¿Eres evangelizador? - Alfa y Omega

Acabo de vivir dos acontecimientos en Roma: el consistorio de cardenales, entre los que se encontraban dos españoles que proceden del mundo de la misión ad gentes, y la apertura del Sínodo de la Amazonia. Dos acontecimientos que nos hablan de la «eterna novedad del Evangelio» o «la frescura original del Evangelio» (EG 11), y que me hicieron plantearme dos preguntas que deseo que vosotros también os hagáis: ¿eres evangelizador?; ¿qué señal das de lo que dices que eres?

En la encíclica Laudato si, el Papa Francisco nos dice que la exhortación Evangelii gaudium la dirigió a todos los miembros de la Iglesia en orden a movilizar un proceso de reforma misionera todavía pendiente (LS 3). La invitación que nos hace el Papa a evangelizar, a la misión, a salir a todos los caminos por donde van los hombres, es clara. Nos pide que salgamos en y con la alegría del Evangelio. Es necesario que sepamos reconocer que el Espíritu Santo es el protagonista de la evangelización. Sin el Espíritu Santo, estaríamos aún como los primeros discípulos, «encerrados en una estancia por miedo». Nosotros no somos los protagonistas de la evangelización, es Él.

Los cristianos debemos acoger en nuestro corazón el lema del Mes Misionero Extraordinario que se celebra en toda la Iglesia este mes de octubre: Bautizados y enviados. Los discípulos del Señor, quienes formamos parte de la Iglesia, hemos recibido la vida de Cristo que llena nuestra vida y nos empuja a salir de nosotros mismos, a encontrarnos con Cristo y conformarnos con su persona. Injertados en Cristo hemos recibido la novedad absoluta de Él, que renueva al ser humano y que hace nuevas todas las cosas, lo cual nos ha de llevar a vivir en esa apertura a la conversión permanente, que es para toda nuestra vida como esa reforma de sí por fidelidad a Jesucristo y que se ha de dar en nosotros permanentemente (cf. EG 26). Porque de lo que se trata es de ser más y más fieles a Jesucristo.

Lanzados por Jesucristo como los primeros discípulos, con la fuerza del Espíritu Santo para ir a buscar a todos los hombres, para darles la noticia más importante, haciéndolo con el anuncio y el testimonio, con palabras y con el martirio si fuera necesario. Pero con la convicción absoluta de que la señal más evidente de que somos evangelizadores es si, además de todo lo anterior, estamos llenos de la alegría que nace del encuentro con Jesucristo, de su vida en nosotros y de la fuerza del Espíritu que nos regala y nos impulsa a salir en búsqueda del otro, incluso cuando estemos llenos de dificultades o nos amenace la muerte. Y vamos en su búsqueda no para convencer a la gente de que Jesús es Dios, sino dejando que el Espíritu Santo nos guíe, que sea Él quien nos empuje al anuncio y testimonio. Y la señal en nuestra vida de que somos evangelizadores es la alegría. Si hay tristeza, si hay decepción, si hay nostalgia de tiempos pasados, si la perdemos por no encontrar resultados, es señal de que el Espíritu no es el que nos guía; hay otros intereses más bastardos movidos por nosotros mismos, como pueden ser proselitismo o publicidad.

En la alegría del Evangelio deseamos que esta humanidad conozca a Cristo, que todos los hombres tengan la experiencia de su cercanía y de su amor, que nadie quede fuera. Esto es exigente para nosotros, ya que no se trata de acomodar el Evangelio a mis ideas o a mis proyectos, sino de ir a todos con la misma fuerza que puso el Espíritu Santo a los apóstoles el día de Pentecostés. Se trata de acercar el amor de Dios a todos los hombres y hacer pensar y caer en la cuenta de las injusticias que son generadoras de exclusión.

Ya el Papa san Pablo VI nos llamaba a conservar «la dulce y confortadora alegría de evangelizar» (EN 80) y ahora el Papa Francisco incide en que «esa alegría es un signo de que el Evangelio ha sido anunciado y está dando fruto», pero «siempre tiene la dinámica del éxodo y del don, del salir de sí, del caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más allá» (EG 21). Nos lleva a la misión, a vivir y comunicar de forma más transparente el amor de Dios reflejado en el rostro de Cristo, que toma la iniciativa sin miedo, sabe adelantarse, sale, busca a los lejanos, invita a los excluidos, brinda misericordia.

Llevar la alegría del Evangelio conlleva: a) Tener los ojos muy abiertos para ver en todos al hermano o a la hermana; b) Tener ojos abiertos para ver sus situaciones y dificultades; c) No permanecer indiferentes ante viejas y nuevas pobrezas: soledad, desprecio, discriminación para quienes no son de los nuestros o de nuestro grupo…; d) No dejarnos anestesiar ante el dolor de tantas personas inocentes que no pueden defenderse; e) Amar de verdad al prójimo, que es lo mismo que tener compasión por el sufrimiento de tantos hermanos nuestros, y ser capaces de tocar sus llagas, de conocer y compartir sus historias, de acercarnos al apaleado y abandonado para aliviar sus heridas; f) Convencernos de que la fe crece cuando al otro le reconocemos en la belleza que tiene: es imagen de Dios, es mi hermano, y g) Mostrar que la vida nueva en Cristo plasma su novedad en toda nuestra existencia, en nuestros pensamientos, afectos y comportamientos.

Es el amor de Cristo que, con la fuerza del Espíritu Santo llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar, a proclamar su Evangelio a todos los hombres. El mandato es siempre el mismo, pero tiene la novedad de cada momento. Hoy la Iglesia tiene que evangelizar a una humanidad doliente y ahí surgen tres tareas:

1. Ensancha el corazón y mira todas las realidades en las que tienes que anunciar el Evangelio. En el Plan Diocesano Misionero para estos próximos tres años, por ejemplo, propusimos que la misión se centrara en estos campos: la familia, los jóvenes y la presencia de los cristianos en todas las realidades temporales. ¿Cómo llevar hoy ahí la alegría del Evangelio?

2. Déjate amar por Jesucristo y déjate guiar por el Espíritu Santo que Él te ha dado. Esto nos hace fecundos, abre el corazón y la mente de quienes nos encontramos a nuestro lado y escuchan la invitación a aceptar su Palabra para ser sus discípulos.

3. Ante un cambio como el que la humanidad está viviendo, hagamos una adhesión al Evangelio más consciente y vigorosa. Confesemos nuestra fe en las plazas, en nuestros templos, en nuestras casas con nuestras familias; que sintamos el gozo de conocer y transmitir la adhesión a Jesucristo haciéndonos más creíbles.