¡Notre Dame salvará al mundo! - Alfa y Omega

¡Notre Dame salvará al mundo!

«En el gran rosetón de Notre Dame –un círculo infinito encerrado en un cuadrado finito–, se simboliza la Encarnación de Dios. Ese rosetón, milagrosamente salvado, es un presagio de la salvación del mundo. La Providencia divina no abandona nunca al hombre, en el que tiene su complacencia, por más que éste se empeñe en renunciar a Él o incluso en combatirlo»

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Foto: AFP/Ludovic Marín

El amor es el motor de la Historia. Aunque a veces la Historia se explica a través del desamor. Por amor se ha hecho todo lo bueno que en este mundo ha sido. Fue el desamor quien ha propiciado que el mal acampe en nuestra tierra. El hombre se mueve a impulsos de su corazón de carne, bondadoso o a envites de su corazón de piedra, perverso. En ese corazón, inexpugnable, germina el pensar y sentir… también, el crear y actuar.

El amor necesita plasmar sus afectos y los manifiesta en lo bello, reflejo, aunque pálido, de la bondad. Con un regalo precioso –no necesariamente costoso–, manifestamos cuán grande es nuestro amor. Si así nos comportamos en el amor humano, ¿con Dios, es distinto el amor? Durante siglos el hombre presentó a Dios, Bondad y Verdad, sublimes creaciones del ingenio. Era el amor amando al Amor. La creación humana ofrecida al Creador. Pueblos de toda época engendran sus mejores obras para el Señor de todo lo creado. Y el arte arquitectónico, escultórico, pictórico, musical y literario adora al Creador.

Es indudable que esta explosión de ingenio no está presente, en esa medida, en nuestros días. El mundo occidental, desde hace dos siglos, sufre un proceso progresivo de pérdida del sentido trascendente. El hombre camina en horizontal y Dios no está presente en la vida social como antaño. Así, el sentimiento religioso ha decaído como inspiración artística. Además, se ha producido una cierta «desvirtuación» del patrimonio artístico sacro alterando su fin genuino. Las catedrales dejan de ser, como primer fin, espacios de culto y recogimiento para reconvertirse en «museos» en los que sus visitantes discurren incluso sin las limitaciones exigidas en sus homólogos profanos. Las naves se transforman en pasillos de tránsito para ruidosas masas ávidas de ver, sin pararse, siquiera un instante, a considerar la razón de ser de cuanto admiran y contemplan. Incluso, en ocasiones, por fortuna excepcionales, en un pequeño y lúgubre rincón –rotulado «Capilla del Santísimo»–, se ha realojado a quien sigue siendo el Señor de la casa.

Revelo una confidencia. Así reflexionaba yo en el sótano de un sanatorio, cuando veía lo descuidada que estaba su Capilla: «¡Qué espacios te dejan para instalar tus capillas en algunas clínicas y edificios públicos!». Y así me fue contestado: «Tengo una cosa que decirte». Respondí expectante: «Dime Señor». Y se me dijo: «¿Por qué te escandalizas de tus semejantes? Y tú, ¿qué espacio me dejas en tu jornada diaria? Me relegas a los últimos y peores momentos». Y continuó: «Y para que disculpes a quien organiza mis Sagrarios, te diré que me agrada que hayan dispuesto un humilde lugar para encontrarse conmigo». Y prosiguió: «Y, para consolarte a ti, te digo que valoro que procures no dormirte sin dedicarme algún minuto, aún con poca atención. Y quiero que sepas que por poco que tú y ellos os ocupéis de mí, siempre recibiréis un millón de veces más, de lo que hacéis por manifestarme vuestro amor».

Aquellas reflexiones y esta experiencia se agolparon en mi cabeza y asaltaron mi sentimiento al sobrecogerme ayer, ante la tragedia de Notre Dame. Y quiero referirte, querido lector, que yo me sentí cerca de Dios en esa Catedral que hoy lloramos. Y pido: «…una lengua de iniciado para decirte, como estarás abatido, una palabra de aliento» (Isaías, 50, 4). Lo intento. En mi última estancia académica en París fuimos cuatro días a su misa vespertina. Me encontré removido por la piedad de los fieles y conmovido por una liturgia envuelta en hermosura musical y ritual. Creo que tal arrebato emocional, ningún turista puede alcanzarlo. Y yo, que lo gocé, querría que lo gozasen muchísimos. Y entiendo que es posible. Ante el drama de Notre Dame, cristianos, creyentes, agnósticos y ateos nos hemos conmocionado. Parisinos, franceses, europeos y personas del mundo lloramos. Y muchos, de todos los credos, rezamos. A los creyentes, en momentos de dolor inexplicable, nos consuela rezar. «Solo Dios basta», afirma nuestra Santa Teresa después de decir: «Nada te turbe». Hoy toca llorar y rezar. Mañana trabajar sin descanso para reconstruir y seguir rezando sin desmayo. «Si el Señor no construye la casa en vano se cansan los albañiles» (Salmo 126).

Este incendio no ha quemado solo: una de las más bellas catedrales del mundo; un conjunto de obras de arte que no se recuperarán; el monumento más visitado; un icono de París, un distintivo francés o un símbolo de la civilización occidental. Todo eso es mucho, pero no es todo. El incendio ha destruido una prodigiosa manifestación de fe. La causa de que Notre Dame exista nos la descubre su denominación: «Nuestra Señora». La «Suya», de quienes la levantaron y embellecieron. Mentores que la promovieron, artistas que la ejecutaron y habitantes que la veneraron. Y no hay Ella sin Él. La «Señora» lo es, por su Divino Hijo, causa última y primera de que Notre Dame se levante majestuosa, abrazada por el Sena, en el corazón de París. Y esa aguja que coronaba la ciudad, elevaba al cielo la fe del pueblo francés, del continente europeo y del mundo occidental. Es la misma fe que alienta estos días de Pascua, la rememoración de la Pasión y la Resurrección de Cristo.

En el gran rosetón de Notre Dame –un círculo infinito encerrado en un cuadrado finito–, se simboliza la Encarnación de Dios. Ese rosetón, milagrosamente salvado, es un presagio de la salvación del mundo. La Providencia divina no abandona nunca al hombre, en el que tiene su complacencia, por más que éste se empeñe en renunciar a Él o incluso en combatirlo. Termino. Pido al Señor de la Historia que haga resurgir una fe expresada en obras y que de los rescoldos del cristianismo europeo vuelvan a surgir llamas que incendien a nuestra Humanidad tan necesitada de paz y esperanza. ¡Que «Nuestra Señora» de Notre Dame, ruegue por sus hijos a Su Hijo y salve al mundo!

Federico Fernández de Buján / ABC