay tiro más potente que un hijo o una hija para sacarte del barro en que se te ha roto el carro de la vida».

Confucio y la piedad paterna (532 a. C.)

La piedad filial es la piedra angular de todo el sistema ético confucionista. El amor incondicional al padre y a la madre es la fuente también del amor entre hermanos. Y sobre esa base se erige el conjunto de relaciones sociales.

Se trata de un amor que se plasma en lo concreto y corporal, en los cuidados y en el respeto, que no es una obediencia incondicional, sino que se confronta con la justicia o injusticia de los actos. Lo incondicional es el amor por el otro. También el padre debe amar incondicionalmente a su hijo, tal como es, y desde un respeto —destaca Vidal— «incompatible con la violencia y cualquier medida desproporcionada o impropia del amor de un padre».

Con su propia vida, Confucio transmite una nueva concepción del rol de padre, que ya no es «el que gana el pan, el proveedor, el que trae el salario, el sustentador. Lo más importante y casi lo único importante del padre es la entrega de sí mismo», cree el director del Instituto Universitario de la Familia.