En la alegría de la confianza - Alfa y Omega

Siempre que medito el capítulo nueve del libro de los Hechos de los Apóstoles, especialmente cuando el apóstol Pablo llega a Jerusalén y trata de juntarse con los primeros discípulos del Señor, que no acababan de fiarse de su conversión, lo que más me impresiona y en lo que más se detiene mi pensamiento y mi corazón es en cómo nuestro Señor deposita su confianza en un hombre pecador, que había vivido una persecución muy dura y muy fuerte contra los cristianos. Un hombre como Pablo, que había participado incluso en la muerte de algunos cristianos. La impresión que conmueve y capta mi corazón es cómo el Señor alcanza su vida y tiene con él un encuentro de tal hondura y con tales dimensiones, que su existencia da un giro total: de perseguidor se convierte en discípulo y seguidor coherente del Señor, en predicador de Jesucristo apasionado por Quien ha transformado su vida. De tal manera que, para san Pablo, el anuncio de Jesucristo, al que considera la única noticia que debemos dar, se convierte en una necesidad, «no tengo más remedio, y ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Cor 9, 16). San Pablo ha experimentado la confianza que el Señor deposita en su vida. Él, pecador y perseguidor, ha sido elegido para llevar la Buena Noticia a los hombres. Y lo vive con tal pasión y con tal fuerza en la comunión con Jesucristo que puede decir en alto aquella expresión que caracteriza toda su vida: «No soy yo, es Cristo quien vive en mí».

Cuando pienso en la conversión de san Pablo, veo a tanta gente que, después de muchas vicisitudes en la vida, incluso enfrentados con Jesucristo y con la Iglesia, por circunstancias diversas, se encuentran de tal manera con la persona del Señor que tienen la misma experiencia del Apóstol. ¡Qué admiración me producen! El Señor, de modos diferentes, les dice: ¿Por qué me persigues? Y, como el apóstol Pablo, responden: ¿Quién eres, Señor?, o lo que es lo mismo: ¿Qué quieres de mí?, ¿qué me pides?, ¿qué deseas? Como san Pablo, la respuesta es inmediata. Muchas veces, la dificultad está en los que rodeamos a esas personas que reciben y responden a la llamada del Señor. Tenemos la misma tentación que aquellos cristianos, y que los mismos apóstoles en el primer momento de la Iglesia: la de la sospecha y difamación, el no creer en la conversión, en esa capacidad que tiene nuestro Señor de hacerlo todo nuevo. Surgen suspicacias y miedos, que en el fondo es no creer en la fuerza y el poder del Señor para cambiar la vida y el corazón de los hombres. Muy a menudo, la tentación es, con aires de defender la fe, seguir en la difamación que niega la capacidad que tiene Jesucristo de cambiar la vida del ser humano. ¿Creemos en la versión nueva que da Jesucristo a los hombres cuando nos ponemos en sus manos? ¿Creemos en el Señor que deposita su confianza en nosotros cuando nos ponemos a vivir desde Él, por Él y en Él?

La misericordia, viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia

Hay que descubrir esa confianza que el Señor pone en todos los hombres, que nace de la fuerza que tiene el encuentro con Jesucristo, desde la experiencia del amor misericordioso que nos tiene. Debemos desentrañar el contenido de la Bula del Jubileo de la Misericordia del Papa Francisco. El Papa quiere acercarnos palabras cargadas de significado de san Juan XXIII, pronunciadas en la apertura del Concilio para indicar el camino que debemos seguir: «En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad… La Iglesia católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico la antorcha de la verdad católica, quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella». El Papa Beato Pablo VI, en la conclusión del Concilio, decía: «Queremos más bien notar cómo la religión de nuestro Concilio ha sido principalmente la caridad… La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio» (Misericordiae vultus, 4). Y es que la omnipotencia de Dios se manifiesta precisamente en su misericordia. No es fácil en muchas ocasiones perdonar. Sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras manos para alcanzar la paz del corazón y apartar de nuestra vida la venganza, el rencor, la rabia y toda clase de violencia que muchas veces, con aires de defensa de la pureza y de la verdad, nos hacen permanecer en el enojamiento y no nos permiten vivir esta bienaventuranza: «Dichosos los misericordiosos, porque encontrarán misericordia» (Mt 5, 7). Como nos dice el Papa Francisco, «la misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia».

El Salmo 138, el salmo de la confianza, nos manifiesta cómo Dios está siempre con nosotros. No nos abandona en las noches más oscuras de nuestra vida… Los cristianos sabemos que no estamos solos, es más, Dios mismo ha enviado a su Hijo Jesucristo a vivir entre nosotros. Él nos quiere y nos cuida…

Os invito a vivir con obras, esa confianza que ha puesto Jesucristo en nosotros. Él nos ha hecho miembros vivos de su Iglesia, y por las obras que hagamos nos conocerán. Nuestras palabras serán creíbles si responden a las obras que hagamos. Como nos dice el apóstol san Juan, no podemos amar de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. De tal manera que, para nosotros, la fe y adhesión a Jesucristo y amarnos unos a otros como Él nos mandó y nos enseñó con su propia vida es una misma realidad. Dejemos que nuestra vida sea invadida por la confianza que el Señor ha puesto en nosotros. Confianza que nos hace responder con una adhesión inquebrantable a su palabra, sabiendo que Jesucristo puede cambiar cualquier situación en un instante. Confiemos siempre en la gracia del Señor. Con ella podemos esperar siempre de nuevo que el futuro sea mejor que el pasado, porque no se trata de confiar en una suerte más favorable, o en las modernas combinaciones del mercado y las finanzas, sino de agradecer la confianza que el Señor ha puesto en nosotros para hacernos miembros vivos de la Iglesia y darnos la misión de hacer presente su vida y su amor en medio de esta historia. Con la fuerza de su gracia y el desbordamiento que realiza su amor en el encuentro de Él con nosotros, todo se hace nuevo: «He resucitado y ahora estoy siempre contigo para que seas mi testigo. Donde estés, estarás en mis manos y estaré contigo».