Prepárate para celebrar los grandes misterios de la fe - Alfa y Omega

Estamos a las puertas de la Semana Santa, dispuestos a prepararnos para celebrar los grandes misterios de nuestra fe. Viene bien y es bueno recordar aquellas palabras del capítulo primero de la constitución Lumen gentium: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano». Esas palabras son la línea dominante que recorre todos los documentos del Concilio. En el fondo y en la forma, se quiere mostrar que la dimensión misionera de la Iglesia es esencial; es su valía, es su gran tarea, ya que el Señor no la instituye para buscar las glorias terrenas sino para proclamar con su ejemplo y mostrar que ella es la invitación de Dios que dirige a todos los hombres. ¡Qué expresiones tan bellas utiliza el Concilio para hablarnos de la Iglesia! Ella es «reino de Cristo, presente actualmente en misterio» (LG 3); «constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino» (LG 5). El mundo actual es el lugar histórico del que formamos parte quienes somos miembros del Pueblo de Dios, como también es el destinatario de la misión.

Entremos en los misterios de nuestra fe en esta Semana Santa, dejemos invadirnos por la experiencia viva, certera y cercana de un Dios que quiso acercarse a nosotros y dar su vida para que la tengamos y la manifestemos en este mundo, provocando en medio de la historia el estallido del amor de Dios, del que tan necesitados estamos los hombres. «El Concilio Vaticano II presentó la conversión eclesial como la apertura a una permanente reforma de sí por fidelidad a Jesucristo» (EG 26). Busquemos en estos días ser más fieles a Cristo.

Vivimos en un mundo globalizado y pluralista, conscientes de que la fe y la Iglesia viven en una nueva etapa de la historia en la que todo el Pueblo de Dios es responsable de la evangelización. El Papa san Juan Pablo II, citando a san Paulino de Nola, pedía que «estemos pendientes de los labios de los fieles, porque en cada fiel sopla el Espíritu de Dios» (Novo millennio ineunte, 45). ¡Qué oportunidad y qué gracia más grande nos regala Nuestro Señor en la Semana Santa! Una semana para meternos de lleno en el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Una semana para que los cristianos, a través de las celebraciones, de las procesiones y de tantas y tantas meditaciones, caigamos en la cuenta de que somos Iglesia que se toma en serio el compromiso del anuncio del Evangelio en el mundo actual. Como nos decía el Papa Francisco, es «la Iglesia entendida como la totalidad del Pueblo de Dios que evangeliza» (EG 17).

¿Qué significa para la Iglesia vivir en diálogo y vivir en y con este mundo? Vivir con conciencia de misión y de conversión, vivir con la necesidad de leer la historia en un tiempo de grandes cambios en el que Jesucristo y la misión que Él nos ha dado aparecen como la gran esperanza en medio de las dificultades. Pensemos que el siglo XX ha sido el más secularizado de la historia; hemos visto cómo se organizaba el primer Estado integralmente ateo en Albania en 1997. En el siglo XXI, el vivir en diálogo y vivir en y con este mundo, nos está invitando a que la Iglesia entregue «la eterna novedad del Evangelio» o «la frescura original del Evangelio» (EG 11). Estoy convencido de que estamos viviendo un momento privilegiado para entregar el mensaje del Evangelio: en un mundo triste, con situaciones muy contradictorias, aparecen Jesucristo como la esperanza que no defrauda y la alegría del Evangelio como la fuente de toda reforma y cambio de la Iglesia, pero también del mundo. La Semana de Pasión y la Semana Santa nos invitan a entrar en la revolución de la ternura misericordiosa del Dios-Amor, que comenzó esta revolución en la Encarnación y la continúa a través de la Iglesia, comunidad de fe, esperanza y amor. Se acerca a todas las situaciones humanas para curar las heridas que tenga, siempre con esa nueva imaginación de la caridad que Cristo nos regala cuando contemplamos su amor hasta el límite. Las palabras del Papa Francisco son contundentes: «La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de sí, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de otros. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura» (EG 88).

En estas Semana de Pasión y Semana Santa, el Señor nos prepara y nos da tres gracias:

1-. Una llamada que toca el corazón: en el Jueves Santo, el Señor nos abre un camino nuevo –«haced esto en memoria mía»–; quiere sacarnos de pensar en y para nosotros mismos, realizando algo tan novedoso como es prologar el misterio de la Encarnación en el misterio de la Eucaristía. Se ha querido quedar entre nosotros, se queda con nosotros, quiere que hagamos lo que Él hizo y por ello desea que nos alimentemos de Él, que crezcamos como Él y nos saca del desierto de alimentarnos de nosotros mismos y de la aridez del corazón solo para entregarnos su amor y apagarnos toda la sed. Sintámonos Pueblo del Señor, escogido por Él, formado por Él, y que proclamamos su alabanza.

2-. Una convicción que marca la vida: en el Viernes Santo, el Señor nos muestra hasta dónde ama a todos los hombres. Da su Vida por nosotros, para que tengamos vida. Y nos invita a lanzarnos hacia esa meta que nos ofrece Cristo. La vida es para darla y no para retenerla, la vida se alcanza dándola y no guardándola. Ojalá sintamos siempre ese deseo paulino cada vez que contemplamos al Señor en la cruz: «Todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor», «conocerlo a Él», conocer «la fuerza de su Resurrección», vivir «la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte».

3-. Un regalo que cambia la vida y el mundo: la Pascua, la Resurrección de Cristo, el triunfo de Cristo. Él siempre nos da un modo para hacernos con él: la oración. Hay que mantener un diálogo abierto y contante con Dios, dejándonos hacer por su Palabra, contemplando su rostro de Verdad, Camino y Vida, en definitiva su triunfo. Es un Dios que nos muestra en su Palabra cómo ha ido buscando, de modos diversos a través de la historia, a los hombres y al final ha sido Él mismo quien se ha acercado a nosotros. Un regalo que nos hace ser igual a Él: nuestro triunfo está en ser dadores de misericordia y perdón como Él, constructores de reconciliación, y mostradores del verdadero título que Dios nos dio en su Hijo. Debemos sabernos hijos de Dios y hermanos de todos los hombres. Anunciar esto cambia el mundo y la dirección de la historia. Pero hay que hacerlo como el Señor nos enseñó, poniéndonos a la altura de los hombres, es decir, no siendo superiores a nadie. Jesús se inclinó hacia todos los hombres y nos escuchó y comprendió. Sigue haciéndonos esta pregunta: «¿dónde están tus acusadores?», «¿ninguno te ha condenado?»… «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más», es decir, vive de mi gracia y de mi amor y entrégalo en todos los lugares donde estés.