La pequeña comunista que no sonreía - Alfa y Omega

La pequeña comunista que no sonreía

Javier Alonso Sandoica

No sólo es uno de los iconos rumanos más conocidos, es también bandera del deporte internacional desde que, con catorce años, consiguiera el primer diez de la historia de las Olimpiadas, ni los marcadores estaban preparados. A lo sumo, se podía llegar al 9.95, pero no a los cuatro dígitos. Nadia Comaneci era entonces una cría, y el dictador Ceaucescu bien que la exhibió para promocionar la política comunista de su país. Anagrama acaba de publicar un libro interesantísimo de la escritora francesa Lola Lafon, con ese título tan seductor al que me refiero, La pequeña comunista que no sonreía nunca, una biografía, a medias relato ficcionado, de la deportista.

Las gimnastas preadolescentes salían rentables al partido: comían poco, eran demasiado jovencitas para emitir opiniones sobre los derroteros políticos de la patria, y ni se les iba a pasar por la cabeza pedir asilo político allí donde participaran en competiciones internacionales. Aquella niña era, como todo ciudadano, sospechosa de casi todo. Fue investigada por los miembros de la Securitate hasta la extenuación. Cada noche volaban a las mesas del Departamento de Seguridad del Estado informes sobre conversaciones con sus amigas en los vestuarios, y con Béla, su entrenador. Se documentaban hasta de lo que pasaba durante las charletas en casa.

En 1984, se estrenó una película para la televisión con el título Nadia, un homenaje épico y de escasita calidad sobre su participación en las Olimpiadas de Montreal y Moscú. Lo malo de biografiar antes de tiempo a alguien de renombre es que puedes perder mucho de lo que le queda por vivir. Cinco años más tarde, exactamente quince días antes de la caída del Muro de Berlín, la gimnasta se fuga del país. Llega hasta la frontera con Hungría, y en Austria se colará en una embajada americana gritando: «¡Soy Nadia Comaneci y pido asilo político!».

¿Fue Nadia cómplice de un régimen que le daba de comer y le concedía todos los caprichos que necesitaba a pesar de que se sintiera prisionera? Hay una frase de su compatriota, Nicolae Steinhardt, que viene al caso: «La inteligencia elemental es un deber. La ignorancia, el paso a ciegas por la vida y por las cosas, el paso indiferente, son cosa del diablo. El samaritano no sólo fue bueno, también estuvo atento, supo ver». Así pasó con Fritz Lang, en cuanto Hitler vio su película Metrópolis quiso que fuera nombrado director cinematográfico del Tercer Reich. Pero, esa misma tarde, Lang ya se estaba largando a Estados Unidos, escapando del horror.